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«Y es lo cierto —piensa Azorín mientras baja por la calle de Toledo—, que yo tengo un cansancio, un hastío indefinible, invencible… Hace diez años, al llegar a Madrid después del fracaso de aquel amor… infausto; al llegar a Madrid con mis cuartillas debajo del brazo, tenía cierto entusiasmo, cierto ardimiento bárbaro, indómito… ¡Qué crónicas aquellas de La Península! El director todas las noches, muy grave, con su respirar de foca vieja: “Amigo Azorín, esto no puede continuar: los suscriptores se quejan: hoy he recibido ocho cartas…”. Y luego, cuando salió mi artículo sobre El amor libre, ¡un aluvión de protestas[134]! El autor —decía en una de ellas un viejo progresista— o es un loco o no debe de tener hijas… No, no tenía hijas, ni nada… No tenía este tedio de ahora, después de haber hecho mi nombre un poco célebre —que vale más que ser célebre del todo—: después de haber devorado miles de libros y haber emborronado miles de cuartillas…»

Azorín pasa ante la iglesia de San Isidro.

«Y esto es inevitable; mi pensamiento nada en el vacío, en un vacío que es el nihilismo, la disgregación de la voluntad, la dispersión silenciosa, sigilosa, de mi personalidad… Sí, sí, el trato de Yuste ha influido sin duda en mí; su espíritu se posesiona de mí definitivamente, pasados estos años de entusiasmo. Y luego, la figura de Justina, negra, pálida… y el ambiente tétrico de aquel pueblo… la herencia, acaso, también, y más poderosamente que nada… todo, todo rompe y deshace mi voluntad, que desaparece… ¿Qué hacer?… ¿Qué hacer?… Yo siento que me falta la Fe; no la tengo tampoco ni en la gloria literaria ni en el Progreso… que creo dos solemnes estupideces… ¡El progreso! ¡Qué nos importan las generaciones futuras! Lo importante es nuestra vida, nuestra sensación momentánea y actual, nuestro yo, que es un relámpago fugaz. Además, el progreso es inmoral, es una colosal inmoralidad: porque consiste en el bienestar de unas generaciones a costa del trabajo y del sacrificio de las anteriores.»

Azorín entra en la calle de los Estudios. Pasa por la misma una mujer con dos niños. Y Azorín piensa:

«No sé qué estúpida vanidad, qué monstruoso deseo de inmortalidad, nos lleva a continuar nuestra personalidad más allá de nosotros. Yo tengo por la obra más criminal esta de empeñarnos en que prosiga indefinidamente una humanidad que siempre ha de sentirse estremecida por el dolor: por el dolor del deseo incumplido, por el dolor, más angustioso todavía, del deseo satisfecho… Podrán llegar los hombres al más alto grado de bienestar, ser todos buenos, ser todos inteligentes… pero no serán felices: porque el tiempo, que se lleva la juventud y la belleza, trae a nosotros la añoranza melancólica por las pasadas agradables sensaciones. Y el recuerdo será siempre fuente de tristeza. Yo de mí sé decir que nada hay que tanto me contriste como volver a ver un lugar —una casa, un paisaje que frecuenté en mi adolescencia: ni nada que ponga tanta amargura en mi espíritu como observar cómo ha ido envejeciendo… cómo ha perdido el brillo de los ojos, y la flexibilidad de sus miembros, y la gallardía de sus movimientos… la mujer que yo amé secreta y fugazmente siendo muchacho[135]. ¡Todo pasa brutalmente, inexorablemente! Y yo veo junto a esta mujer deforme, lenta, inexpresiva… un gesto, una mirada, un movimiento de la muchacha de antaño… su modo peculiar de sonreír entornando los ojos titileantes, su manera de decir no, su expresión deliciosamente grave al hacer una confidencia… ¡Y todo este resurgimiento instintivo me llena de una tristeza casi anhelante! ¡Y pienso en una inmensa danza de la Muerte, frenética, ciega, que juega con nosotros y nos lleva a la Nada!… Los hombres mueren, las cosas mueren. Y las cosas me recuerdan los hombres, las sensaciones múltiples de esos hombres, los deseos, los caprichos, las angustias, las voluptuosidades de todo un mundo que ya no es.»

Azorín se encuentra frente al Rastro. En la calle de los Estudios comienzan las avanzadas del pintoresco mercado. Van y vienen gentes apresuradas; gritan los vendedores; campanillean los tranvías eléctricos. Al borde de la acera se extienden los puestos de ropas, hules, marcos, cristalería, libros. Junto a la puerta del Instituto, arrimada a la pared, una vendedora de cordones lee en voz alta el folletín de un periódico. «¡Ah, yo evitaré que se esconda!, dijo el duque con voz…». Después grita: «¡Cinco cordones en una perra chica, cinco cordones en una perra chica!». Una diligencia pasa cascabeleando, con estruendo de herrumbre y muelles rotos. Resaltan las telas, rojas, azules, verdes, amarillas, de los tenderetes: brillan los vasos, tazas, jarrones, copas, floreros: llena la calle rumor de gritos, toses, rastreo de pies. Y los pregones saltan repentinos, largos, plañideros: «¡Papel de Armenia para perfumar las habitaciones a perro grande!… ¡Son de terciopelo y peluche!…¡La de cuatro y seis reales, a real!…». Un vendedor de dátiles pasea silencioso, envuelto en una amplia capa parda, encasquetada una montera de pieles; sentada en el resalto de una ventana baja, una ciega extiende la mano. La cordonera lee: «… el niño vencido por el terror…». Y luego: «¡Cinco cordones en una perra chica, cinco cordones en una perra chica!». Se acerca una mujer con un gran saco a la ciega. Hablan: «… decirte que vaya tu marido a hacer colchones el lunes…». Pasan carromatos, coches, tranvías.

