Esta tarde, que es una calurosa tarde de estío, Yuste y Azorín, mientras llegaba el crepúsculo, se han sentado al borde de una balsa, allá en la huerta.
Junto a la balsa hay unas matas, y en una de estas matas el maestro ha estado mirando atentamente un respetable coleóptero que subía lento y filosófico. Tiene este personaje seis patas; su cabeza es negra, y negro es el caparazón en que están marcados seis puntitos, dos delante, cuatro detrás. El parece un ser grave y meditabundo; él asciende por el tallo despacio, dando grandes manotadas en el aire cuando llega al final de una hoja, como si estuviese ciego. Al llegar a lo último retrocede, desciende, sube a otra rama. A veces parece que va a caer: luego da la vuelta, deja ver su negro abdomen, anillado, pavonado como un arnés, y vuelve a bajar con la misma calma con que ha subido. Otras veces se está inmóvil, meditando profundamente, en el borde de una de las ramillas de esta planta de rabaniza, o mete la cabeza por uno de los redondos agujeros que las orugas han taladrado en las hojas y muestra cómicamente su fino cráneo, con el gesto de un varón grave que hace una gracia discreta.
Yuste siente una profunda admiración por este coleóptero que parece haber leído —¡haber leído y desdeñar!— la Crítica de la razón pura.
—¿Qué pensará este insecto? —pregunta el maestro—. ¿Cómo será la representación que tenga de este mundo? Porque, no me cabe duda de que es un filósofo perfecto. Habrá salido de debajo de una piedra, ya pasados los ardores del día; ha llegado después a esta planta; ha hecho sus ejercicios gimnásticos; ha meditado; ha tenido un instante de ironía elegante al asomarse por el agujero de una hoja… y ahora, satisfecho, tranquilo, se retira otra vez a su casa. Si yo pudiera ponerme en comunicación con él ¡cuántas cosas me diría que no me dice Platón en sus Diálogos, ni Montaigne, ni Schopenhauer!
Y mientras el maestro pensaba así, ha levantado distraídamente una gran piedra. Debajo, recogidos voluptuosamente en la frescura, había una porción de cochinillos[98]. Creo que estos excelentes varones se llaman gloméridos. Y llámense como quiera, es el caso que este espectáculo de veinte o treinta cochinillos, rojizos, negros, grises, que se contraen, que se apelotonan en una bola, que andan de un lado para otro silenciosamente; este espectáculo, digo, ha hecho en Yuste la misma impresión, exactamente la misma, que si se hubiese asomado al umbrío huerto donde Epicuro discurría con sus discípulos…
—Decididamente, querido Azorín —ha dicho el maestro—, yo creo que los insectos, es decir, los artropódidos en general, son los seres más felices de la tierra. Ellos deben de creer, y con razón, que la tierra se ha fabricado para ellos… Ellos pueden gozar plenamente de la Naturaleza, cosa que no le pasa al hombre. Fíjate en que los insectos tienen vista múltiple, es decir, que no necesitan moverse para estar contemplando el paisaje en todas sus direcciones… gozan de lo que podríamos llamar el paisaje integral. Además, hay insectos, como los dictilos, que nadan, vuelan y andan.
¡Qué placer, dominar en estos tres elementos!… Ahí tienes en esa balsa esos seres, o sea los girinos, que están jovialmente patinando, corriendo sobre la superficie, trazando círculos, yendo, viniendo… ¿Puede darse una vida más feliz? ¡El mundo es de ellos! ¿Y cómo no han de creerlo así? Existen sobre un millón de especies de artropódidos, número enorme comparado con el de los vertebrado… ¿Cómo no han de estar convencidos de que la tierra se ha hecho para ellos?… ¡Yo los admiro!… Yo admiro las ambarinas escolopendras, buscadoras de obscuridad: las arañas tejedoras, tan despiadadas, tan nietzschianas; las libélulas, aristocráticas y volubles; los dorados cetonios que semejan voladoras piedras centelleantes: los anobios que corean la madera y nos desazonan por las noches, en las solitarias cámaras, con un cric crac misterioso: los grillos; poemáticos, cantores eternos en las augustas noches del verano… A todos, a todos yo los amo; yo los creo felices, sabios, dueños de la naturaleza, gozadores de un inefable antropocentrismo… ¡Ellos son más dichosos que el hombre!
Y el maestro ha callado un momento, tristemente, con cierta secreta envidia de ser un girino, un anobio, un melitófilo.
—Los melitófilos, sobre todo, me entusiasman —ha añadido después—: son noctámbulos: viven de noche, como esas buenas gentes que van a la cuarta de Apolo[99], porque ellos han comprendido que todo lo normal es feo, y, al igual que el gran poeta —Baudelaire— aman lo artificial… Un naturalista cuenta de ellos que «salen de sus escondrijos para divagar a favor de la noche por las flores, las yerbas y otros arbustos aromáticos, y para comer en compañía de las fugaces mariposas, de las moscas vivarachas y de las asiduas abejas». ¿Puede darse una más beata y sublime existencia? Ese naturalista añade que los melitófilos «saben apreciar los delicados goces que ofrecen las hojas verdes, los hongos putrefactos y las sustancias que han pasado ya por el cuerpo de mamíferos que se alimentan de vegetales»… ¡Los delicados goces! ¡Y en las noches sosegadas del estío, junto a una bella mariposa o una simpática abeja! ¡Y yo me creo feliz porque he leído a Renan y he visto los cuadros del Greco y he oído la música de Rossini!… No, no, la tierra no es de nosotros, pobres hombres que sólo tenemos dos ojos, cuando los insectos tienen tantos, desdichados hombres que sólo tenemos cinco sentidos, cuando en la naturaleza hay tantas cosas que ni siquiera sospechamos…
Yuste; decididamente, se ha creído inferior a uno de estos girinos que corren frívolamente sobre el agua. Y en este suave crepúsculo de verano, mientras las estrellas comienzan a parpadear y cantan en inmenso y dulce coro los grillos, el maestro y Azorín han vuelto a la ciudad silenciosos, acaso un poco mohínos, tal vez un poco humillados por la soberbia felicidad de tantos insignificantes seres.