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Hoy «Los Lunes de El Imparcial» han sumido al maestro Yuste en una ligera tristeza filosófica. El maestro ha leído una hermosa crónica de un joven que se revela como una esperanza de las letras. Y ha pensado: “Así se escribe, así se escribe… Yo siento que soy ‘Un pobre hombre… Originalidad… idealidad… energía en la frase… espontaneidad… no las tengo, no las he tenido nunca. Yo siento que soy un pobre hombre. Mi tiempo pasó: yo pude creerme artista porque tenía cierta audacia, cierta facilidad de pluma… pero ese silencioso ritmo de las ideas que nos hechiza y nos conmueve, yo no lo he tenido nunca, yo no lo tengo…

«¡Así se escribe!» Y el maestro ha mirado tristemente, penosamente, el periódico. “Hay cada ocho, cada diez, cada veinte años —ha seguido pensando— un nuevo tipo de escritor que representa las aspiraciones y los gustos comunes. No hay más que abrir una colección de periódicos para verlo claramente. La sintaxis, la adjetivación, la analogía, hasta la misma puntuación cambian en breve espacio de tiempo… Un cronista no puede ser “brillante” más allá de diez años… y es mucho. Después queda anticuado, desorientado. Otros jóvenes vienen con otros adjetivos, con otras metáforas, con otras paradojas… y el antiguo cronista muere definitivamente, para el presente y para la posteridad… ¿Quién era Selgas[56] ¿Quién era Castro y Serrano?…[57]? Yo veo que hay dos cosas en literatura: la novedad y la originalidad. La novedad está en la forma, en la facilidad, en el ardimiento, en la elegancia del estilo. La originalidad es cosa más honda: está en algo indefinible, en un secreto encanto de la idea, en una idealidad sugestiva y misteriosa… Los escritores nuevos son los más populares; los originales rara vez alcanzan la popularidad en vida, pero pasan, pasan indefectiblemente a la posteridad. Y es que sólo puede ser popular lo artificioso, lo ingenioso, y los escritores originales son todos sencillos, claros, desaliñados casi… porque sienten mucho. Cervantes, Teresa de Jesús, Bécquer… son incorrectos, torpes, desmañados. En tiempo de Cervantes, los Argensola eran los cronistas “brillantes”; en tiempo de Bécquer… yo no sé quién sería, tal vez aquel majadero de Lorenzana[58]… Y el maestro vuelve a mirar tristemente el periódico. “Sí, sí, yo he sido también un escritor brillante… Ahora, solo, olvidado, lo veo… y me entristezco.»

Azorín llega. Hace una tarde espléndida. El sol tibio, confortador, baña las anchas calles. En las aceras las mujeres sentadas en sillas terreras, trabajan en sus labores. Se oye, a intervalos, el coro lejano de una escuela.

Yuste y Azorín suben al Castillo. El Castillo es un santuario moderno. Un ancho camino en zig-zag conduce hasta la cumbre. Y desde lo alto, aparece la ciudad asentada al pie del cerro, y la huerta con sus infinitos cuadros de verdura, y los montes Colorado y Cuchillo que cierran con su silueta yerma el horizonte… Al otro lado del Castillo se extiende la llanura inmensa, verdeante a trechos, a trechos amarillenta, limitada por el perfil azul, allá en lo hondo, de la sierra de Salinas. Y en primer término, entre olivares grises, un paralelogramo grande, de tapias blanquecinas, salpicadas de puntitos negros.

Yuste se sienta, y su mirada se posa en los largos muros. Dos cuervos vuelan por encima lentamente, graznando. Por un camino que conduce a las tapias avanza una ristra de hombres enlutados. Y el cielo está radiante, limpio, azul.

Yuste dice:

—Azorín, la gloria literaria es un espejismo, una fantasmagoría momentánea… Yo he tenido mi tiempo de escritor conocido: ahora no me conoce nadie. Abre la colección de un periódico —que es una de las cosas más tristes que conozco—: mira las firmas de hace ocho, diez, veinte años… verás nombres, nombres, nombres de escritores que han vivido un momento y luego han desaparecido… Y ellos eran populares, elogiados, queridos, ensalzados. ¿Quién se acuerda hoy de Roberto Robert[59], que fue tan popular, de Castro y Serrano, que murió ayer, de Eduardo de Palacio[60], que aún me parece que veo?… El año sesenta y tantos era crítico de teatros en Las Novedades un señor González de la Rosa, o Rosa González[61]… No hay duda de que sería temido en los escenarios, lisonjeado en los cuartos de los actores, leído por el público al día siguiente del estreno… como Caramanchel[62], Laserna[63] Arimón[64]…, Aquel señor debió de creer en la inmortalidad —como creerá sin duda el ingenuo Arimón—; y mira cómo la inmortalidad no se ha acordado del señor Rosa González… Laserna, Arimón, Caramanchel pueden tomar de este caso una lección provechosa.

