Esta tarde Azorín ha estado en la Biblioteca Nacional. Como está un poco triste, nada más natural que procurar entristecerse otro poco. Parece ser que esto es una ley psicológica. Pero séalo efectivamente o deje de serlo —lo cual después de todo es indiferente—, Azorín ha pedido una colección vieja de un periódico. Una colección vieja es una colección del año 1890… Decía el maestro que nada hay más desolador que una colección de periódicos. Y es cierto. En ella parece como que quedan momificados los instantes fugitivos de una emoción, como que cristaliza este breve término de una alegría o de una amargura, ¡este breve término que es toda la vida!… Además, se ve en las viejas páginas cómo son ridículas muchas cosas que juzgábamos sublimes, cómo muchos de nuestros fervorosos entusiasmos son cómicas gesticulaciones, cómo han envejecido en diez o doce años escritores, artistas, hombres de multitudes que creíamos fuertes y eternos.
Azorín ha ido pasando hoja tras hoja y ha sentido una vaga sensación de desconsuelo. ¡Las crónicas que le parecieron brillantes hace diez años, son frívolas y ampulosas! ¡Los artículos que le parecieron demoledores son ridículamente cándidos! Y después, ¡qué desfile tétrico de hombres que han vivido un minuto, de periodistas que han tenido una semana de gloria! Todos han hecho algo, todos han estrenado un drama, han pronunciado un discurso, han publicado veinte crónicas; todos gesticulan un momento ante este cinematógrafo, agitan los brazos, menean la pluma, mueven los músculos de la cara violentamente… luego se esfuman, desaparecen. Y cuando, después, al cabo de los años, los vemos en la calle, estos hombres ilustres se nos antojan fantasmas, aparecidos impertinentes, sombras que tienen el mal gusto de mostrarse ante las nuevas generaciones.
Azorín se ha salido descorazonado de la Biblioteca. Un poco triste es este espectáculo para un espíritu hiperestesiado, no cabe negarlo; pero es preciso convenir también en que no hay que tomar como una gran catástrofe el que hoy no se acuerde nadie de Selgas[143], por ejemplo, ni que Balart[144], que ha sido un estupendo crítico, nos parezca anticuado.
Luego Azorín, para templar estas hórridas impresiones, se ha entretenido en repasar una colección de retratos que Laurent[145] hizo allá por los años del 60 al 70. Observe el lector que continúa esa importantísima ley que hemos formulado antes. Repasar esta serie inacabable de fotografías es más triste que hojear una colección de El Imparcial. Figuran en ella diputados, ministros, poetas, periodistas, tiples, tenores, gimnastas, obispos, músicos, pintores. Y todos pasan lamentables, trágicos, ridículos, audaces, anodinos: Rivero[146] con su colosal sombrero de copa y su levita ribeteada, el bastón en la mano y mirando de perfil con las cejas enarcadas; - la Prusiana[147], de los Bufos, con tonelete de gasa, los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza inclinada; - Arrazola[148], presidente del Consejo, con su cara de hombrecito apocado, asustadizo, y la mano derecha puesta sobre el pecho al modo doctrinario, en actitud que se usaba mucho en tiempo de Cousin[149] y de Guizot[150]; - Pacheco[151], con su faz de lobo marino, y unos bordados en el enhiesto cuello, y una banda, y una medalla, y una cruz; - D. Modesto Lafuente[152] escribiendo atento sobre una mesa torneada sus insoportables cronicones; - el actor García Luna[153], sentado, envuelto en una gran capa y señalando una estatuilla de Shakespeare mientras mira al objetivo de la máquina; - Calatrava[154], con un libro en la mano; - Manterola[155], con el codo apoyado en dos gruesos infolios y la cabeza, de expresión picaresca, apoyada en la mano; - Dalmau[156], vestido de malla, cruzados los brazos, mirando altivo, al pie de una soberbia escalera; - el general Rosales[157], con su cabecita blanca, su blanco bigotito de cepillo, sus ojillos maliciosos; - Pedro Madrazo[158], con sus melenas, su bigote, su perilla, su corbata a cuadros, su espléndido chaleco listado; - Vildósola[159], mirando melancólicamente, con una mano sobre otra; - Roberto Robert[160], con sus patillas prusianas, junto a un velador con libros, con un gabán ribeteado, en flexión la pierna derecha, caído a lo largo del cuerpo el brazo izquierdo; - Carlos Rubio[161], con su cabellera revuelta, su barba hirsuta, trajeado desaliñadamente, puesto el brazo izquierdo sobre el respaldo de la silla y con una colilla de puro entre los dedos; - D. Antonio María Segovia[162], de pie, fino, atildado, con los guantes en una mano a estilo velazqueño…
Azorín va repasando la inmensa colección de retratos. Y por un azar que llamaremos misterioso, pero que en realidad, yo lo aseguro[163], no tiene nada de impenetrable, sus ojos se fijan en cinco fotografías que son como emblemas de todo lo más intenso que el hombre puede alcanzar en la vida.
