Esta mañana Azorín está furioso. Es indudable que con toda su impasibilidad, con toda su indiferencia, Azorín siente por Justina una pasión que podríamos llamar frenética. Y a primera hora de la mañana, después de la misa de ocho, ha llegado Iluminada y por ella ha sabido el galán enamorado desdichadas y lamentables nuevas. Esta Iluminada es amiga íntima y vecina de Justina; es una muchacha inteligente, vivaz, autoritaria, imperativa. Habla resueltamente, y su cuerpo todo, joven y fuerte, vibra de energía, cada vez que pone su empeño en algo. Iluminada es un genial ejemplar de una voluntad espontánea y libre; sus observaciones serán decisivas y sus gustos, órdenes. Y como esto es bello, como es hermoso este desenvolvimiento incontrastable de una personalidad, en tiempos en que no hay personalidades, Azorín experimenta cierto encanto charlando con Iluminada (se puede decir discretamente y sin que llegue a oídos de Justina); y se complace en ver su gesto, su erguirse gallardo, su andar firme y resuelto, y en observar cómo pasan por ella las simpatías extremadas, los caprichos fugitivos, los desprecios, los odios impetuosos y voraces.
¿Quiere realmente Azorín a Justina? Se puede asegurar que sí; pero es algo a manera de un amor intelectual, de un afecto vago y misterioso, de un ansia que llega a temporadas y a temporadas se marcha. Y ahora, en estos días, en que la decisión del cura Puche en oponerse a tales amoríos se ha manifestado decidida, Azorín ha sentido ante tal contrariedad —y como es natural, según la conocida psicología del amor— un vehemente reverdecimiento de su pasión.
Así las noticias infaustas de la gentilísima Iluminada le han dejado, primero anonadado, y después le han hecho enfurecerse —cosa también harto sabida de los psicólogos—. Y lo primero que se le ha ocurrido es que el maestro tenía razón cuando decía la otra tarde que hay que apelar a la fuerza para cambiar este estado social, y que no hay más remedio que la fuerza[69].
Inmediatamente Azorín ha ido a ver al maestro para significarle su incondicional adhesión. Pero hoy da la casualidad de que hace un día espléndido, y de que además una revista extranjera ha dedicado unos párrafos al maestro, y que sobre todo lo dicho, esta misma mañana Yuste ha recibido una carta de uno de los más brillantes escritores de la gente nueva, que principia así: «Maestro»…
De modo que Yuste que estaba en el mejor de los mundos posibles, sentado en el despacho con su famosa caja de rapé en las manos y recibiendo el sol que entraba por las ventanas abiertas de par en par; Yuste, digo, ha creído prudentemente que las circunstancias imponían cierta reserva ante los acontecimientos, y que una discreta circunspección no era del todo inútil en asuntos cuya resolución entraña gravedad excepcional.
—Además, —ha añadido—, yo creo que el empleo de la fuerza es añadir maldad a la maldad ya existente, es decir, es devolver mal por mal… querer que el bien reine en la humanidad por el esfuerzo que haga el mal para que así sea. Y yo pregunto…
Yuste da dos golpecitos sobre la tabaquera. Indudablemente el maestro se siente hoy parlamentario.
—Y yo pregunto: ¿es lícito reparar el mal con el mal? Platón contestará por mí. Recuerdo, querido Azorín, que aquel amado maestro dijo, en su diálogo titulado Critón, que en ningún caso debe cometerse la injusticia. Su doctrina es la más pura, la más generosa, la más alta que haya nunca conocido la humanidad; es el espíritu mismo de Budha, de Jesús, de todos los grandes amadores de multitudes, es el espíritu de esos hombres el que alienta a través de este diálogo incomparable.
Y el maestro coge del estante un libro y lee:
—¿Luego en manera alguna debe cometerse ninguna otra injusticia? —pregunta Sócrates.
CRITÓN. Sin duda que no.
SÓCRATES. Entonces tampoco debe cometerse injusticia con los que no las hacen, aunque ese pueblo crea que esto es lícito, puesto que tú convienes que en manera alguna debe tal cosa hacerse.
CRITÓN. Eso me parece.
SÓCRATES. ¿Es lícito o no lo es hacer mal a alguna persona?
CRITÓN. No es justo, Sócrates.
SÓCRATES. ¿Es justo, como el vulgo lo cree, volver mal por mal o es injusto?
CRITÓN. Es muy injusto.
SÓCRATES. ¿Es cierto que entre hacer el mal y ser injusto no hay diferencia alguna?
CRITÓN. Lo confieso.
