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EL P. Carlos Lasalde[78] es rector del colegio de Escolapios. Algunas tardes Yuste y Azorín van al colegio a conversar con el P. Lasalde. Y allí pasan revista, en una charla discreta y elegante, a todo lo humano y lo divino.

El P. Lasalde es un sabio arqueólogo: ha publicado una memoria sobre las antigüedades del Cerro de los Santos (que es el primer trabajo que se hizo sobre estos dichosos Santos que tanto han dado que hablar a todos los arqueólogos de Europa); ha escrito también una Historia literaria y bibliográfica de las Escuelas Pías, y trabaja muy finos libros de pedagogía infantil para editores de Suiza y Alemania… El P. Lasalde es un hombre delgado, de ojos brilladores, de nariz pronunciada: su cara tiene una rara expresión de inteligencia, de viveza, de candor y malicia —malicia buena— a un mismo tiempo. Es nervioso, excesivamente nervioso; a veces, cuando experimenta una satisfacción o un disgusto, sus manos tiemblan y todo su cuerpo vibra estremecido. Es tolerante, dúctil; habla con dulzura, y pone en la ilación de sus frases largos silencios, mientras sus ojos miran fijamente al suelo, como si su espíritu quedase de pronto absorto en alguna contemplación extrahumana. A los niños el P. Lasalde los trata con delicadeza, con una delicadeza tan enérgica en el fondo, que les pone respeto y hace inútiles los castigos violentos. Él los disuade de sus instintos malos hablándoles, uno por uno, bajito y como de cosas que sólo a ellos dos les importaran: él les halaga cuando ve en ellos un vislumbre de generosidad y de nobleza. Y no grita, no amenaza, no aterra: anda silenciosamente por los dormitorios durante la noche; se fija cuidadosamente en la sala de estudio en cómo trabaja cada uno: los observa y estudia sus juegos cuando retozan por el patio.

El P. Lasalde es un hombre bueno y un hombre sabio. Aquí en su cuarto de este colegio tan espacioso y soleado, él ha puesto cuatro o seis estatuas de las que ha desenterrado en el Cerro de los Santos[79]. Y en los días buenos, mientras el sol entra en tibias oleadas por los balcones abiertos de par en par, Yuste y el P. Lasalde platican como dos sabios helénicos, ante estas estatuas rígidas, hieráticas, simples, con la soberana simplicidad que los egipcios ponían en su escultura.

Esta tarde están en la rectoral, el P. Lasalde, Yuste y Azorín.

Yuste se para ante una estatua y la contempla atentamente. La estatua representa a un hombre de espacioso cráneo calvo, de ancha cara rapada. Sus ojos, en forma de almendra, miran maliciosamente: a los lados de la boca tiene dos gruesas arrugas semicirculares: sus orejas son amplias orejas de perro que bajan hasta cerca del cuello. Y sus labios y la fisonomía toda, se contraen en una franca mueca de burla, en un jovial gesto de ironía.

