A la cabeza, por la ancha calle, un labriego de larga capa parda, tardo, contoneante, lleva la cruz cogida de ambas manos. El manchón del féretro aparece luego. En pos del féretro vienen el negro caparazón rameado en gualdo, los trazos blancos de los sobrepellices, la encendida veste roja del monago… Y detrás el cortejo avanza en pintoresca confusión de mejillas rapadas, barbas revueltas, bigotes lacios que asoman bajo los anchos sombreros caídos, sobre los enhiestos cuellos de las capas, en el hormigueo indistinto de los trajes negros, grises, azulados, pardos. El maestro Yuste ha muerto. Los clérigos salmodian en voces desiguales, temblorosas, cascadas, que ascienden en arpegios agudos, que bajan en murmullo rumoroso. La vibración rasgada de una campana hiende los aires. El fagot, amplio, repercutiente, sonoroso, resalta sobre las voces flébiles… Los cantos cesan. Reina un momento de silencio aflictivo. Percíbese el moscardoneo de los pies rastreantes. El féretro se tambalea suave y rítmico. La mancha escarlata del acólito va y viene en la negrura. Y de pronto el fagot salta en una harmoniosa nota larga, las voces retornan a su angustioso clamoreo.
El cortejo avanza por la anchurosa calle de bajas casas y grises tapias de corrales. Luego, doblada la esquina desemboca en pleno campo… A la derecha, en una parda loma, luce la ventana azul de una diminuta casa blanca; a la izquierda el cerro de las Trancas se yergue pelado, negro, rasgado por largas vetas grises, ahoyado por socaves amarillentos. Y la llanura desolada, yerma, sombría, se aleja hasta la pincelada imperceptible de las montañas zarcas… El cortejo avanza. Un largo muro blanquecino cierra el horizonte: en un extremo, sobre un montón de piedras, una tabla alargada, negros jirones…
En frente de la puerta, al final del estrecho camino que cruza el cementerio, se abre la capilla. Es una capilla reducida. En el fondo se levanta el ara desnuda de un altar. Sobre el ara colocan el sencillo féretro. Y poco a poco los acompañantes se retiran. Y el féretro, resaltante en el blanco muro, queda sólo en la capilla diminuta. Azorín lo contempla un momento: luego, lentamente, sumido en un estupor doloroso, da la vuelta al espacioso recinto del camposanto. El piso, seco, negruzco, sin un árbol, sin un follaje verde, se extiende en hondonadas y alterones. El sol refulge en los cristales empolvados, en las letras doradas, en los azabaches de vetustas coronas. Tras el vidrio de un nicho, apoyada en la losa, una fotografía enrojecida se va destiñendo… Y ya en la mancha indecisa sólo quedan los cuadros de una alfombra, los torneados pilares de una balaustrada, los pasamanos de un ancho vestido de miriñaque.
Azorín siente una angustia abrumadora. A lo lejos, por la senda del centro, avanza un grupo de labriegos. Al andar, entre los negros trajes, aparece de cuando en cuando, rápidamente, una mancha de vívida blancura. El grupo entra en la capilla. Azorín se acerca. En el suelo reposa una caja. La caja está cubierta de cristales. Y dentro, con las finas manos juntas, con las mejillas artificiosamente amapoladas, yace una niña de quince años. Hombres y mujeres hablan tranquilamente sobre el modo de enterrarla: uno de los asistentes la mira y dice sonriendo: «¡El sol la ha puesto coloraíca!». La niña parece que va a despertar de un sueño. Lentamente van dejándola sola.
Azorín sale. Al final de una calle de nichos, un hombre vestido con un chaquetón pardo, da, arrodillado, fuertes piquetazos en la tapa de una terrera tumba. Todos los que han traído la transparente caja de la «mocica» se agrupan en su torno. Al lado de Azorín, en los brazos de una campesina un niño ronca sonoramente. A cada embate de la piqueta el humano cerco se condensa. El negro agujero se va ensanchando. La débil paredilla cede por fin y la siniestra oquedad queda completamente al descubierto. Todos miran ávidamente: los rostros se inclinan ansiosos: un niño se acerca gateando: una vieja encorvada explica quien fuera allí enterrado años atrás. El sepulturero mete el busto en el nicho y forcejea. Un labriego exclama festivamente: «¡Arrempujarlo pa que se quede dentro!». Y todos ríen.
El sepulturero forcejea. La caja, pegada a tierra con la humedad, se resiste. La mujer del sepulturero trae un capazo. Y entonces el hombre rompe las podridas tablas y va sacando a puñados tierra negruzca, trapos, huesos amarillentos. Entre la concurrencia, una fornida moza observa: «¡Repara cómo lo coge!». El sepulturero levanta la cara estúpidamente inexpresiva, tiende un momento su mirada lúbrica por el rostro colorado de la moza, por sus abombados pechos, por sus anchas caderas incitantes, y exclama, tras de simular un ligero ronquido: «¡Así te cogeré yo cuando te mueras!». Después, inclinándose de nuevo, saca del nicho una hinchada bota y la sacude en la pared con grandes golpes. La tierra negra salta: los circunstantes retroceden, se alejan, desfilan indolentes, aquí, allá, ante los nichos, desaparecen.
Azorín regresa solo por el camino tortuoso. La tarde muere. La llanura se esfuma tétrica. Y en el cielo una enorme nube roja en forma de fantástica nave camina lenta.