Ha llegado un redactor de El Imparcial, otro de El Liberal, otro de La Correspondencia, otro del Heraldo. La comisión técnica la forman un capitán de Artillería, un capitán de Ingenieros, un profesor de la Escuela de Artes y Oficios. La comisión examina por la mañana en casa de Quijano el toxpiro[72]. La comisión opina que no marchará el toxpiro. Componen el toxpiro dos, cuatro, seis tubos repletos de pólvora; los tubos van colocados paralelamente en una tabla pintada de negro: el fuego sale por la parte delantera y hace andar el toxpiro. Los técnicos exigieron tiempo atrás que el aparato transportase sesenta kilos de dinamita: Quijano no ha construido aparatos proporcionados. Y la comisión decide que los toxpiros fabricados transporten un kilo y seiscientos gramos de peso representativo de dinamita. La prensa protege los trabajos; un ilustre dramaturgo, un ministro, un exministro, están interesados en el éxito.
Las pruebas se verifican por la tarde, a lo largo de la vía férrea. La ciudad ansia conocer el invento formidable. Los cafés desbordan de gente; se grita, se discute, se ríe. Y las tartanas discurren en argentino cascabeleo por las anchas calles…
Entre las viñas infinitas de la llanura, bajo tórrido sol de Agosto, ‘los curiosos se arremolinan en torno a un caballete de madera. Luego se apartan; Quijano se retira; un muchacho prende el toxpiro. Y el toxpiro parte en violento cabeceo y se abate a cien metros pesadamente… Los periodistas abren asombrados los ojos, el capitán de Artillería se indigna, el público sonríe. Las pruebas continúan: dos, cuatro, seis toxpiros más son disparados. Algunos se arrastran, retroceden, avanzan fatigosos; uno de ellos estalla en tremendo estampido. Y la gente corre desalada serpenteando entre las cepas, las sombrillas vuelan en sinuoso mariposeo sobre los pámpanos.
De vuelta al pueblo, por la noche, la ironía y la indignación rompen en burlas y dicterios. Días antes, Azorín ha mandado a La Correspondencia una calurosa apología de Quijano; La Correspondencia la publica en sitio preferente. El artículo arriba el día mismo de las pruebas infaustas. Y en el Casino, es leído en alta voz entre un corro de oyentes subidos a las sillas. El autor da por definitivamente resuelto el problema del toxpiro; el toxpiro está pronto a las pruebas triunfadoras: el autor lo ha visto «rasgar gallardamente los aires.» «A dos, a cuatro, a seis kilómetros, con velocidades reguladas a voluntad», añade, «enormes cantidades de dinamita podrán ser lanzadas contra un obstáculo cualquiera. ¿Se comprende todo el alcance de la revolución que va a inaugurar la nueva arma? La marina de guerra cambiará por completo; los acorazados serán inútiles. Desde la costa, desde un lanchón, un toxpiro hará estallar la dinamita contra sus recios blindajes y los blindajes volarán en pedazos. España volverá a ser poderosa: Gibraltar será nuestro: las grandes potencias solicitarán nuestra alianza. Y la vieja águila bifronte tornará a revolar majestuosa por Europa…»[73]. Los periodistas conferencian, discuten, vuelven a conferenciar, tornan a discutir. Ellos tenían orden de no telegrafiar si fracasaban los ensayos: el artículo de La Correspondencia les pone en un compromiso.
En casa de Quijano, en el zaguán, el inventor perora ante un grupo de amigos. Alumbra la escena un quinqué mortecino. En el fondo, recostada en una mecedora, una dama mira con ojos melancólicos. Es la esposa del inventor; está enferma del corazón: se le ha hecho creer que las pruebas han sido satisfactorias… Quijano gesticula sentado en una silla con el respaldo inclinado sobre una mesa. A su lado está Lasso de la Vega[74]. Lasso de la Vega es un hidalgo alto, amojamado, vestido de riguroso negro: su cara es cárdena y alongada: recio el negro bigote: reposada y sonora el habla. Junto a él, un hombrecillo de enmarañada barba, enfundado en blanco traje sucio, da de cuando en cuando profundas cabezadas de asentimiento. Dos lindas muchachas pasan y repasan a intervalos entre el grupo.
Quijano afirma que las pruebas resultaron “brillantes’“. La comisión dijo por la mañana que los tubos no marcharían: los tubos han marchado. Se trata de aparatos de ensayo: él no dispone de instrumental adecuado para hacerlos perfectos. La idea es racional: los medios son deficientes.
