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Azorín se siente cansado de la monotonía de la vida madrileña y hace un breve viaje a Toledo[112]. Toledo es una ciudad sombría, desierta, trágica, que le atrae y le sugestiona. Azorín vagabundea a lo largo de sus callejas angostas, recorre los pintorescos pasadizos, se detiene en las diminutas plazas solitarias, entra en las iglesias de los conventos y observa, a través de las rejas, las sombras inmóviles de las monjas que oran.

Azorín vive en una posada: la posada Nueva. Visitar una ciudad histórica posando en una fonda habitada por viajantes de comercio, turistas, militares, empleados, es renunciar a las más sugestivas impresiones que pueden recogerse poniéndose en contacto con la masa incosmopolita en un medio, como paradores y mesones, frecuentado por tipos populares… Azorín observa como entran y salen en esta posada Nueva los labradores de la tierra toledana, los ordinarios, los carromateros, las mozas recias, las viejas silenciosas, los alcaldes que llegan a las ocho y esperan hasta la una a que el gobernador, que es un inveterado noctámbulo madrileño, se digne levantarse…

Hoy, después del parco yantar posaderil, en el obscuro comedor que hay entrando a la izquierda, mientras una criada zazosita y remisa alzaba los manteles, Azorín ha oído hablar a un labriego de Sonseca. ¡Era un viejo místico castellano! Con grave y sonora voz, con ademanes sobrios y elegantes, este anciano de complexión robusta, iba discurriendo sencillamente sobre la resignación cristiana, sobre el dolor, sobre lo falaz y transitorio de la vida… «Por primera vez —pensaba Azorín— encuentro un místico en la vida, no en los libros, un místico que es un pobre labrador castellano que habla con la sencillez y elegancia de un Fray Luis de León, y que siente hondamente y sin distingos ni prejuicios… En el pueblo castellano debe aún de quedar mucho de nuestro viejo espíritu católico, no bastardeado por las melosidades jesuíticas, ni descolorido por un frívolo y artificioso liberalismo que ahora comienza a apuntar en nuestro episcopado —precisamente aquí en Toledo— y que acaso dentro de algunos años haga estragos. Amplios de espíritu, flexibles, comprensivos, eran Fray Luis de Granada, Fray Luis de León, Melchor Cano: Fernando de Castro, en su discurso sobre la Iglesia española, tiene hermosas páginas en que pone de relieve este castizo espíritu del catolicismo español[113]… El catolicismo de ahora es cosa muy distinta, está en oposición abierta con esta tradición simpática, que ya se ha perdido por completo entre las clases superiores, que sólo se encuentra aquí y allá, a retazos, entre los tipos populares, como este labriego de Sonseca que habla tan maravillosamente de la resignación cristiana… ¡Las clases superiores! No hay hoy en España ningún obispo inteligente: yo leo desde hace años sus pastorales y puedo asegurar que no he repasado nunca escritos tan vulgares, torpes, desmañados y antipáticos. ¡Son la ausencia total de arte y de fervor! No sale nunca de la pluma de un obispo una página elegante y calurosa. Aun los que entre ciertos elementos seudodemocráticos pasan por cultos e inteligentes —como este cardenal Sancha[114]— no aciertan ni siquiera a hacer algo fríamente correcto, discretamente anodino. Su vulgarismo es tan enorme, tan lamentable, que hace sonreír de piedad… Los libros del mismo cardenal Sancha pueden servir de ejemplo. Es difícil encontrar nada más chabacano: son mosaicos de trivialidades, de insignificancias, de recortes de periódicos, de citas vulgares. Y yo me figuro a un augusto señor, vestido de púrpura, con una resplandeciente cruz al cuello, sentado en un sillón de talla, metido en una cámara con alfombras y tapices… que coge unas tijeras largas y va recortando un artículo de Il Pease, de Perusa, de La Vera Roma, de El correo de Bruselas, o de Le (sic) Times. Recuerdo que en el libro de Sancha titulado —con título un poco portugués— Régimen del terror en Italia unitaria, el autor desciende a nimiedades indignas de la púrpura. Dice por ejemplo dirigiéndose a un general que disuelve no sé qué comité: “El general Bava Becaris, comisario de Milán, podrá ser muy competente en asuntos de la milicia, pero sin que tengamos intención de ofenderle, ha de permitirnos decirle que en su mencionado Decreto, disolviendo el comité diocesano de aquella ciudad, revélase completo desconocimiento de las ciencias jurídicas y sociales”. En otra ocasión se dirige a un gobernadorcillo de Vicenza y escribe: “Valdría más que el prefecto de Vicenza, antes de dar su decreto disolviendo Círculos de la Juventud católica, hubiera ido a un colegio para recibir educación y nociones de filosofía para saber razonar”. ¡Estupendo! Estos chabacanismos cómicos de un respetabilísimo arzobispo y cardenal dan la medida intelectual de nuestro episcopado…»[115]

