Justina, la pobre, siente grandes agobios en su espíritu. Puche ha ido poco a poco apartándola de los intereses mundanos. Ya Justina, que es una buena muchacha, duda si querer a Azorín es un tremendo pecado. Y como hay Padres de la Iglesia y formidables doctores que afirman gravemente que la carne es una cosa mala, Justina está dispuesta, casi dispuesta, a realizar el gran sacrificio de encerrar sus gentiles formas, su epidermis sedosa, sus turgencias suaves entre las paredes de un convento. ¡Esto es tremendo! Pero ella lo hará: las mujeres son ya las únicas que sienten el atavismo de esta cosa ridícula que llamamos heroísmo…
Sin embargo, Justina está inquieta. ¿Por qué? Ella al principio de su vida contemplativa ha sentido inefables dulzuras; sentía también un enorme entusiasmo, un singular ardimiento. El fenómeno está previsto en los manuales de mística: es cosa esta que les ocurre a todos los místicos noveles; Y después de este entusiasmo se afirma también que sucede un estado de desasosiego, de angustia, de dureza de corazón, de desaliento muy desagradables. Este estado se llama sequedad. Diego Murillo[83], Félix de Alamín[84] y Antonio Arbiol[85], escriben largo y tendido sobre estas sutiles psicologías. Yo no creo que entre los novelistas contemporáneos haya observadores más penetrantes que estos buenos casuistas. Arbiol, sobre todo, es de una fineza y de una sagacidad estupendas, y su libro La religiosa instruida, en que va examinando menudamente la mentalidad de las novicias y profesas, es un admirable estudio de psicología femenina, tan grato de leer como una novela de Bourget o de Prevost.
Justina pasa poco más o menos por todos los trances que los tratadistas expresan en sus tomos respetables. Ahora se halla en este angustioso de la sequedad. Ella está dispuesta desde luego a abandonar el mundo: Puche la tiene ya segura. Pero este desasosiego que ahora siente, estos bulliciosos pensamientos que a veces se escapan hacia Azorín, le dan pena, la mortifican, la humillan demostrándole —¡cosa humana!— que sobre nuestra razón fría, sobre nuestros propósitos de anulación infecunda, está nuestro corazón amoroso, desbordante de sensualidad y de ternura…
Y he aquí, lector, puestos en claro los crueles combates que en el alma de Justina tienen lugar estos días. ¡La pobre sufre mucho! El ángel bueno que llevamos a nuestro lado la empuja suavemente hacia el camino de la perfección; pero el demonio —¡ese eterno enemigo del género humano!— le pone ante los ojos la figura gallarda de un hombre fuerte que la abraza, que pasa sus manos sobre sus cabellos finos, sobre su cuerpo sedoso, que la besa en los labios con un beso largo, muy largo, apasionado, muy apasionado.
Y he aquí que Justina, vencida, anonadada bajo la caricia enervadora, solloza, rompe en un largo gemido, se abandona en voluptuosidad incomparable, mientras el demonio —que habremos de confesar que es una buena persona, puesto que tales cosas logra—, mientras que el demonio la mira con sus ojos fulgurantes y sonríe irónico[86]…