Este —dice Yuste—, yo sé quién es; yo creo conocerlo… Les diré a ustedes… Este era un sabio natural de Elo… Todos sabemos, o creemos saber, que Elo era una espléndida ciudad situada en lo que hoy es solitaria campiña del Cerro de los Santos… Los orígenes se pierden en la noche de los tiempos, como también decimos y creemos que decimos bien. Parece ser que en edades remotas, allá por 1500 años antes de Cristo, cuando menos, vinieron por acá gentes procedentes del Ganges y del Indo… Luego vinieron fenicios, luego griegos… y entre todos fueron creando, en pintoresca variedad de civilizaciones y de razas, una soberbia ciudad, rodeada de umbríos bosques, en la que había sobre una colina, que es el Cerro de los Santos —única cosa que hoy queda, porque no hemos podido destruir el cerro—, en la que había, digo, un suntuoso templo exornado de estatuas, que son estas estatuas, y habitado por sabios varones, por castas doncellas… Hay quien sospecha que las estatuas encontradas son retratos auténticos de las personas que más se distinguían por su talento y sus virtudes en la ciudad… Yo también lo creo así, y aplaudo sin reservas los sentimientos afectivos y admirativos de estos buenos habitantes de Elo… Pero yo pregunto; este buen señor con orejas de perro, este buen señor que sonríe de tan buena gana y con tan suculenta ironía, ¿quién es?, ¿por qué se le ha entregado a la consideración de la posteridad en tal estado?… Indudablemente, nosotros que hemos inventado la hermenéutica y otras cosas tan sutiles como esta, no podemos hacerles a los elotanos la ofensa de creer que no entendemos el sentido emblemático de esta estatua… ¡Esta estatua representa a un escéptico! ¡Representa a un Sócrates pre-yeclano!… Yo me figuro haberlo conocido. Era un buen señor que no hacía nada, ni odiaba a nadie, ni admiraba a nadie; él iba de casa en casa y se entretenía, como Sócrates, charlando con todo el mundo. Él no odiaba a nadie… pero no creía en muchas cosas en que creían los elotanos e iba lentamente esparciendo la incredulidad —una incredulidad piadosa y fina— de calle en calle y de barrio en barrio. Tanto, que los respetables sacerdotes del templo llegaron a alarmarse, y que las vestales, que también habitaban en este templo, se sintieron también molestas… Pero como este hombre era tan dúctil, tan elegante, tan discreto; como su sátira era tan fina, no había medio de tomar una decisión seria que hubiese puesto en ridículo a los honorables magistrados… Y he aquí que un día, la providencia, que entonces no era nuestra providencia, hizo que este hombre se muriera, porque también los ironistas mueren. Era costumbre en Elo perpetuar en estatua la efigie de los grandes varones, y los sacerdotes, como irónico castigo a un hombre irónico, encargaron esta estatua, con estas grandes orejas caninas, con esta eterna mueca de burla. Y yo quiero creer que esta fue una lección elocuente para la juventud elotana que ya principiaba a soliviantarse contra las muchas cosas respetables que todo el mundo en Elo respetaba… He aquí explicada la verdadera vida de este buen sujeto. (Pasándole suavemente la mano por la calva y acariciándole las orejas).

LASALDE

En cambio vea usted este otro varón digno. (Contemplando la estatua de un hombre anciano; lleva cogido con ambas manos un vaso ligero; va envuelto en una larga túnica de anchos y simétricos pliegues. Y su cara tiene una viva expresión de tristeza, de desconsuelo).

YUSTE

Este es un creyente… tan fervoroso, tan ingenuo, tan silencioso como uno de nuestros labriegos actuales… Y estas dos mujeres que están a su lado; estas dos mujeres con estas tocas, que son ni más ni menos que las mantillas de ahora, son dos yeclanas auténticas. ¡Es maravilloso cómo en estas dos estatuas de remotísimas edades, en estas estatuas tan primarias, se encuentran los rasgos, la fisonomía, la mentalidad, me atrevería a decir, de las yeclanas de ahora, de dos labradoras actuales! Fíjense ustedes en el gesto de resignación melancólica de estas dos estatuas, en la expresión de la boca, en la mirada ingenua, un poco vaga, con cierto indefinido matiz de estupor y de angustia… Yo creo que estas dos mujeres que esculpió un artista egipcio, son dos yeclanas que vienen con sus mantillas de la novena y acaban de pedir a un santo de su predilección que este año haya buena cosecha[80]

LASALDE

¿Y este caballero? (Señalando la estatua de otro serio varón). A mi parecer es un hierofanta repleto de las misteriosas artes de la cabala… tiene cierto aire pedagógico.

AZORÍN

Sí, es un pedagogo.

YUSTE

El gesto es de suficiencia: hoy no vacilaríamos’ en afirmar que este hombre es un sociólogo… Tal vez este señor en los ratos que la liturgia le dejó libres, compuso un voluminoso y sabio tratado sobre algún Estado ideal… como Platón y Tomás Moro.