SÓCRATES. Luego nunca debe cometerse injusticia ni volver mal por mal, sea lo que se quiera lo que se nos haya hecho…
Yuste deja el libro y prosigue:
—En nuestros días, Tolstoi se ha hecho el apóstol de las mismas doctrinas. Y ahora verás una carta, precisamente dirigida a revolucionarios españoles, en que está condensado todo su ideal en breves líneas, y que es interesantísimo comparar con el texto citado de Platón…
Se trata de una carta dirigida a los redactores de la Revista Blanca[70]; estos le pidieron un trabajo para su almanaque anual, y Tolstoi les contesta lo siguiente:
He recibido vuestra carta, invitándome a escribir en el Almanaque para el próximo año, en momentos bien críticos para mí, como criatura mortal, a la par que para vosotros, en calidad de españoles.
Ayer mismo leí una de esas revueltas tan frecuentes en España, ignoro si por culpa de los malos gobiernos o por la miseria que sufre el trabajador español, aunque bien puede ser por ambas cosas a la vez. Me refiero a Sevilla, donde las pasiones de los hombres, que yo creo malos, han hecho derramar sangre otra vez.
No es el camino de la violencia el que nos conducirá a la paz deseada: es la misma paz, o mejor, la rebeldía pasiva.
Con que los esclavos, todos los esclavos víctimas de los modernos fariseos, que envenenan y explotan las almas, se cruzaran de brazos, la hora del humilde habría llegado. De modo tan sencillo rodarían por tierra los ídolos, los dioses personales que han venido a sustituir a los impersonales del verdadero cristianismo.
Y, sin embargo, la sangre continúa derramándose en todas partes, como en los mejores tiempos de la barbarie. Las clases directoras civilizan y educan a cañonazos; los dirigidos procuran su bienestar armándose de aprestos destructores.
No es ese el camino.
Moriré sin ver bien inclinados a los hombres. No será por mi culpa, y esto me consuela.
Dispensad, señores redactores de La Revista Blanca, de Madrid, si mi delicada salud no me permite complacerles como hubiese querido, con fe, porque en España hay mucho que hacer; pero no puedo atenderles, y creo que es tarde para que otro día hable de ese país, que tanta analogía guarda con el que me vio nacer.
Considerad hermano vuestro a:
León Tolstoi.
Yuste calla un momento. Luego añade:
—Estas son las palabras de un hombre sabio y de un hombre bueno… Así, con la dulzura, con la resignación, con la pasividad es cómo ha de venir a la tierra el reinado de la Justicia.
Y Azorín, de pronto se ha puesto de pie, nervioso, iracundo, y ha exclamado trémulo de indignación:
—¡No, no! ¡Eso es indigno, eso es inhumano, eso es bochornoso!… ¡El reinado de la Justicia!… ¡El reinado de la Justicia no puede venir por una inercia y una pasividad suicidas! Contemplar inertes cómo las iniquidades se cometen, es una inmoralidad enorme.
¿Por qué hemos de sufrir resignados que la violencia se cometa, y no hemos de destruirla con otra violencia que impedirá que la iniquidad siga cometiéndose?… Si yo veo a un bandido que se dirige a usted con un puñal para asesinarlo, ¿he de contemplar indiferente como se realiza el asesinato? Entre la muerte del bandido y la muerte de usted, ¿quién duda que la muerte del bandido ha de ser preferida? ¿Quién duda que si yo que veo alzar el puñal y tengo un revólver en el bolsillo he de elegir, tengo el deber imperioso y moral de elegir, entre las dos catástrofes?… ¡No, no! Lo inmoral, lo profundamente inmoral sería mi pasividad ante la violencia; lo inhumano sería en este caso, como en tantos otros, cruzarme de brazos, como usted quiere y dejar que el mal se realice… Y después, ¿dónde está la línea que separa la acción pacífica de la acción violenta, la pasividad de la actividad, la propaganda mansa de la violenta?… Tolstoi mismo, ¿puede asegurar que no ha armado con sus libros el brazo de un obrero en rebelión? El libro, la palabra, el discurso… ¡pero eso es ya acción! Y ese libro, y esa palabra, y ese discurso han de pasar a la realidad, han de encarnar en hechos… en hechos que estarán en contradicción con otros hechos, con otro estado social, con otro ambiente. ¡Y eso ya es acción, ya es violencia!… ¡La rebeldía pasiva! Eso es un absurdo: habría que ser como la piedra, y aun la piedra cambia, se agrega, se disgrega, evoluciona, vive, lucha… ¡La rebeldía pasiva! ¡Eso es un ensueño de fakires! ¡Eso es indigno! ¡Eso es monstruoso!… ¡Y yo protesto!
Y Azorín ha salido dando un violentísimo portazo. Entonces el maestro, un poco humillado, un poco halagado por el ardimiento del discípulo, ha pensado con tristeza:
«Decididamente, yo soy un pobre hombre que vive olvidado de todos en un rincón de provincias; un pobre hombre sin fe, sin voluntad, sin entusiasmo.»
Y si tenemos un ángel siempre a nuestro lado —como asegura tanta gente respetable— no hay duda que este ángel, que leerá los pensamientos más recónditos, habrá sentido hacia el maestro, por este instante de contrición sincera, una vivísima simpatía.