Hace una tarde gris, monótona. Cae una lluvia menuda, incesante, interminable. Las calles están desiertas. De cuando en cuando suenan pasos precipitados sobre la acera, y pasa un labriego envuelto en una manta. Y las horas transcurren lentas, eternas…
Yuste y Azorín no han podido esta tarde dar su paseo acostumbrado. En el despacho del maestro, hablan a intervalos, y en las largas pausas escuchan el regurgitar de las canales y el ruido intercadente de las goteras… Una hora suena a lo lejos en campanadas imperceptibles; se oye el grito largo, modulado, de un vendedor.
Azorín observa:
—Es raro como estos gritos parecen lamentos, súplicas… melopeas extrañas…
Y Yuste replica:
—Observa esto: los gritos de las grandes ciudades, de Madrid, son rápidos, secos, sin relumbres de idealidad… Los de provincias aún son artísticos, largos, plañideros… tiernos, melancólicos… Y es que en las grandes ciudades no se tiene tiempo, se quiere aprovechar el minuto, se vive febrilmente… y esta pequeña obra de arte, como toda obra de arte, exige tiempo… y el tiempo que un vendedor pierda en ella, puede emplearlo en otra cosa… Repara en este detalle insignificante, que revela toda una fase de nuestra vida artística… Lo mismo que un vendedor callejero suprime el arte, porque trabaja rápidamente, lo suprime un novelista, un crítico. Así, hemos llegado a escribir una novela o un estudio crítico mecánicamente, como una máquina puede construir botones o alfileres… De ahí el que se vaya perdiendo la conciencia, la escrupulosidad, y aumenten los subterfugios, las supercherías, los tranquillos del estilo…
Yuste se para y coge un libro del estante. Después añade:
—Lo que da la medida de un artista es su sentimiento de la naturaleza, del paisaje… Un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje… Es una emoción completamente, casi completamente moderna. En Francia sólo data de Rousseau y Bernardino de Saint-Pierre… En España, fuera de algún poeta primitivo, yo creo que sólo la ha sentido Fray Luis de León en sus Nombres de Cristo… Pues bien; para mí el paisaje es el grado más alto del arte literario… ¡Y qué pocos llegan a él!… Mira este libro; lo he escogido porque a su autor se le ha elogiado como un soberbio descripcionista… Y ahora verás, prácticamente, en esta lección de técnica literaria, cuáles son los subterfugios y tranquillos de que te hablaba antes… Ante todo la comparación es el más grave de ellos. Comparar es evadir la dificultad… es algo primitivo, infantil… una superchería que no debe emplear ningún artista… He aquí la página:
En el inmenso valle, los naranjales como un oleaje aterciopelado: las cercas y vallados de vegetación menos obscura, cortando la tierra carmesí en geométricas formas: los grupos de palmeras agitando sus surtidores de plumas, como chorros de hojas que quisieran tocar al cielo cayendo después con lánguido desmayo; villas azules y de color de rosa, entre macizos de jardinería; blancas alquerías ocultas tras el verde bullir de un bosquecillo; las altas chimeneas de las máquinas de riego, amarillentas como cirios con la punta chamuscada; Alcira, con sus casas apiñadas en la isla y desbordándose en la orilla opuesta, todo ello de un color mate de huevo, acribillado de ventanitas, como roído por una viruela de negros agujeros. Más allá, Carcagente, la ciudad rival, envuelta en el cinturón de sus frondosos huertos; por la parte del mar, las montañas angulosas esquinadas, con aristas que de lejos semejan los fantásticos castillos imaginados por Doré, y en el extremo opuesto los pueblos de la Ribera alta, flotando en los lagos de esmeralda de sus huertos, las lejanas montañas de tono violeta, y el sol que comenzaba a descender como un erizo de oro, resbalando entre las gasas formadas por la evaporación del incesante fuego[75]”.
El maestro saca su cajita de plata y prosigue:
—Es una página, una página breve, y nada menos que seis veces recurre en ella el autor a la superchería de la comparación… es decir, seis veces que se trata de producir una sensación desconocida o apelando a otra conocida… que es lo mismo que si yo no pudiendo contar una cosa llamase al vecino para que la contase por mí… Y observa —y esto es lo más grave— que en esa página, a pesar del esfuerzo por expresar el color, no hay nada plástico, tangible… además de que un paisaje es movimiento y ruido, tanto como color, y en esta página el autor sólo se ha preocupado de la pintura… No hay nada plástico en esa página, ninguno de esos pequeños detalles sugestivos, suscitadores de todo un estado de conciencia… ninguno de esos detalles que dan, ellos solos, la sensación total… y que sólo se hallan instintivamente, por instinto artístico, no con el trabajo, ni con la lectura de los maestros… con nada.
Yuste se acerca al estante y coge otro libro.
—Ahora verás —prosigue— otra página… es de un novelista joven, acaso… y sin acaso, entre toda la gente joven el de más originalidad y el de más honda emoción estética…
Y el maestro recita lentamente:
Pocas horas después; en el cuarto de don Lucio. El fuego se va consumiendo en el brasero; una chispa brilla en la obscuridad, sobre la ceniza, como el ojo inyectado de una fiera. Está anocheciendo, y las sombras se han apoderado de los rincones del cuarto. Una candileja, colocada sobre la cómoda, alumbra, de un modo mortecino, la estancia. Se oye cómo caen y se hunden en el silencio del crepúsculo las campanas del Angelus.