El maestro sonríe y calla. Luego prosigue:

—Si alguna vez eres escritor, Azorín, toma con flema este divino oficio. Y después… no creas en la crítica ni en la posteridad… En los mismos años precisamente en que Goya pintaba (allá por 1788), la más alta autoridad literaria de España, Jovellanos, dijo, en ocasión solemnísima, que Mengs era, óyelo bien, «el primer pintor de la tierra…»[65] ¿Quién conoce hoy a Antonio Rafael Mengs?… Ya sabes lo que le pasó a Stendhal: escribió para seis u ocho amigos. Y de Cervantes, el pobre, no digamos: en su tiempo todos los literatos cultos, los poetas cortesanos, despreciaban a este hombre que escribía cosas chocarreras en estilo desaliñado… Los Argensola, cuando fueron nombrados no sé qué cosa diplomática en Italia, desatendieron brutalmente sus pretensiones de un empleo, y finalmente (atiende a esto, que creo que no ha dicho ningún cervantista), finalmente, un jesuita, también presumido de culto, de brillante, dijo que el Quijote era una «necedad»… En El Criticón lo dijo[66]

—¿De modo —replica Azorín— que para usted no hay regla crítica infalible, segura?

—No hay nada estable, ni cierto, ni inconmovible —contesta Yuste.

Y haciéndose la ilusión consoladora de que es un inveterado escéptico, prosigue:

—¡Qué sabemos! Mi libro son los Ensayos del viejo alcalde de Burdeos, y de él no salgo…

Después piensa en el artículo de El Imparcial y añade:

—Cuando me hablan de gentes que llegan y de gentes que fracasan, sonrío… Fíjate en que hoy el público ha cambiado totalmente: no hay público, sino públicos, sucesivos, rápidos, momentáneos. Un público antiguo era un público de veinte, treinta, cuarenta años… vitalicio. La lectura estaba menos propagada, no había grandes periódicos que en un día difundían por toda una nación un hecho: se publicaban menos libros: eran menos densas y continuas las relaciones entre los mismos literatos, y entre los literatos y el público… Así Un escritor que lograba hacer conocido su nombre, era ya un escritor que permanecía en la misma tensión de popularidad durante una generación, durante veinte, treinta años… Imagínate el público de una de las viejas ciudades intelectuales: Salamanca, Alcalá de Henares… Es un público de estudiantes, gente joven, que lee los Sueños de Quevedo o las décimas de Espine} y con ellas se regodea durante ocho o diez años… Luego, terminados los estudios, se desparraman todos por sus aldeas, pueblos, ciudades, donde ya no tendrán más diversión que su escopeta y sus naipes, cosa no muy intelectual… Pues bien, ¿,no es lógico que este licenciado en derecho, o este clérigo, o este médico, que metido en un rincón ya no tiene relación ninguna literaria, puesto que no lee periódicos ni revistas, ni apenas ve libros nuevos: no es lógico que en él la admiración por Quevedo y Espine), que se sabe de memoria, dure toda la vida?…

El maestro calla un instante; luego prosigue:

—Registra nuestra historia literaria en busca de lo que hoy llamamos fracasados: no los hallarás… En cambio hoy la duración de un público se ha reducido, y así como antes la longitud del público emparejaba, sin faltar ni sobrar apenas, con la longitud de la vida del escritor, hoy cuatro o seis longitudes de público son precisas para una de escritor… Yo no sé si me explico con todas estas geometrías… Ello es, en síntesis, que hoy durante la vida de un literato se suceden cuatro o seis públicos: Y de ahí lo que llamamos fracasados, de ahí que un escritor nuevo y vigoroso al año 1880 sea un anticuado en 1890… No importa que el escritor no suelte la pluma de la mano, es decir, que no deje de comunicarse íntimamente con el público: el fracaso llega de todos modos. Así se explica que X, Y, Z, que escriben todos los días, hace años y años, en grandes periódicos, estén desprestigiados a los ojos de una generación, de la cual sólo les separan escasos años… generación que si no tiene el poder en las redacciones influyentes, en cambio es la que impera por su juventud —que es fuerza— en el ambiente intelectual de un pueblo…

Aquí Yuste vuelve a callar. El sol declina en el horizonte. Y lentamente el tinte azul de las lejanas sierras va ensombreciéndose.

El maestro prosigue:

—Y ten en cuenta esto, que es esencialísimo: el fracaso lo da el público y sólo en esta edad en que Jo que vive no es el artista, sino la imagen que el público tiene del artista, es cuando se dan los fracasados… Un artista que no vive para el público y por el público, ¿cómo ha de fracasar? Los primitivos flamencos, Van Eyck, Memling… Van der Weyden… el divino Van der Weyden… ¿cómo iban a fracasar si no firmaban sus cuadros?… Las obras de casi todos nuestros grandes clásicos han sido publicadas por sus herederos o discípulos…

Otro silencio. Yuste y Azorín bajan del Castillo por el ancho camino serpenteante. La ciudad va sumiéndose en la sombra. El humo de las mil chimeneas forma una blanca neblina sobre el fondo negro de los tejados. Y la enorme cúpula de la iglesia Nueva destaca poderosa en el borroso crepúsculo.

El maestro saca su tabaquera de plata y aspira un polvo. Luego dice lentamente:

—Yo y todos mis compañeros fuimos jóvenes que íbamos a llegar… que llegamos sin duda… después vino otro público, vino otra gente… fracasamos… como fracasaréis vosotros, es decir, como os fracasarán los que vengan más nuevos… Y esto sí que es una lección (sonriendo), no de inmortalidad, como la de González de la Rosa, sino de piedad, de suprema piedad, de respeto, de supremo respeto, que los jóvenes de hoy, los poderosos de hoy, deben a los jóvenes de ayer, a los que trabajaron como ahora trabajáis vosotros; a los que tuvieron vigor, fe, entusiasmo…