AZORÍN

Y sería, como Platón, un autoritario.

YUSTE

Un autoritario de buena fe. Hoy, Renan y Flaubert, que también querían un Estado regido por intelectuales, hubieran sido unos tiranos adorables.

LASALDE

¡Utopías! ¡Utopías! Platón, que era una excelente persona… una persona digna de ser cristiana… llegó en ocasiones a ponerse en ridículo, llevado de su fantasía desenfrenada.

YUSTE

Platón suprime la propiedad, con lo cual se adelanta un poco a Proudhon: e iguala a las mujeres y a los hombres en derechos y deberes, con lo cual merece la gratitud de los feministas contemporáneos. ¿Cómo no han de ser iguales las mujeres a los hombres —dice él si sabemos que las perras sirven tan perfectamente como los perros para la caza y para la guarda de las casas?

LASALDE

El argumento no es muy espiritual.

YUSTE

No, el argumento es digno de que le consideremos interpolado subrepticiamente en las obras del maestro por algún ingenio satírico y misógino… por Aristófanes, verbigracia, que tanto se chanceó del feminismo platónico.

LASALDE

Sin embargo, Platón, con todas sus fantasías tan minuciosamente expuestas, se queda en idealismo muy a la zaga de Tomás Moro.

YUSTE

Moro ya casi no es un soñador, sino un hombre que ha visto lo que pinta… Tales son los pelos y señales que da de su maravillosa isla de Utopía. Esta isla tiene de ancho doscientos mil pasos; pero por los extremos, dice Moro, ingenuamente, es más estrecha, casi puntiaguda, de modo que bien se puede decir, sin faltar a la verdad, que se parece a la luna en menguante… Aquí, como es natural, todos los habitantes son muy felices, lo más felices que se puede ser en una isla. Así como ahora en las naciones modernas hay un servicio que se llama militar, en Utopía hay uno también, pero es agrícola…

¡Servicio agrícola obligatorio! Cada ciudadano trabaja la tierra durante dos años; luego es reemplazado por otro, y se retira a la ciudad… La capital del reino se llama Amauroto; la constitución del Estado es muy sencilla: todos los años se elige unos magistrados, que se llaman philarcas; estos son en número de mil doscientos, y a su vez eligen a un príncipe. Y como estas elecciones son anuales, se puede decir que los utopianos pasan la vida santamente entre cultivar la tierra y visitar los colegios electorales… Y si a esto se añade que hablan un idioma extremadamente armonioso, en el cual los candidatos lanzarán discursos estupendos a sus electores, quedará sentado firmemente que Utopía es la mejor de las islas imaginadas… Moro llega a citar algunas frases en el idioma del país. Así para decir que Utopos —o sea el fundador de la nación y autor de un istmo que hizo que esta tierra fuese isla—; para decir: Utopos hizo una isla de lo que no lo era, se emplean nada menos que las siguientes grandilocuentes palabras: Utopos ha loccas penla Chamapolta chamaan… ¡Imaginémonos lo que sería en esta lengua un discurso de uno de nuestros parlamentarios!

LASALDE

(Sonriendo). Yo me quedo con Campanella[81]

YUSTE

¡Ah, Campanella! Campanella ya es el prototipo del hombre ardiente, inflexible, visionario de un ideal que ansía realizar en sus detalles más triviales. Campanella es uno de esos hombres que quieren hacernos felices a la fuerza… así como a los niños se les hace tragar el aceite de ricino que ha de sanarlos… Campanena no quiere que en su ciudad del Sol tenga nadie nada. Todo es de todos; todos viven como en un cuartel inmenso, y todo se hace uniformemente, geométricamente. La ciudad se compone de siete círculos concéntricos; el supremo magistrado se llama Hoh, los subalternos o ministros, Pon, Sin, Mor… Hasta los nombres son breves, rápidos. ¡Fuera lo inútil, fuera el arte, fuera la voluptuosidad! Hasta hay un médico, llamado magíster generationis, encargado de velar por el estricto, pero muy estricto, cumplimiento del precepto bíblico…

LASALDE

Todo es ensueño… vanidad… El hombre se esfuerza vanamente por hacer un paraíso de la tierra… ¡Y la tierra es un breve tránsito!… ¡Siempre habrá dolor entre nosotros!