—Es como si en Yecla un herrero hace una locomotora —añade—; la locomotora no marchará, pero científicamente será buena.
El hombrecillo se inclina convencido: Lasso exclama:
—¡Verdaderamente!
En una estancia próxima preparan la mesa para la cena. Y mientras se percibe el ruido de platos y cubiertos, Lasso lee, con voz sonora y recortada puntuación augusta, una enorme oda inédita que un canónigo de Granada ha endilgado a Quijano. «Covadonga, Lepanto… quebranto… Santiago, Cavite… desquite…» Los platos suenan, los cubiertos tintinean.
A otro día por la mañana, en el despacho de Quijano, uno de los admiradores del inventor le dice gravemente: «Don Alonso, el pueblo está mal impresionado; la ‘comisión y los periodistas consideran las pruebas de ayer como un fracaso. Es preciso que haga usted lo posible por que los aparatos que se han de disparar esta tarde den mejor resultado.» Se discute. Indudablemente, se trata de una mala inteligencia. Los periodistas han creído venir a ver pruebas definitivas: no hay tal cosa. Quijano invitó a El Imparcial a presenciar unos ensayos: los otros periódicos se han creído obligados también a mandar sus redactores.
—Sin embargo —se observa—, los periodistas dicen que hay una carta en que se invita expresamente a El Imparcial a ver pruebas terminantes.
Quijano protesta.
—No, no: conservo el borrador de mi carta.
Y nerviosamente abre el cajón de la mesa, saca un legajo de papeles y busca, rebusca, torna a buscar la carta. La encuentra, por fin, y lee a gritos un párrafo.
—Además —añade—, en la memoria digo que lo que yo pretendo que se vea es que mi aparato es científicamente posible, que tiene una base científica, pero no que yo lo haya construido ya perfecto. —Lee un fragmento de una memoria en folio—. Los periodistas —concluye— han partido de una base falsa.
Y Lasso de la Vega agrega sentenciosamente:
—No tienen espíritu de análisis.
Sin embargo, los periodistas piensan telegrafiar el enorme fracaso; conviene que se vaya a informarles de la verdad exacta. Quijano diputa a Lasso y al hombrecillo del blanco traje. Lasso repite en la puerta:
—No tienen espíritu de análisis.
Los periodistas, gente moza, han pasado la noche en buen jolgorio. A las once van despertando en su cuarto de la fonda. El sol entra violentamente por el balcón sin cortinajes; las maletas yacen abiertas por el suelo. Los periodistas saltan de la cama, se desperezan, se visten. El redactor del Heraldo se frota los dientes con un cepillo, el de La Correspondencia se chapuza en un rincón, el de El Liberal se pone filosóficamente los calcetines. Y Lasso, de pie en medio de la estancia, emprende una patética defensa del toxpiro. Un criado entra y sale trayendo jarros de agua; la puerta golpea: se comenta la zambra; se ríe. Lasso, impertérrito, prosigue hablando:
—Y no debemos maravillarnos de que ayer algunos tubos retrocedieran, por cuanto sabemos que el torpedo marítimo muchas veces vuelve al punto de partida.
Y con el dedo índice traza en el aire un círculo.
A las tres, el tren aguarda. Los curiosos lo asaltan. A dos kilómetros, se detiene. La gente camina por la vía. Quijano, mientras marcha, entre los raíles, lee su memoria, bajo el sol ardoroso, al redactor de La Correspondencia. Los espectadores se diseminan entre las viñas. Reina un momento de silencio. Y la negra tabla parte revolando como un murciélago. Luego se disparan nueve más. Los toxpiros no llevan esta tarde peso representativo de dinamita. Avanzan doscientos, trescientos metros, con desviaciones de treinta y cuarenta. Los periodistas se aburren; a lo lejos el profesor de Artes y Oficios —un señor de traje negro y botas blancas— se da golpecitos en la pierna con un sarmiento.
La comisión y los periodistas suben al tren de regreso a Madrid… El penacho negro de la locomotora pasea en la lejanía sobre la verdura de los pámpanos.
Y por la noche, ante el balcón abierto de par en par, Azorín aperdiga sobre la mesa las cuartillas. Las estrellas hormiguean rutilantes en el pedazo de cielo negro. El cronista traza sobre la primera cuartilla en letras grandes: Epílogo de ‘un sueno. Luego escribe: «La vieja águila española —por mí invocada en la crónica El inventor Quijano— ha vuelto taciturna a sus blasones palatinos, entre el hacecillo de flechas y la simbólica madeja.»
Se detiene indeciso; arregla las cuartillas; moja la pluma; torna a mojar la pluma…