—Estos son los sermones de Bourdaloue[87], el mejor predicador del siglo XVII. —Y Ortuño señala en el estante una fila de vetustos volúmenes—. Bourdaloue puso verde a Luis XIV y a su corte… Entonces se podían hacer esas cosas; hoy hay menos resignación y más herejías.
Luego, tras una pausa:
—Toda la culpa de las herejías la tienen las mujeres. Y si no ahí están Lutero, Ardieta[88] Ferrándiz[89]…,
Ortuño es un clérigo joven, fervoroso, verecundo, ingenuo. En el despacho, en el testero del fondo, un estante repleto de eclesiásticos libros: Lárraga[90] y Sala[91], los moralistas; Liberatore[92], el filósofo; Nonnotte[93] el impugnador de Voltaire; el Sermonario de Troncoso[94]; las obras untuosas de San Alfonso María de Ligorio[95],. En las paredes, una oleografía chillona de la Concepción, y otra chillona oleografía del Cristo velazqueño: En un rincón una mesa ministro; sobre la mesa, arrimados a la pared, dos voluminosos breviarios, y encima un crucifijo. Detrás de la puerta una percha con d ancho manteo y la teja. Y en el centro de la estancia, una camilla forrada de hule negro, y en la negrura del hule los folletos pajizos del Apostolado de la Prensa, los números, rojos, azules, amarillos, de la Revista eclesiástica de Valladolid.
Ortuño discurre sobre su tema predilecto: el invento de Val. Val es un mecánico habilísimo: ha inventado una bomba para vino y una trituradora de aceituna, intentó construir un automóvil y ahora tiene en las mientes fabricar un torpedo. Ortuño explica el torpedo.
—Se trata de un torpedo eléctrico dirigible a voluntad desde la costa[96]. El que lo dirige conserva en la mano los dos cables, como unas rama/eras. Luego, cuando llega al buque se unen los cables, se enrojece la plancha de platino y estalla el torpedo.
Azorín escucha silencioso; Ríos hace objeciones.
—El torpedo —prosigue Ortuño— lleva una señal que sobresale del agua; todos los torpedos la llevan. Esa señal indicará por dónde marcha el torpedo… y puede ser una bandera, una gavilla de broza o de noche, una luz que refleje hacia atrás. —Después, tras un breve momento de ideación entusiasta, exclama convencido—: ¡Val hará el torpedo como yo no le deje de la mano!
Son las once. A lo lejos, en el santuario, tintinean campanadas graves, campanadas agudas, campanadas que suenan lentas y se apagan en largas vibraciones. El sol entra violentamente por el ancho ventano y hace brillar los pintorescos tejuelos de los libros.
A Ríos, hombre práctico, no le hechizan las sutilezas de la mecánica. Ríos tiene una fábrica de losetas hidráulicas. Las losetas van poco a poco acreditándose. La empresa marcha bien; pero el portland es caro. Ríos ha visto en Cataluña una cantera de portland. Ríos ha traído piedras de esa cantera. Y desasosegado, inquieto, soñador en esta ciudad de soñadores, vidente en esta ciudad de videntes, Ríos recorre los montes en busca de la famosa piedra, sube a los picachos, desciende a los barrancos, habla con los pastores, ofrece propinas a los guardas, trae piedras, lleva piedras, las coteja, las tuesta, las muele, las tritura…
A la tarde, en el taller, Val habla sencillamente de sus trabajos. En un extremo del cobertizo está la fragua; en el otro una máquina de vapor que mueve en confusión de correas, engranajes y ruedecillas, las sierras, los tornos, las terrajas, los perforadores. Val, entre el estridular chirriante de los berbiquís y el resoplido asmático del fuelle, habla de sus inventos. A su trituradora se le hace cruda guerra; los labradores no transigen con el nuevo aparato. Y el nuevo aparato, económico, fuerte, fácilmente manejable, hace inútiles los enormes trujales antiguos y ahorra trabajo en la molienda. La trituradora sería en otro país un negocio excelente: en Yecla, con sus inmensos olivares, con sus mil lóbregas almazaras que funcionan de Diciembre a Mayo, apenas si se construyen cuatro o seis ejemplares. «Sale la pasta muy cernida», dicen. «Hace el aceite malo». No, no, lo malo es la rutina del labrador hostil a toda innovación beneficiosa…
Luego el torpedo surge a lo largo de la charla sobre los adelantos de la mecánica.
—Ortuño —dice Val sonriendo benévolamente al clérigo—, exagera el alcance de mi proyecto. Yo no pretendo hacer ningún portento; yo soy sencillamente un mecánico que se esfuerza en realizar con escrupulosidad las obras que le encargan. Ahí está esa máquina —añade señalando la de vapor—, yo la he fabricado con los escasos medios de mi taller… Construir un torpedo eléctrico no lo tengo por ninguna maravilla; lo importante aquí es darle una dirección determinada. Y eso, el tiempo, si algún día tengo la humorada de emprender los trabajos, dirá si queda o no resuelto…
Mientras, en el hogaril de la fragua, una enorme barra de hierro se caldea al rojo blanco. El fuelle resopla infatigable. La barra pasa al yunque; sobre la roja mácula un muchacho pone la tajadera. Y un fornido mozo va dando sobre la tajadera, espaciados, recios golpazos con el macho.
En el corral, entre herrumbrosas piezas de viejas máquinas, las gallinas escarban, cacarean.