Azorín se levanta de la mesa. «El catolicismo en España es pleito perdido: entre obispos cursis y clérigos patanes acabarán por matarlo en pocos años». Azorín sale a la plaza de Zocodover y da una vuelta por los clásicos soportales. La noche está templada. Los escaparates pintan sobre el suelo vivos cuadros de luz; en el fondo de las tiendas, los viejos mercaderes —como en los cuadros de Marinus[116]— cuentan sus monedas, repasan sus libros. La plaza está desierta; de cuando en cuando pasa una sombra que se detiene un momento ante las vitrinas repletas de mazapanes; luego continúa y desaparece por una callejuela. «Este es un pueblo feliz —piensa Azorín— tienen muchos clérigos, tienen muchos militares, van a misa, creen en el demonio, pagan sus contribuciones, se acuestan a las ocho… ¿,Qué más pueden desear? Tienen la felicidad de la Fe, y como son católicos y sienten horror al infierno, encuentran doble voluptuosidad en los pecados que a los demás mortales, escépticos de las chamusquinas eternas, apenas nos enardecen».

Azorín se detiene en la puerta de una tienda. Dentro, ante el mostrador, examinando unas cajas redondas hay una vieja con un manto negro y una moza con otro manto negro. La moza es menuda, verdadero tipo de la toledanita aristocrática, con la cara pálida, vivarachos los ojos, prestos y elegantes los ademanes. Decía Isabel la Católica ponderando la inteligencia de las toledanas, que sólo se sentía necia en Toledo; Azorín no se siente precisamente necio —aunque otros lo sientan por él—, pero casi declara que le atrae más una toledana comprando mazapán que los libros del cardenal Sancha.

Por eso Azorín permanece ensimismado en la puerta. La vieja y la niña miran y vuelven a mirar cajas y más cajas. La compra se prolonga con esa pesadez de las mujeres cuando no se deciden a cerrar un trato. Mientras, Azorín piensa en que estas dos mujeres viven sin duda en un viejo caserón, con un enorme escudo sobre la puerta, con un lóbrego zaguán empedrado de menudos cantos, con ventanas diminutas cerradas por celosías, y que él, el propio Azorín, que está cansado de bullangas literarias, sería muy feliz casándose con esta muchachita del manto negro. «Sí, muy feliz —piensa— viviría en esa casa grande, en una callada vegetabilidad voluptuosa, en medio de este pueblo artístico y silencioso… Llegaría a ser un hombre metódico, que tose con pertinacia, que se levanta temprano, que come a horas fijas, que tiene todas sus cosas arregladas, que sufre de un modo horrible si una silla la colocan un poco más separada de la pared que de ordinario, que se queja arrullando como las palomas cuando tiene una neuralgia, que llega a la estación con una hora de anticipo cuando hace un viaje, que lee los discursos políticos, que se escandaliza de las láminas pornográficas, que sabe el precio de la carne y de los garbanzos, que usa, en fin, un bastón de vuelta con una chapa de plata que hace un ruido sordo al caminar… Esta vida, ¿no puede ser tan intensa como la de Hernán Cortés o Cisneros? La imagen lo es todo, decía el maestro. La realidad no importa: lo que importa es nuestro ensueño. Y yo viviría feliz siendo, aquí en Toledo, un hombre metódico y catarroso… con esta niñita apetitosa, de erguidos senos e incitantes pudores».

