A lo lejos, en el fondo, sobre un suave altozano, la diminuta iglesia de Santa. Bárbara se yergue en el azul intenso. La calle es ancha, las casas son bajas. Al pasar, tras las vidrieras diminutas, manchas rosadas, pálidas, cárdenas de caras femeninas, miran con ojos ávidos o se inclinan atentas sobre el trabajo. A lo largo de la acera un hombre en cuclillas arregla las jaulas de las perdices, puestas junto a la pared en ordenada hilera. Más lejos, resaltan en un portal los anchos trazos de maderos labrados; dentro, en el zaguán, entre oleadas de virutas amarillentas, un carpintero garlopa una tabla rítmicamente. La calle blanca refulge en sus paredes blancas. El piso va subiendo en rampa tenue. Al final, en lo alto del peñasco escarpado, destaca el muro sanguinolento de la iglesia; sobre el muro el ventrudo tejado pardo; sobre el tejado, a plomo con la puerta, el balconcillo con la campana diminuta.
La campana tañe pausada. Los fieles llegan; por la empinada cuesta de una calleja, los trazos negros de las devotas arrebujadas en sus flotadoras mantellinas, avanzan, Encorvado, vestido de amarillento gabán de burel recio, un labriego, en el umbral, tira hacia sí de la puerta y desaparece penosamente en la negrura; la puerta torna a girar y rebota con fuerte golpazo sobre el marco. Las manchas negras de los mantos y las pardas manchas de las capas rebullen, se arremolinan, se confunden en el portal; poco a poco se disuelven; aparecen otras; desaparecen. Y la puerta golpea pertinazmente. El viento impetuoso de Marzo barre las calles; el sol ilumina a intervalos las fachadas blancas; pasan nubes redondas.
Dentro, en la iglesia, los devotos se remueven impacientados. La iglesia es sencilla. Está solada de ladrillos rojizos; tiene las paredes desnudas. En los altares, sobre la espaciosa pincelada del mantel blanco, saltan las anchas notas plateadas, verdes, rojas, amarillas de los ramos enhiestos. Los santos abren los brazos en deliquios inexpresivos; una Virgen, metida en su manto de embudo, mira con ojos asombrados. El altar mayor aparece en el fondo con sus columnas estriadas. La luz difusa de las altas ventanas resbala en tenues reflejos sobre los fustes patinosos, brilla indecisa en las volutas retorcidas de capiteles áureos. Enfrente del altar mayor, al otro extremo, está el coro sobre una bóveda achatada. Debajo de la bóveda hay un banco lustroso.
Los fieles esperan. Entre los claros de la cortina arrugada de una puerta, se ve pasar y repasar a intervalos una mancha negra entre bocanadas de humo. De la sacristía sale un muchacho y va encendiendo las velas del retablo. Los pálidos dorados cabrillean; largas sombras tiritan en las paredes grises. Ante el altar un clérigo susurra persignándose: Por la señal… Y las manos revuelan en presto movimiento sobre las caras. El rosario comienza. Al final de cada misterio, repica un estridente campanillazo.
Acabado el rosario, otro clérigo con sobrepelliz sube al púlpito y susurra las palabras del Evangelio. Corren las altas cortinas azuladas; la iglesia queda a obscuras. Y el predicador, en destempladas voces de pintoresca ortología regionalista, relata las ansias perdurables del Dios-Hombre. De cuando en cuando, del fondo negro de una capilla, parte un lastimoso gemido; ¡Ay, Señor! Bajo las lámparas mortecinas relucen los decalvados cráneos de los labriegos. Las luces brillan inmóviles en el retablo. A ratos la puerta del templo se abre y las profundas tinieblas son rasgadas por un relámpago de viva y cegadora luz solar. El viento brama a lo largo del llano inmenso de barbechos negros y verdes sembraduras.
