Yuste y Azorín han ido al Pulpillo. El Pulpillo es una de las grandes llanuras yeclanas. Amplios cuadros de viñas vense entre dilatadas piezas de sembradura, y los olivares se extienden a lo lejos, por las lomas amarillentas, en diminutos manchones grises, simétricos, uniformes. Perdida en el llano infinito aparece de cuando en cuando una casa de labor; las yuntas caminan tardas, en la lejanía, rasgando en paralelas huellas la tierra negruzca. Y un camino blanco, en violentos recodos, culebrea entre la verdura del sembrado, se pierde, ensanchándose, estrechándose, en el confín remoto.
En los días grises del otoño, o en Marzo, cuando el invierno finaliza, se siente en esta planada silenciosa el espíritu austero de la España clásica, de los místicos inflexibles, de los capitanes tétricos —como Alba—; de los pintores tormentarios[102] —como Theotocópuli—; de las almas tumultuosas y desasosegadas —como Palafox, Teresa de Jesús, Larra…—. El cielo es ceniciento; la tierra es negruzca: lomas rojizas, lomas grises, remotas siluetas azules cierran el horizonte. El viento ruge a intervalos. El silencio es solemne. Y la llanura solitaria, tétrica, suscita las meditaciones desoladoras, los éxtasis, los raptos, los anonadamientos de la energía, las exaltaciones de la fe ardiente…
Hay en el Pulpillo tres o cuatro casas de labranza juntas; una de ellas es la del Obispo. A esta han venido Yuste y Azorín. Es un vetusto edificio enjalbegado de cal amarillenta: tiene cuatro balcones diminutos; ante la casa se extiende un huerto abandonado, con las tapias ruinosas. Y en uno de los ángulos del huerto, dos negruzcos cipreses elevan al cielo sus copas desmochadas[103].
El maestro ama esta llanura solitaria; aquí se olvida por unos días de los hombres y de las cosas. La casa está rodeada de una vieja alameda: al final surte una fuente que llena una ancha balsa. Y Yuste, en estos días grises, pero templados, de los comienzos de la primavera, pasea entre los árboles desnudos, se sienta junto al manantial cristalino, escucha el susurro del agua que cae en el estanque cubierto de un suave légamo verde. Y en esta soledad, en este sosiego sedante, lee una página de Montaigne, unos versos de Leopardi, mientras el agua canta y la tierra —la madre tierra— calla en sus infinitos verdes sembrados, en sus infinitos olivos seculares.
Esta mañana Yuste y Azorín han ido a una de las casas del contorno: una casa de la familia de Iluminada. En la cocina han encontrado al Abuelo: el Abuelo es un viejo, padre del arrendatario, que ha trabajado mucho durante su vida ruda, y ahora que ya no puede hacer las faenas del campo, permanece junto al fuego, haciendo labores de esparto, cuidando de su nieta. Yuste y Azorín se han sentado junto al Abuelo.
—Yo no sé —ha dicho el maestro— cuál será el porvenir de toda esta clase labradora, que es el sostén del Estado, y ha sido, en realidad, la base de la civilización occidental, de veinte siglos de civilización cristiana… Nota, Azorín, que la emigración del campo a la ciudad es cada vez mayor: la ciudad se nos lleva todo lo más sano, lo más fuerte, lo más inteligente del campo. Todos quieren ser artesanos, todos quieren dejarse el urbano bigote, símbolo, al parecer, de un más delicado intelecto… Así, dentro de treinta, cuarenta, cien años, si se quiere, no quedará en el campo más que una masa de hombres ininteligentes, automáticos, incapaces de un trabajo reflexivo, incapaces de aplicar a la tierra nuevos y hábiles cultivos que la hagan producir doblemente, que hagan de la agricultura una industria… Además, observa que la pequeña propiedad va desapareciendo: en Yecla, la usura acaba por momentos con los pequeños labradores que sólo disponen de tierras reducidas. Usureros, negociantes, grandes propietarios van acaparando las tierras y formando lentamente vastas fortunas… ¿Llegará un día en que la pequeña propiedad acabe, es decir, en que surja el monopolio de la tierra, el trust de la tierra? Yo no lo sé: quizás en España está aún lejano el día, pero en otros países, en Francia, por ejemplo, ya se ha dado la voz de alarma… Un día —se ha dicho— el absentismo, la usura, las hipotecas, el exceso de tributos, pondrán la propiedad rústica en manos de los bancos de crédito, de los grandes financieros, de los grandes rentistas: entonces se formará una liga —porque la liga favorecerá el esfuerzo común—, las máquinas harán su entrada triunfal en los campos, y la tierra, hasta aquí mezquinamente labrada, será magnánima y reaciamente fecundada. ¡Figúrate lo que estos campos yeclanos, en los que sólo de legua en legua se ve una yunta, serán entonces con legiones de obreros bien trajeados y comidos, con máquinas que rápidamente realizan los expertos trabajos dirigidos por ingenieros agrícolas!…
—Pero para llegar a eso —observa Azorín— habrá que pasar por la lucha terrible que el labriego que se ve desposeído de su tierra entablará.
