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Primero hay una sala pequeña; después está otra sala, más pequeña, que es la alcoba. La sala está enlucida de blanco, de brillante blanco, tan estimado por los levantinos; a uno de los lados hay una gran mesa de nogal; junto a esta otra mesita cargada de libros, papeles, cartapacios, dibujos, mapas. En las paredes lucen fotografías de cuadros del Museo —la Marquesa de Leganés, de Van Dyck[45], Goya, Velázquez— un dibujo de Willette[46] representando una caravana de artistas bohemios que caminan un día de viento por un llano, mientras a lo lejos se ve la cima de la torre Eiffel; dos grandes grabados alemanes del siglo XVIII, con deliquios de santos; y una estampa de nuestro siglo XVII, titulada Tabula regnum celorum, y en que aparece el mundo con sus vicios y pecados, los caminos de la perfección con sus elegidos que se encaminan por ellos, y, en la parte superior, la gloria, cercada de murallones, con sus jerarquías angélicas, y con las tres respetables personas de la Santísima Trinidad rodeadas de su corte y sentadas blandamente en las nubes… Hay también en la estancia sillas negras de rejilla, y una mecedora del mismo juego. El piso es de diminutos mosaicos cuadrados y triangulares, de colores rojos, negros y amarillos.

Aquí es donde Azorín pasa sus hondas y trascendentales cavilaciones, y va leyendo a los clásicos y a los modernos, a los nacionales y a los extranjeros. No lejos de su cuarto está la biblioteca, que es una gran habitación a teja vana, con el techo bajo e inclinado, con las vigas toscas, desiguales, con grandes nudos. Los estantes cubren casi todas las paredes, y en ellos reposan sabiamente los sabios y discretos libros, unos viejos, enormes, con sus amarillos pergaminos, con cierto aire de suficiencia paternal, y otros, junto a estos, en revuelta e irrespetuosa confusión con ellos, pequeños, con cubiertas amarillas y rojas, como jóvenes fuertes y audaces que se ríen un poco de la senilidad omnisciente. Entre estante y estante hay grandes arcas de blanca madera de pino —donde acaso se guardan ropas de la familia— y encima multitud de vasos, potes, jícaras, tazas, platos, con dulces conservas y mermeladas, que sin duda se ha creído conveniente poner a secar en la biblioteca por seguir la indicación del buen Horacio, que aconseja que se ponga lo dulce junto a lo útil.

Azorín va y viene de su cuarto a la biblioteca. Y esta ocupación es plausible. Azorín lee en pintoresco revoltijo novelas, sociología, crítica, viajes, historia, teatro, teología, versos. Y esto es doblemente laudable. Él no tiene criterio fijo: lo ama todo, lo busca todo. Es un espíritu ávido y curioso; y en esta soledad de la vida provinciana, su pasión es la lectura y su único trato el trato del maestro. Yuste va insensiblemente moldeando este espíritu sobre el suyo. En el fondo no cabe duda que los dos son espíritus avanzados, progresivos, radicales, pero hay en ellos cierta inquietud, cierto desasosiego, cierta secreta reacción contra la idea fija, que desconcierta a quien los trata, y mueve cierta irritación en el observador frívolo, que se indigna de no poder definir, de no poder coger estos matices, estos relampagueos, estos vislumbres rápidos, que él, hombre de una pieza, hombre serio, no tiene ni comprende… irritación que es la del niño que no entiende el mecanismo de un juguete y lo rompe.

Así no es extraño que los honrados vecinos sonrían ligeramente —porque son discretos— cuando un forastero les habla del maestro; ni está fuera de las causas y concausas sociales que las buenas devotas —esas mujeres pálidas, que visten de negro, y que nos han visto nacer suspiren un poco delante de Azorín y muevan la cabeza, mientras sus manos están juntas, con los dedos trabados.

Pero Azorín no hace gran caso de estos suspiros piadosos y continúa hablando con el maestro y leyendo sus libros grandes y pequeños.

Ahora Azorín lee a Montaigne. Este hombre que era un solitario y un raro, como él, le encanta. Hay cosas en Montaigne que parecen escritas ayer mismo; el ensayo sobre Raimundo Sabunde[47] es un modelo de observación y de amenidad. Y después esta continua ostentación del yo, de sus amores, de sus gustos, de su manera de beber el vino —un gran trago después de las comidas— de sus lecturas, de su mal de piedra… Todo esto, que es una personalidad iliterario, viva, gesticuladora, incongruente, ondulosa; todo esto es delicioso.

Azorín de cuando en cuando piensa en él mismo. Montaigne era un hombre raro, pero llegó a ser alcalde de Burdeos; hoy siendo un poco original es difícil llegar a ser un concejal en Yecla. Y es que la originalidad, que es lo más alto de la vida, la más alta manifestación de vida, es lo que más difícilmente perdona el vulgo, que recela, desconfía —y con razón— de todo lo que escapa a su previsión, de todo lo que sale de la línea recta, de todo lo que puede suscitar en la vida situaciones nuevas ante las cuales él se verá desarmado, sin saber lo que hacer, humillado. ¿Se concibe a Pío Baraja siendo alcalde de Móstoles? Silverio Lanza —que es uno de los más originales temperamentos de esta época— ha intentado ser alcalde de Getafe. ¡Y hubiera sido una locura firmar su nombramiento!

«La vida de los pueblos —piensa Azorín—, es una vida vulgar… es el vulgarismo de la vida. Es una vida más clara, más larga y más dolorosa que la de las grandes ciudades. El peligro de la vida de pueblo es que se siente uno vivir… que es el tormento más terrible. Y de ahí el método en todos los actos y en todas las cosas —el feroz método de que abomina Montaigne—; de ahí los prejuicios que aquí cristalizan con una dureza extraordinaria, las pasiones pequeñas… La energía humana necesita un escape, un empleo; no puede estar reprimida, y aquí hace presa en las cosas pequeñas, insignificantes —porque no hay otras— y las agranda, las deforma, las multiplica… He aquí el secreto de lo que podríamos llamar hipertrofia de los sucesos… hipertrofia que se nota en los escritores que viven en provincias —como Clarín— cuando juzgan éxitos y fracasos, ocurridos en Madrid…

»Este sentirse vivir hace la vida triste. La muerte parece que es la única preocupación en estos pueblos, en especial en estos manchegos, tan austeros… Entierros, anunciadores de entierros que van tocando por las calles una campanilla, misas de réquiem, dobleo de campanas… hombres envueltos en capas largas… suspiros, sollozos, actitudes de resignación dolorosa… mujeres enlutadas, con un rosario, con un pañuelo que se llevan a los ojos, y entran a visitarnos y nos cuentan gimiendo la muerte de este amigo, del otro pariente… todo esto, y las novenas, y los rosarios, y los cánticos plañideros por las madrugadas, y las procesiones… todo esto es como un ambiente angustioso, anhelante, que nos oprime, que nos hace pensar minuto por minuto —¡estos interminables minutos de los pueblos!— en la inutilidad de todo esfuerzo, en que el dolor es lo único cierto en la vida, y en que no valen afanes ni ansiedades, puesto que todo —¡todo: hombres y mundos!— ha de acabarse, disolviéndose en la nada, como el humo, la gloria, la belleza, el valor, la inteligencia.»

Y como Azorín viese que se iba poniendo triste y que el escepticismo amable del amigo Montaigne era, amable y todo, un violento nihilismo, dejó el libro y se dispuso a ir a ver al maestro —que era como salir de un hoyo para caer en una fosa.