El predicador, terminado el exordio, «implora» el auxilio divino. En el coro, mientras el clérigo permanece de rodillas, entonan una salve acompañados de un armonium apagado y meloso. Los fieles contestan cantando en tímido susurro dolorido. Los cantores entonan otra estrofa, lánguida, angustiosa, suplicante. Los fieles tornan a contestar en larga deprecación acongojada… El vivo resplandor de la puerta ilumina un instante el conjunto de caras anhelosas. El viento ruge desenfrenadamente fuera. Y el viejo armonium gime tenue, gime apacible, gime lloroso[37], como un anciano que cuenta sollozando sus días felices.
En la sacristía, mientras el sermón prosigue, un clérigo pasea fumando, otro clérigo permanece sentado. La estancia es reducida, alargada: en la pared, sobre la sencilla cajonería de pino, un cristo extiende sus brazos descarnados; el incensario pende de un clavo; la cartilla, entre dos bramantes, muestra sus blancas hojas. Entra la luz por una angosta ventana baja, acristalada con un vidrio empolvado, cerrada por una reja, alambrada por fina malla. Al otro extremo una diminuta puerta de cuarterones comunica a un obscuro pasillo. Y al final del pasillo, la blanca luz de un patio resalta en viva claridad fulgente.
El clérigo ambulatorio parece absorto en hondas y dolorosas meditaciones. Es alto; viste sotana manchada en la pechera a largas gotas: tiene liado el cuello en recia bufanda negra: sus mejillas están tintadas de finas raicillas rojas, y su nariz avanza vivamente inflamada. Bajo el bonete de agudos picos, caído sobre la frente, sus ojos miran vagarosos y turbios… Hondas preocupaciones le conturban; arriba, abajo, dando furibundas pipadas al veguero, pasea nervioso por la estancia. Y un momento, se detiene ante el clérigo sentado y pregunta, tras una ligera pausa en que considera absorto la ceniza del cigarro.
—¿Tú crees que el macho de José Marco es mejor que el mío?
El interpelado no contesta. Y el alto clérigo prosigue, en hondas meditaciones, sus paseos. Después añade:
—Hemos estado cazando en el Chisnar José Marco y yo. José Marco ha muerto siete perdices; yo no …¡Mi macho no cantaba!
En la puerta aparece un personaje envuelto en vieja capa. Entre los dos trazos pardos de las vueltas, la camisa fofa, sin corbata, resalta blanca. Y sobre el alto y enhiesto cuello de la capa, la fina cabeza redonda luce en la rosada calva y en las mejillas afeitadas. Es un místico y es un truhán; tiene algo de cenobita y algo de sátiro. En el umbral, inmóvil, con las piernas ligeramente distanciadas, mira interrogador a los dos clérigos. Sus ojuelos titilean arriscados: sus labios se pliegan compungidos… Ante él se para el clérigo; los dos se miran silenciosos. Y el clérigo pregunta:
—¿Tú crees que el macho de José Marco es mejor que el mío?
El truhán beatífico inclina la cabeza, enarca las cejas, y sonríe:
—Según…
Y sonriendo picaresco mira al otro clérigo como contándole con la mirada lo por centésima vez sabido. Luego pregunta al propietario de la perdiz taciturna:
—¿Lo has sacado?
El andante contesta:
—Hemos ido al Chisnar José Marco y yo; él ha muerto siete perdices, yo dos. —Y añade con reconcentrada ira—: ¡Mi macho no cantaba!
El truhán trae una noticia flamante: Puche ha sido, por fin, nombrado cura de la iglesia Nueva.
—Sí —dice el clérigo sentado—, ha sido por Redón[38]. —Y agrega sordamente—: Y lo hará obispo.
El truhán enarca las cejas:
—Según… —Y al sonreír, en su helgada dentadura brillan blancos sus dientes puntiagudos.
A propósito de Puche se habla de su sobrina Justina.
—¿Se casa con Azorín? —pregunta el clérigo sentado.
El truhán dice que no. Puche se opone de tal modo al casamiento, que Justina será monja antes que mujer de Azorín.
El sermón ha terminado. El predicador entra acezando. El clérigo errabundo, ante la cajonería, se enfunda en el roquete, se pasa por el cuello la estola, se echa sobre los hombros la floreada capa. Y sale.
En el umbral da un ligero traspiés.