«Desde la ventana se perciben, a lo lejos, rumores confusos de dulce y campesina sinfonía, el tañido de las esquilas de los rebaños que vuelven al pueblo, el murmullo del río, que cuenta a la Noche su eterna y monótona queja, y la nota melancólica que modula un sapo en su flauta, nota cristalina que cruza el aire silencioso y desaparece como una estrella errante. En el cielo, de un azul negro intenso, brilla Júpiter con su luz blanca.»[76]
—Ahora —añade el maestro— he aquí cuatro versos escritos hace cinco siglos… Son del más plástico, jugoso y espontáneo de todos los poetas españoles antiguos y modernos: el Arcipreste de Hita… El Arcipreste tiene como nadie el instinto revelador, sugestivo… Su auto-retrato es un fragmento maravilloso… Y aquí en este trozo, que es la estupenda escena en que Trotaconventos seduce a doña Endrina… escena que no ha superado ni aun igualado Rojas… Aquí Trotaconventos llega a casa de la viuda, le ofrece una sortija, la mima con razones dulces, le dice que es un dolor que permanezca triste y sola, que se obstine en vestir de luto… cuando no falta quien bien la quiere… Y dice:
Así estades fija, viuda et mancebilla,
sola y sin compannero, como la tortolilla:
deso creo que estades amariella et magrilla…
Y con solos estos dos adjetivos
amariella et magrilla
queda retratada de un rasguño la dolorida viuda, ojerosa, pálida, enflaquecida, melancólica…
Larga pausa. La lluvia continúa persistente. El agua desciende por los chorradores de zinc en confuso rumor de ebullición. Van palideciendo los tableros de espato de las ventanas.
Azorín dice:
—Observo, maestro, que en la novela contemporánea hay algo más falso que las descripciones, y son los diálogos. El diálogo es artificioso, convencional, literario, excesivamente literario.
—Lee La Gitanilla, de Cervantes —contesta Yuste—; La Gitanilla es… una gitana de quince años, que supongo no ha estado en ninguna Universidad, ni forma parte de ninguna Academia… Pues bien; observa cómo contesta a su amante cuando este se le declara. Le contesta en un discurso enorme, pulido, elegante, filosófico… Y este defecto, esta elocuencia y corrección de los diálogos, insoportables, falsos, va desde Cervantes hasta Galdós… Y en la vida no se habla así; se habla con incoherencias, con pausas, con párrafos breves, incorrectos… naturales… Dista mucho, dista mucho de haber llegado a su perfección la novela. Esta misma coherencia y corrección anti-artísticas —porque es cosa fría— que se censura en el diálogo… se encuentra en la fábula toda… Ante todo, no debe haber fábula… la vida no tiene fábula: es diversa, multiforme, ondulante, contradictoria… todo menos simétrica, geométrica, rígida, como aparece en las novelas… Y por eso, los Goncourt, que son los que, a mi entender, se han acercado más al desiderátum, no dan una vida, sino fragmentos, sensaciones separadas… Y así el personaje, entre dos de esos fragmentos, hará su vida habitual, que no importa al artista, y este no se verá forzado, como en la novela del antiguo régimen, a contarnos tilde por tilde, desde por la mañana hasta la noche, las obras y milagros de su protagonista… cosa absurda, puesto que toda la vida no se puede encajar en un volumen, y bastante haremos si damos diez, veinte, cuarenta sensaciones… (Pausa larga). Este precisamente es defecto capital del teatro, y por eso el teatro es un arte industrial, ajeno a la literatura… En el teatro verás cuatro, seis, ocho personas que no hacen más que lo que el autor ha marcado en su libro, que son esclavos del nudo dramático, que no se preocupan más que de entrar y salir a tiempo… Y cuando se ha cumplido ya su desenlace, cuando el marido ha matado ya a fa mujer, o cuando el amante se ha casado ya con su amada, estos personajes, ¿qué hacen?, pregunta Maeterlinck… Yo cuando voy al teatro y veo a estos hombres que van automáticamente hacia el epílogo, que hablan en un lenguaje que no hablamos nadie, que se mueven en un ambiente de anormalidad —puesto que lo que se nos expone es una aventura, una cosa extraordinaria, no la normalidad—; cuando veo a estos personajes me figuro que son muñecos de madera, y que pasada la representación, un empleado los va guardando cuidadosamente en un estante… Observa además, y esto es esencial, que en el teatro no se puede hacer psicología… o si se hace, ha de ser por los mismos personajes… pero no se pueden expresa r estados de conciencia, ni presentar análisis complicados… Haz que salga a escena Federico Amiel[77]… Nos parecería un majadero… Sí, Hamlet… Hamlet, ya sé… pero ¡cuán poco debe de ser lo que vemos de aquella alma que debió de ser inmensa! Mucho ha hecho Shakespeare, pero a mí se me antoja que su retrato de Hamlet… son vislumbres de una hoguera…
Yuste calló. Y en el silencio del crepúsculo sonaba el ruido monótono de la lluvia.