La primera es símbolo de la Voluptuosidad. Representa un hombre vestido de arzobispo. Está de pie, junto a una mesa sobre la que hay un cristo. Tiene en la mano un libro. Lleva una banda. Penden de su pecho dos cruces. Y en su cara, de hondas arrugas que bajan de la nariz hasta la boca, de ojos brillantes, de labios recios, golosamente contraídos, está marcada el ansia del placer sensual… Este hombre se llamaba Antonio Claret y Ciará[164]. Y fue mi hombre realmente, porque gozó de lo más placentero e intenso que hay en el mundo: del amor. Él era un refinado; su nariz, sus arrugas, la expresión de la boca se asemejan extraordinariamente a las de Baudelaire, el poeta perverso y decadente. Decadente era también este arzobispo; de él dice uno de sus biógrafos que «llegó a enloquecer por una joven con quien ensayó y gustó refinamientos que se imaginan pero nunca se escriben[165]»…
La segunda fotografía simboliza la Fuerza. Es un hombre recio, enérgico, brutal; tiene el pulgar de la mano derecha metido en uno de los bolsillos del chaleco. La pierna izquierda avanza decidida en actitud de marcha incontrastable. Y hay en su cabeza de ancha frente, de ojos provocadores, de enorme cuello bovino, tal energía, tal imperativa señal de mando, que sugestiona y doma. Este hombre se llamaba Antonio Cánovas del Castillo. Debeló a las muchedumbres, se impuso a los reyes, hizo y deshizo en un Estado que se movía a su antojo… Fue grande porque su voluntad lo anonadaba todo.
La tercera fotografía es la de un gentilísimo caballero que apoya ligeramente la mano izquierda sobre el respaldo de una ligera silla. Está pulcramente afeitado; su cara es bellamente ovalada; sobre la oreja se arrebujan los finos bucles de una corta y graciosa melena. Viste una impecable levita, y su pantalón es inmaculado… Este hombre es la Elegancia; se llamaba Julián Romea[166]. Y fue adorado por los públicos y por las mujeres.
La cuarta fotografía representa a un hombre afeitado también correctamente. Tiene asimismo una corta melena, en finos mechones, como mojados, en elegante desaliño. Su boca se pliega desdeñosa y su mirada es soberanamente altiva. Se llamaba este hombre José de Salamanca. Simboliza el Dinero. Por él fue grande, y su grandeza fue mayor porque supo gastarlo y despreciarlo…
Y he aquí el postrer retrato. Ante todo este retrato tiene fondo; los demás no lo tienen. Y es un paisaje con una lejana montaña, con un remanso de sosegadas aguas, con palmeras cimbreantes, con lianas que ascienden bravías… un paisaje exuberante, tropical, romántico, de ese romanticismo sensual y flébil, que gustó tanto a nuestras abuelas inolvidables. Ante este fondo permanece erguido un hombre de cerrada barba; tiene en la mano un sombrero de copa; el pantalón es de menudas rayas; los pies se hunden en el felpudo que figura ingenuamente el césped. En los ojos de esta figura, unos ojos que miran a lo lejos, a lo infinito, hay destellos de un ideal sugestionador y misterioso… Este hombre se llamaba Gustavo Adolfo Bécquer. Es el más grande poeta de nuestro siglo XIX. Simboliza la Poesía. Fue adorado por las mujeres, y como los hombres son tan tontos que sonríen de todo lo que apasiona a las mujeres, los contemporáneos del poeta le han guardado cierta secreta consideración despreciativa, hasta que han llegado nuevas generaciones que no han encontrado ridículo admirar al mismo hombre a quien admiran nuestras hermanas, nuestras primas y nuestras queridas.
Azorín ha mirado largamente estos cinco retratos. Y ahora sí que él, que tiene alma de artista, se ha puesto triste, muy triste, al sentirse sin la Voluptuosidad, sin la Fuerza, sin la Elegancia, sin el Dinero y sin la Poesía.
Y ha pensado en su fracaso irremediable; porque la vida sin una de estas fuerzas no merece la pena de vivirse.