La vieja y la niña salen al fin de la tienda. Azorín las sigue. Bajan por las empinadas escaleras del Cristo de la Sangre: luego recorren intrincado laberinto de callejuelas retorcidas; al fin, desaparecen en la penumbra como dos fantasmas. Suena un portazo… Y Azorín permanece inmóvil, extático, viendo desvanecerse su ensueño. Entonces, en la lejanía, ve pasar, bajo la mortecina claridad de un farol, una mancha blanca en que cabrillean vivos reflejos metálicos. La mancha se aproxima en rápidos tambaleos. Azorín ve que es un ataúd blanco que un hombre lleva a cuestas. ¡Honda emoción! A lo largo de las calles desiertas, lóbregas, Azorín sigue, atraído, sugestionado, a este hombre fúnebre cuyos pasos resuenan sonoros en los estrechos pasadizos. El hombre pasa por junto a Santo Tomé, entra luego en la calle del Ángel, se detiene, por fin, en una diminuta plazoleta y aldabonea en una puerta. La caja hace un ronco son al ser dejada en tierra. Encima de la puerta aparece un vivo cuadro de luz y una voz pregunta: ¿Quién? El hombre contesta: ¿Es aquí donde han encargado una cajita para una niña?… No, no es allí, y el fúnebre portador coge otra vez la cajita y continúa su camino. Unas mujeres que están en una puerta exclaman: Es para La niña de la casa de Los Escalones. ¡Qué bonita era! El hombre llega a otra reducida plazoleta y golpea ante una puerta que tiene tres peldaños. Le abren; hablan; la mancha blanca desaparece; suena un portazo… Y Azorín, en el silencio de las calles desiertas, vaga al azar y entra por fin en un café desierto[117].

Es el café de Revuelta. Se sienta. Da dos palmadas y produce una honda sensación en los mozos, que le miran absortos. La enorme campana de la catedral suena diez campanadas que se dilatan solemnes por la ciudad dormida. \’ Azorín, mientras toma una copa de aguardiente —lo cual no es óbice para entrar en hondas meditaciones— reflexiona en la tristeza de este pueblo español, en la tristeza de este paisaje. “Se habla —piensa Azorín— de la alegría española, y nada hay más desolador y melancólico que esta española tierra. Es triste el paisaje y es triste el arte. Paisaje de contrastes violentos, de bruscos cambios de luz y sombra, de colores llamativos y reverberaciones saltantes, de tonos cegadores y hórridos grises, conforma los espíritus en modalidades rígidas y las forja con aptitudes rectilíneas, austeras, inflexibles, propias a las decididas afirmaciones de la tradición o del progreso. En los países septentrionales, las perpetuas brumas difuminan el horizonte, crean un ambiente de vaguedad estética, suavizan los contornos, velan las rigideces; en el Mediodía, en cambio, el pleno sol hace resaltar las líneas, acusa reciamente los perfiles de las montañas, ilumina los dilatados horizontes, marca definidas las sombras. La mentalidad, como el paisaje, es clara, rígida, uniforme, de un aspecto único, de un solo tono. Ver el adusto y duro panorama de los cigarrales de Toledo, es ver y comprender los retorcidos y angustiados personajes del Greco: como ver los maciegales de Ávila es comprender el ardoroso desfogue lírico de la gran santa, y ver Castilla entera con sus llanuras inacabables y sus rapadas lomas, es percibir la inspiración que informara nuestra literatura y nuestro arte. Francisco de Asís, el místico afable, amoroso, jovial, ingenuo, es, interpretado por el cincel de Cano, un asceta espantable, amojamado, escuálido, bárbaro.