YUSTE

Pero el hombre es perfectible: Condorcet tiene razón. Y es el primero que lo ha dicho de un modo terminante, sistemático… ¿Usted no lo cree así? ¿Usted cree que un español de ahora es igual a un romano de la decadencia?… Ha evolucionado el matrimonio, la patria potestad, el derecho de propiedad. Si en Roma un patricio compra una estatua de Fidias y anuncia su propósito de hacerla pedazos, todo el mundo hubiera permanecido indiferente: estaba en su derecho… jus utendi et abutendi… Pero hoy un señor millonario compra La Rendición de Breda y pone un comunicado en los periódicos diciendo que va a quemarlo… ¿Usted cree que lo quema? ¿Usted cree que tiene derecho a quemar esta cosa que es suya legalmente y con la cual legalmente puede hacer lo que quiera?

LASALDE

Yo creo… En un libro viejo castellano que se llama El Criticón, y que usted conoce y sabe que es del jesuita Gracián, un hombre un poco estrafalario, pero de viva inteligencia… en El Criticón hay un cuentecillo o fábula que, poco más o menos, es el siguiente: una vez castigaron a un malhechor metiéndole en una cueva llena de fieras. Las fieras no le hicieron nada a este hombre, y él daba gritos para que algún pasajero acudiese en su auxilio. Pasó efectivamente uno, y al oír los gritos se acercó a la cueva y quitó la piedra que la cerraba. Inmediatamente salió un león, y con gran sorpresa del viajero, en vez de abalanzarse a él y destrozarlo, se le acercó y le lamió las manos. Luego salió un tigre y también hizo lo mismo; después salieron las demás fieras y todas le fueron acariciando… Hasta que por último salió el hombre y se arrojó a él, le robó y le quitó la vida. «Juzga tú ahora —creo que termina Gracián diciendo— cuáles son más crueles: los hombres o las fieras…»[82] (Con tristeza; lentamente). Esto quiere decir, amigo Yuste, que como habrá siempre ricos y pobres sobre la tierra, habrá siempre buenos y malos, y que no está aquí nuestro paraíso… ¡no está aquí!… sino allá donde mora Quien a todos nos ama y nos perdona… Y vea usted cómo estas dos pobres yeclanas (señalando las estatuas de las dos mujeres) que aman, que creen y que esperan, que son pobres campesinas que ni aun saben leer… vea usted cómo a mí me parecen más sabias… ¡porque tienen fe y amor!… más sabias que este hombre vano (señalando a la estatua del hombre orejudo) que de todo se ríe… (Con dulzura). ¿No le parece a usted así, amigo Yuste?

YUSTE

(Con fervorosa sinceridad). Sí, sí, yo lo creo, yo lo creo…

LASALDE

Pues entonces tengamos fe, amigo Yuste, tengamos fe… Y consideremos como un crimen muy grande el quitar la fe… ¡que es la vida!… a una pobre mujer, a un labriego, a un niño… Ellos son felices porque creen: ellos soportan el dolor porque esperan… Yo también creo como ellos, y me considero el último de ellos… porque la ciencia no es nada al lado de la humildad sincera…

El P. Lasalde ha callado. Sus palabras han caído lentas, solemnes, abrumadoras sobre el maestro. Y el maestro ha pensado que sus lecturas, sus libros, sus ironías eran una cosa despreciable junto a la fe espontánea de una pobre vieja. Y el maestro se ha sentido triste y se ha tenido lástima a sí mismo.