—No, no —replica el maestro—, la evolución es lenta. Hoy mismo, ¿quién niega que en España la pequeña propiedad se extingue? El labriego se acostumbrará prontamente al nuevo estado de cosas, tanto más cuanto que sus salarios serán más altos… Y los productos de la tierra desde luego, serán más baratos y de mejor calidad… Yo no digo que se forme un monopolio único, pero es innegable que las compañías financieras y los bancos de crédito, que se hallen en posesión de la tierra y de capitales para explotarla, llevarán al campo las máquinas y los procedimientos industriales, y realizarán una verdadera revolución, es decir, harán que la tierra que hasta ahora ha permanecido poco m nos que estéril, sea fecunda, plenamente fecunda.
El Abuelo calla: sus manos se mueven incesantemente tejiendo el esparto. Sus ojuelos brilladores miran de cuando en cuando a Yuste, y una ligera sonrisa asoma a sus labios.
El maestro, tras larga pausa, prosigue:
—Caminamos rápidamente, Azorín, a una gran transformación social. Yo presiento que van a desaparecer muchas cosas que amo profundamente… Fíjate en que esto que llamamos humanitarismo, es como una nueva religión, como un nuevo dogma. El hombre nuevo es el hombre que espera la justicia social, que vive por ella, para ella, sugestionado, convencido. Todo va convergiendo a este deseo; todos lo esperamos, unos vagamente, otros con vehemencia. El arte, la pedagogía, la literatura, todo se encamina a este fin de mejoramiento social, todo está impregnado de esta ansia… Y de este modo va formándose un dogma tan rígido, tan austero como los antiguos dogmas, un dogma que ha de tener supeditadas y a su servicio a todas las manifestaciones del pensamiento… Hoy ya en las universidades populares de Francia, por ejemplo, que son escuelas obreras, no se puede practicar una pedagogía libre, amplia, sin prejuicios, inutilitaria; sino exclusivamente encaminada al fin de utilidad social. Uno de los profesores, al exponer un plan de estudios, dice que los maestros deberán procurar en sus programas demostrar que «todas las ciencias acaban en el socialismo»… ¿Qué será del arte dentro de poco, si tal cosa se piensa de la ciencia? El arte debe servir para la obra humanitaria, debe ser útil… es decir, es un medio, no un fin… Y vamos a ver cómo se inaugura una nueva crítica que atropelle las obras de arte puro[104], que desconozca los místicos, que se ría de la lírica; y veremos cómo la historia, ese arte tan exquisito y tan moderno, acaba en manos de los nuevos bárbaros… «El período de los estudios imparciales sobre el pasado de la humanidad», ha dicho Renan, «no será quizás muy largo: porque el gusto por la historia es el más aristocrático de los gustos»… Y he aquí por qué yo me siento triste cuando pienso en estas cosas, que son las más altas de la humanidad: en estas cosas que van a ser maltratadas en esta terrible palingenesia, que será fecunda en otras cosas, también muy altas, y muy humanas, y muy justas.
Como llegara el crepúsculo, Yuste y Azorín han dejado la casa de Iluminada, y han dado un paseo por la alameda. El cielo está gris: la llanura está silenciosa.