Noche de Jueves Santo. A las diez Azorín ha ido con Justina a visitar los monumentos. Hace un tiempo templado de Marzo; clarea la luna en las anchas calles; la ciudad está en reposo. Y es una sensación extraña, indefinible, dolorosa casi, esta peregrinación de iglesia en iglesia, en este día solemne, en esta noche tranquila de esta vetusta ciudad sombría. Azorín siente algo como una intensa voluptuosidad estética ante el espectáculo de un catolicismo trágico, practicado por una multitud austera, en un pueblo tétrico… Poco a poco, los labriegos, que han llegado de los campos lejanos, se han retirado, cansados de todo el día de procesiones y prácticas. A primera hora de la noche un negro hormigueo de devotos va de una en otra iglesia; luego lentamente la concurrencia disminuye, se disgrega, desaparece. Y sólo, ante los monumentos, donde titilean los cirios de llamas alargadas, ondulantes, alguna devota suspira en largos gemidos angustiosos.
Azorín ha estado con Justina en San Roque. Delante iban Justina y Azorín, detrás Iluminada y la madre de Justina. San Roque es una iglesia diminuta, acaso la más antigua de Yecla. Se reduce a una nave baja, de dos techos inclinados, sostenidos por un ancho arco ligeramente ojival. En la techumbre se ven las vigas patinosas; en el fondo destaca un altar sencillo. Y un Cristo exangüe, amoratado, yace en el suelo, sobre un roído paño negro, entre cuatro blandones. Algo como el espíritu del catolicismo español, tan austero, tan simple, tan sombrío; algo como el alma de nuestros místicos inflexibles; algo como la fe de un pueblo ingenuo y fervoroso, se respira en este ámbito pobre, ante este Cristo que reposa sencillamente en tierra, sin luminarias y sin flores. Y Azorín ha sentido un momento, emocionado, silencioso, toda la tremenda belleza de esta religión de hombres sencillos y duros.
Desde San Roque la comitiva ha ido a la iglesia del Colegio, que está a dos pasos. Aquí ya la devoción seudoelegante ha emperejilado el monumento de ramos colorinescos, bambalinas, velas rizadas. Azorín piensa en el detestable gusto de estas piadosas tramoyas, en el desmayo lamentable con que clérigos y devotos exornan altares y santos. Vienen a su memoria los enormes ramos hieráticos de mil colores, las capas en forma de embudo, las manos cuajadas de recios anillos, las enormes coronas de plata que se bambolean en la cabeza de las vírgenes. Y junto a la simplicidad sugestionadora del Cristo de San Roque, todo este aparato estrepitoso y frívolo, le parece así como un nuevo martirio que las buenas devotas y los buenos clérigos —buenos, sí, pero un poco impertinentes— imponen a sus amadas vírgenes, a sus amados santos.
Del Colegio dirígense a las Monjas. Azorín, mientras recorren la ancha calle, habla con Justina. Acaso sea esta la última vez que hable con ella; acaso va a quedar rota para siempre esta simpatía melancólica —más que amor— de un espíritu por otro espíritu.
El monumento de las Monjas y el de la capilla del Asilo, que está al lado, son también dos monumentos muy adornados con todas las mil cosas encantadoramente inútiles que las mujeres ponen —para dicha de los humanos— en los monumentos y en la vida. Azorín, en tanto que la comitiva reza, piensa en estas señoras que viven encerradas, lejos del mundo, sosegadas, silenciosas. Todo es la imagen —piensa—, y como el mundo es nuestra representación, la vida apagada de una monja es tan intensa como la vida tumultuosa de un gran industrial norteamericano. Y es desde luego más artística… con sus silencios augustos, con sus movimientos lentos y majestuosos, con sus rituales misteriosos, con sus hábitos blancos con cruces coloradas, o negros con blancas tocas. Y siendo su vida más artística, es más moral, más justa y más humana.
De aquí, van luego a San Cayetano y luego a la iglesia del Hospital. Esta iglesia es también pobre, pero con esa pobreza vergonzante de un estilo barroco, que es el más hórrido de los estilos cuando no se ejecuta espléndidamente. Marchan luego a la iglesia Vieja, ojival, de una sola nave alta y airosa. La torre es un gallardo ejemplar del Renacimiento; tiene fuera, bajo la balaustrada, una greca de cabezas humanas en expresiones tormentarias; y dentro, las ménsulas que rematan los nervios de las bovedillas, son dos cabezas, de hombre y de mujer, tan juntas y de tal gesto, que parece que están unidas en un eterno beso de voluptuosidad y de dolor… En la ancha nave no hay nadie; reposa en un silencio augusto. Las llamas de las velas chisporrotean, y apenas marcan un diminuto círculo luminoso, ahogado, oprimido por las densas tinieblas en que están sumidas las capillas y las altas bóvedas.
De la iglesia Vieja van a Santa Bárbara —la simpática iglesia— y de Santa Bárbara al Niño —la reciente, chillona y amazacotada iglesia, obra maestra de un arquitecto rudimentario.
El diálogo entre Azorín y Justina —entrecortado de largos silencios, esos largos y enfermizos silencios del dialogar yeclano— ha cesado. Y llega lo irreparable, la ruptura dulce, suave, pero absoluta, definitiva. Y se ha realizado todo sin frases expresas, sin palabras terminantes, sin repeticiones enojosas… en alusiones lejanas, casi en presentimientos, en ese diálogo instintivo y silencioso de dos almas que se sienten y que apenas necesitan incoar una palabra, esbozar un gesto.
La última estación es la iglesia Nueva. Sus anchas naves clásicas están silenciosas. La comitiva reza un momento y sale. La luna ilumina las anchas calles solitarias. En el cielo pálido se destaca la inmensa mole del templo. Está construido de piedra blanca, tan arenisca, que se va deshaciendo, deshaciendo… Ya los dinteles de las puertas, las cornisas, la parte superior de los muros, la iglesia toda, tiene un desolador aspecto de ruina. Y Azorín piensa en la inmensa cantidad de energía, de fe y de entusiasmo, empleada durante un siglo para levantar esta iglesia, esta iglesia que apenas acabada ya se está desmoronando, disgregándose en la Nada, perdiéndose en la inexorable y escondida corriente de las cosas.