»No busquemos en nuestro arte un soplo de amplio y dulce humanismo, una vibración íntima por el dolor universal, una ternura, una delicadeza, un consuelo sosegador y confortante. Acaso lo más íntimo y confortador de toda nuestra literatura es la maravillosa epístola de Fernández de Andrada, y su lectura deja en el ánimo la impresión del más amargo pesimismo. El poeta pinta la inanidad de los afanes cortesanos, la inutilidad de las andanzas y aspiraciones de los hombres, la eterna mentira de sus tratos y contratos, la perpetua iniquidad de sus justicias: todo es desorden y maldad, peculio propio de la privanza el que antes fue de Astrea, premio del malo lo que debió ser recompensa del bueno, intachable y elogiada virtud lo que es arte de “infames histriones”… Todo es vanidad y mentira. Nuestra misma vida no es más que “un breve día” comparable al heno, a la mañana verde, seco a la tarde. ¡Oh, muerte —dice al final el autor en hermosísima frase—; ven callada como sueles venir en la saeta!

»Y al igual que Andrada, todos cuantos poetas han profundizado en una concepción del hombre y del universo. El mismo dulce cantor de la Noche serena, ¿no iguala en sus negruras al más pesimista de los poetas contemporáneos? Leopardi, entre todos y el primero de todos, no produce tal impresión de angustia y desconsuelo. Implacable en la censura de las desdichas y miserias humanas, Fray Luis de León va mostrando poco a poco, en admirables versos de una apacible serenidad platónica, como el tiempo “hambriento y crudo” lo trasmuda todo y todas esas glorias y pasiones las acaba en muerte y nada. Vanidad de vanidades es la vida: si alguien, acaso, hay en ella dichoso, es aquel que a sí mismo, y no a los hombres y a las cosas que le rodean, pide consuelo.

Dichoso el que se mide,

Felipe, y de la vida el gozo bueno

A sí sólo lo pide;

Y mira como ajeno

Aquello que no está dentro en su seno.

»Es una tristeza desoladora la tristeza de nuestro arte. El descubrimiento de América acaba de realizar la obra de la Reconquista: acaba por transformar al español en hombre de acción, irreflexivo, impoético, cerrado a toda sensación de intimidad estética, propio a la declamación aparatosa, a la bambolla retumbante. Y he aquí los dos géneros que marcan nuestra decadencia austriaca: el teatro, la novela picaresca. Lope da fin a la dramaturgia en prosa, sencilla, jugosa, espontánea, de Timoneda y Rueda; su teatro inaugura el período bárbaro de la dramaturgia artificiosa, palabrera, sin observación, sin verdad, sin poesía, de los Calderón, Rojas, Téllez, Moreto. No hay en ninguna literatura un ejemplo de teatro más enfático e insoportable. Es un teatro sin madres y sin niños, de caracteres monofórmicos, de temperamentos abstractos, resueltos en damiselas parladoras, en espadachines grotescos, en graciosos estúpidos, en gentes que hablan de su honor a cada paso, y a cada paso cometen mil villanías…

»La novela, en cambio —a excepción del Lazarillo, obra juvenil y escrita cuando aun los patrones y resortes retóricos de la novela no estaban formados—, la tan celebrada novela picaresca es multiforme y seco tejido de crueldades pintorescas y horrideces que intentan ser alegres. Nadie hay más seco y más feroz que el gran Quevedo. La Vida del Buscón D. Pablo, exagerado, dislocado, violento, penoso, lúgubre desfile de hambrones y mujerzuelas, es fiel síntesis de toda la novela. Causan repulsión las artimañas y despiadadas tretas que al autor se le ocurren para atormentar a sus personajes… Aquí, como en los demás libros castellanos, descubre patente y claro el genio de la raza, hipertrofiado por la decadencia. Entre una página de Quevedo y un lienzo de Zurbarán y una estatua de Alonso Cano, la correspondencia es solidaria. Y entre esas páginas, esos lienzos, esas estatuas y el paisaje castellano de quebradas bruscas y páramos inmensos, la afinidad es lógica y perfecta…»[118]

Azorín bebe otra copa de aguardiente: lo menos que se puede hacer como protesta contra unos hombres que aplaudían a Calderón y expulsaban a los moriscos.

