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Desde lo alto de las Atalayas, el campo del Pulpillo se descubre infinito. A lo lejos, en lo hondo, la llanura —amarillenta en los barbechos, verde en los sembrados, negra en las piezas labradas recientemente— se extiende adusta, desolada, sombría. En perfiles negruzcos, los atochares cortan y recortan a cuadros desiguales el alcacel temprano. Los olivares se alejan en minúsculas manchas simétricas hasta esfumarse en las estribaciones de los terrenos grises. Y acá y allá, desparramadas en la llanura, resaltantes en la tierra uniforme, lucen blanquecinas las paredes de casas diminutas.

Enfrente, las lomas de las Moratillas corren ondulosas a la derecha, destacando en el cielo sus mellas y picachos, hasta sumirse en suave declive con el llano. Adentro, en la inmensa profundidad del horizonte, la leve pincelada de la cordillera de Salinas azulea por encima de otra larga pincelada blanca de la niebla. Y a través de la niebla, al pie de un cerro, la microscópica silueta de una cúpula destella imperceptible. Luego, cerrado el claro abierto, la montaña recomienza bravía sus corcovos.

En las Moratillas, grandes rasgones rojos descienden de la cumbre hasta los recuestos tapizados de atochas. Sobre el lomo ondulante, a la otra banda, destaca una distante montaña festoneada de pinos. Los puntitos negros se esparcen claros, se apelotonan en densas manchas, resaltan sobre el perfil en pequeñísimo dentelleo.

El aire es vivo y transparente. En la lejanía el cielo cobra tonos de verde pálido. El mediodía llega. La mancha gris de los olivos se esclarece; el verde obscuro de los sembrados se torna verde claro: suavemente se disgrega la niebla. Y la cúpula, en la remota hondonada, irradia luminosa como un diamante…

El campo está en silencio. De una casa oculta entre negros olmos surge recta una columna de humo blanco. El minúsculo trazo negro de una yunta se mueve allá en lo hondo lentamente. El sol espejea en las paredes blancas. De cuando en cuando un pájaro trina aleteando voluptuoso en la atmósfera sosegada; cerca, una abeja revolotea en torno a un romero, zumbando leve, zumbando sonora, zumbando persistente. Luego desaparece…

En el Pulpillo, Azorín contempla la campiña infinita. Ante la casa, un camino amarillento se aleja serpenteando en violentos zig-zags. En los días grises, la tierra toma tintes cárdenos, ocres, azulados, rojizos, cenicientos, lívidos; las lomas se ennegrecen; los manchones rojos de las Moratillas emergen como enormes cuajarones de sangre. A ratos, el gemido del viento, el tintinar leja no de una esquila, el silabeo imperceptible de una canción fatigosa, conmueven el espíritu con el ansia perdurable de lo Infinito. Y Azorín contempla a través de los diminutos cristales el cielo gris y la llanura gris.

Al anochecer, bajo la ancha campana de la cocina, ante el fuego de leños tronadores[108], Azorín permanece absorto en el corro de los labriegos. Fuera, la mancha negra del cielo se funde con la mancha negra de la tierra en las últimas claridades de un crepúsculo negro. Los picachos de las Atalayas se borran: los perfiles de las Moratillas desaparecen. En lo alto una débil claror recorta los contornos de las nubes inmóviles.

Ante el fuego, acabada la cena, el Abuelo relata penosamente, con la tarda coordinación del campesino, amarguras pasadas. Los pedriscos asoladores, las hambres, las sequías, las epidemias, las muertes remotas de remotos amigos, van pasando en desfile tétrico… El Abuelo tiene ochenta años. Menudo, fuerte, seco, sus ojillos aquilinos, escrutadores eternos de la llanura, brillan como dos cuentas de vidrio en su cara rapada. La luz del candil, colgado arriba, refleja sobre su redondo cráneo calvo.

El Abuelo sintetiza al labrador manchego. La fe mana abundosa en el corazón del labrador manchego. Es sencillo como un niño: es sanguinario exasperado. Habla lentamente; se mueve lentamente. Impasible, inexpresivo, silencioso, camina tras el arado tardo en los llanos inacabables; o permanece, si los días son crudos, inmóvil junto al fuego, mientras sus manos secas tejen automáticamente el fino esparto. El labrador manchego no tiene amor al árbol. Viste de paño prieto: come frugalmente. Es cauto; recela de los halagos oficiosos; malicia de la novedad incomprendida. Así, el Abuelo, sonriente, irónico, va contando su provechosa incredulidad en los remedios de la farmacia. Los únicos remedios de sus males son las hierbas del campo. Temeroso en su última enfermedad de que los alimentos solapasen las medicinas, tres días ha estado sin tomar alimentos. Y el Abuelo concluye sentencioso: «Yo vus digo que todo me lo he curado con agua de romero y pedazos de sarmientos verdes machucaícos…». Las llamas del hogar se agitan, lamen las negras paredes, ponen en los rostros pétreos de los labriegos encendidos reflejos tembladores.

Azorín se retira. La habitación es una larga estancia de paredes desmanteladas. Ni un lienzo, ni una chillona oleografía, ni una estampa mancha el monótono enlucido. El piso es de ladrillos blancos… Azorín pasea ensimismado. La luz escasa de una lamparilla ilumina el cuarto. En un extremo, sobre la mesa, los libros, en borrones rojos, azules, amarillos, cortados por vetas blanquecinas, resaltan junto al ancho trazo negro de una botella. Al otro extremo, en lo hondo de la negrura, las cortinillas de la alcoba destacan confusamente en grande mancha roja.

Azorín pasea. Arrebujado en la larga capa, en sus idas y venidas serpenteantes, su sombra, como la silueta de un ave monstruosa, revolotea por las paredes. Azorín se para ante la mesa; llena una copa; la bebe lentamente. Y piensa en las palabras del maestro: «¿Qué importa que la realidad interna no ensamble con la externa?». Luego torna a sus paseos automáticos. En el recogimiento de la noche, sus pasos resuenan misteriosos. La luz titilea en ondulosos tembloteos agonizantes. Los amarillentos resplandores fluyen, refluyen en las blancas paredes. La roja mancha del fondo desaparece, aparece, desaparece. Azorín bebe otra copa. «La imagen lo es todo», medita. «La realidad es mi conciencia». Después pasea; torna a pararse; recomienza el paseo. Y en sus pausas repetidas ante la mesa, el líquido de la botella mengua. La llama de la lamparilla se encoge formando en torno del encendido pábilo un diminuto nimbo de violeta. Los muebles se sumen turbiamente en la penumbra. De la mesa parte sobre la pared una rígida sombra larga que se ensancha hasta esfumarse cerca del suelo. Azorín se sienta: sus ojos miran hacia la sombra. La luz chisporrotea: una chispa del pábilo salta y se divide crujiendo en diminutas chispas de oro. Azorín cierra los ojos. La luz se apaga: en la obscuridad los purpúreos grumos de la pavesa reflejan sobre la dorada lamparilla… El afanoso tic-tac de un reloj de bolsillo suena precipitado.

Fuera, el campo reposa. En las cercanas pedrizas de las Moratillas las zorras gañen desesperadamente. Y en el silencio de la noche, sus largos gritos repercuten a través de la llanura solitaria como gemidos angustiosos.