En la calle de los Estudios, lucen colgados en las fachadas los blancos muebles de pino: junto a la acera continúan los puestos de cintas, tapetes, jabones, libros. Van y vienen traperos, criadas, señoritos, chulos, mozos de cuerda… Y recorrida la calle del Cuervo, con sus pañerías y zapaterías, se llega a la Cabecera del Rastro. Confusión formidable; revoltijo multiforme de caras barbadas y caras femeninas, de capas negras, toquillas rojas, pañuelos verdes; flujo y reflujo de gentes que tropiezan, de vendedores que gritan, de carros que pasan. En la esquina un círculo de mujeres se inclina sobre un puesto; suena dinero; se pregona: «¡A quince y a real peines!». Y un mozo cruza entre la multitud con un enorme espejo que lanza vivísimos destellos.

La gente sube y baja: una vendedora de pitos, con una larga pértiga en que van clavados, silba agudamente: un Vendedor de vasos los hace tintinear golpeándolos; chocan, en las tiendas, con ruido metálico, los pesos contra el mármol. Y a intervalos rasga los aires la voz de un carretero, el grito de un mozo cargado con un mueble: «¡Ahí va, eh!… ¡ahéeeh!».

Se pasa luego frente a la calle de la Ruda, entre los puestos de las verduleras, y aparece la Ribera de Curtidores. Entre las dos líneas blancas de los toldos, resalta una oleada negra de cabezas. Al final, en lo hondo, un conjunto de tejados rojizos, una chimenea que lanza denso humo, la llanura gris, a trechos verde, que se extiende en la lejanía, limitada por una larga y tenue pincelada azul… Gritan los vendedores —de jabones, de tinta, de papel, de agujas, de ratoneras, de cucharas, de corbatas, de fajas, de barajas, de cocos, de toquillas, de naranjas— que van y vienen por el centro. Y ante ‘dos papeles de tabaco extendidos en el suelo, vocea un hombre jovialmente: «¡Aire, señores, aire a la jamaica!».

Las telas colgadas flamean blandamente: reflejan al sol los grandes círculos dorados de los braseros: resaltan las manchas blancas y azules de platos y cazuelas; un baratillero toca una campana: un niño con dos gruesos volúmenes grita: ¡La novela La esposa mártir[136], la vendo!; trinan los canarios de multitud de jaulas apiñadas; se oyen los lejanos gruñidos angustiosos de los cerdos del matadero. Y en el fondo, destacando sobre el llano manchego, la chimenea va silenciosamente difuminando de negro el cielo azul.

A la izquierda de las Grandiosas Américas, baja un callejón lleno de puestos de hórridas baratijas: cafeteras, bragueros, libros, bisagras, pistolas, cinturones, bolsas de viajes, gafas, leznas, tinteros… todo viejo, todo roto, todo revuelto. Junto a la puerta de la Escuela de Artes y Oficios, un grupo rodea una ruleta. El ruletero es un clásico rufián de cavernosa voz; sus mostachos son gruesos; las mangas cortas de la chaqueta descubren recias muñecas. De cuando en cuando hace girar la pintada rueda de madera y exclama: ¡Hagan juego, señores!… Donde quieran y como quieran… ¡Pueden jugar de 5, de 10, de 15, de 20 y de real!… Se oye como se va apagando el tic-tac de la ballena. Y luego: ¡Número 13, blanco! Y tintinean las monedas.

Se cruza luego la ronda de Toledo, y se entra en el más miserable bazar del Rastro. Es a modo de una feria hecha con tablas rotas y lienzos desgarrados, formada en calles estrechas y fangosas, repleta de mil trastos desbaratados.

Aquí en esta trastienda del Rastro hay una barraca de libros viejos, y a ella viene los domingos Azorín, a sentarse un rato, mientras curiosea en los sobados volúmenes. Entran y salen clérigos pobres, ancianos con capas largas, labriegos. Revuelven, preguntan, regatean. El librero defiende su mercancía: «… se venden sueltas a dos pesetas y la Desesperación de Espronceda está agotada…». Una niña viene a vender una novela: una vieja pregunta por otro vendedor que se ha suicidado; pasa un mozo con unas vidrieras a la espalda: suena la musiquilla asmática de un acordeón.

Y Azorín, cansado, siente cierta vaga tristeza en este inmenso y rumoroso cementerio de cosas —que representan pasados deseos, pasadas angustias, pasadas voluptuosidades.