«Sí —continúa pensando—: nuestra literatura del siglo XVII es insoportablemente antipática. Hay que remontarse a los primitivos para encontrar algo espontáneo, jovial, plástico, íntimo; hay que subir hasta Berceo, hasta el Romancero —en sus pinturas de la Infantina, del paje Vergilios, del conde Claros, etc.— hasta el incomparable Arcipreste de Hita, tan admirado por el maestro. Él y Rojas son los dos más finos pintores de la mujer: pero, ¡qué diferencia entre el escolar de Salamanca y el Arcipreste de Hita! Arcipreste y escolar trazan las mismas escenas, mueven los mismos tipos, forjan las mismas situaciones; mas Rojas es descolorido, ingráfico, esquemático, y el Arcipreste es todo sugestión, movimiento, luz, color, asociación de ideas. El quid estriba en esto: que Rojas pinta lo subjetivo y Juan Ruiz lo objetivo; uno el espíritu, otro el mundo: uno la realidad interna, otro la externa; uno, en fin y para decirlo de una vez y claro, es pintor de caracteres y otro de costumbres. La misma esencialísima diferencia nótase en la novela contemporánea, dividida entre Flaubert, maestro en psicología, y los Goncourt, maestros en plasticidad.

»El Arcipreste sólo una frase necesita para trazar el aspecto de una cosa: tiene el sentido del movimiento y del color, 1intuición rápida que le hace dar en breve rasgo la sensación entera y limpia.

»La figura de Trotaconventos es superior en mucho a la ponderada Celestina. Trotaconventos es una vieja sutil, artera, sigilosa, sabidora de mil artes secretas, formidable dialéctica, habilísima embaucadora. Ella va por las casas vendiendo joyas, enseñando novedades, contando chismes. A los mancebos afligidos proporciona juntamientos con fembras placenteras; a las mozuelas tristes logra consolaciones eficaces. Así a don Melón, perdido por doña Endrina, promete el socorro de sus trazas: y poco a poco va captando con sus embelesos, en gradación maestra, a la cuitada viuda. “¿Por qué —le dice— siempre encerrada en casa? Aquí, en la ciudad, hay muy hermosos mancebos, lozanos, discretos, nobles… Aquí vive don Melón de la Huerta, que por cierto aventaja a todos en gentileza y linaje. ¿Por qué estar sola, triste, encerrada?”.

»Acontece que, al fin, la bella viudita se ablanda a las argucias de la anciana: y ya espera con impaciencia sus visitas, ya le echa los brazos al cuello cuando llega, ya cuando Trotaconventos le habla del amante, se le pone el color bermejo y amarillo, ya, en fin, mientras la vieja va desembuchando sus nuevas, ella, conmovida, ansiosa,

apriétame mis dedos en sus manos quedillo.»

Azorín bebe otra copa de aguardiente.

«Sí —continúa pensando—, este espíritu jovial y fuerte, placentero y fecundo, se ha perdido… Estos pueblos tétricos y católicos no pueden producir más que hombres que hacen cada hora del día la misma cosa, y mujeres vestidas de negro y que no se lavan. Yo no podría vivir en un pueblo como este: mi espíritu inquieto se ahogaría en este ambiente de foscura, de uniformidad, de monotonía eterna… ¡Esto es estúpido! La austeridad castellana y católica agobia a esta pobre raza paralítica. Todo es pobre, todo es opaco, todo es medido. Aun los que se llaman demagogos son en el fondo unos desdichados reaccionarios. No creen en un dogma religioso, pero conversan la misma moral, la misma estética, la misma economía de la religión que rechazan… Hay que romper la vieja tabla de valores morales, como decía Nietzsche.»

Y Azorín, de pie, ha gritado: «¡Viva la Imagen! ¡Viva el Error! ¡Viva lo Inmoral!». Los camareros, como es natural, se han quedado estupefactos. Y Azorín ha salido soberbio del café.

No es posible saber a punto fijo las copas que Azorín ha sorbido. Verdaderamente, se necesita beber mucho para pensar de este modo.