La casa fue terminada el día de la Cruz de Mayo. En la fachada, entre los dos balconcillos de madera, resalta en ligero relieve una cruz grande. Dentro, el porche está solado de ladrillos rojos. Las paredes son blancas. El zócalo es de añil intenso; una vira[24] negra bordea el zócalo. En el testero fronterizo a la puerta, la espetera cuelga. Y sobre la blancura vívida de la cal, resaltan brilladores, refulgentes, áureos, los braserillos diminutos, las chocolateras, los calentadores, las capuchinas, los cazos de larga rabera, los redondeles…
Ancho arco divide la entrada. A uno de los lados destaca el ramo. El ramo es un afiligranado soporte giratorio. Corona el soporte un ramillete de forjado hierro. Cuatro azucenas y una rosa, entre botones y hojarasca, se inclinan graciosamente sobre el blanco farol colgado del soporte.
A la izquierda, se sube por un escalón a una puerta pintada de encarnado negruzco. La puerta está formada de resaltantes cuarterones, cuadrados unos, alargados y en forma de Totros, ensamblados todos de suerte que en el centro queda formada una cruz griega. Junto a la cerradura hay un tirador de hierro; las negras placas del tirador y de la cerradura destacan sus calados en rojo paño. La puerta está bordeada de recio marco tallado en diminutas hojas entabladas. Es la puerta de la sala. Amueblan la sala sillas amarillas con vivos negros, un ancho canapé de paja, una mesa, A lo largo de las paredes luce un apostolado en viejas estampas toscamente iluminadas: Santus Ioannes, con un cáliz en la mano, del cual sale una sierpe, - Sanctus Mattheus, leyendo atento un libro, - Sanctus Bartholomeus, con la cuchilla tajadora, - Sanctus Petrus, Sanctus Paulus, Sanctus Simon… Encima del canapé hay un lienzo; encuadrado en ancho marco negro, un monje de bellida barba, calada la capucha, cogidas ambas manos de una pértiga, mira con ojos melancólicos. Debajo pone: S. Franciscus de Paula; vera effigies ex prototypo, quod in Palatio Vaticano servatur desumpta… Sobre la mesa reposan tres volúmenes en folio, y en hilera, cuidadosamente ordenados, grandes y olorosos membrillos. En el fondo, cierra la alcoba una mampara con blancas cortinillas.
A la derecha del porche, se abre la cocina de ancha campana. A los lados, adosados a la pared, corren dos poyos bajos. Dos armarios, junto a cada poyo, guardan el apropiado menaje. La luz, en la suave penumbra, baja por la espaciosa chimenea y refleja sobre las losas del hogar un blanco resplandor.
Cerca de la puerta del patio, en lo hondo, brilla en sus primorosos arabescos, azules, verdes, amarillos, rojos, el alizar del tinajero. La tinaja, empotrada en el ancho resalto, deja ver el recio reborde bermejo de su boca. Y el sol, que por el montante de la cerrada puerta penetra en leve cinta, refulge en los platos vidriados, en los panzudos jarros, en las blancas jofainas, en las garrafas verdosas.
Dulce sosiego se respira en el ambiente plácido. En la vecindad los martillos de una fragua tintinean argentinos. A un extremo de la mesa de retorcidos pies, en la entrada, Puche, sentado, habla pausadamente; al otro extremo, Justina escucha atenta. En el fondo umbrío de la cocina, un puchero borbolla con persistente moscardoneo y deja escapar tenues vellones blancos.
Puche y Justina están sentados. Puche es un viejo clérigo, de cenceño cuerpo y cara escuálida. Tiene palabra dulce de iluminado fervoroso y movimientos resignados de varón probado en la amargura. Susurra levemente más que habla; sus frases discurren untuosas, benignas, mesuradas, enervadoras, sugestivas. En plácida salmodia insinúan la beatitud de la perfecta vida, descubren la inanidad del tráfago mundano, cuentan la honda tragedia de las miserias terrenales, acarician con la promesa de dicha inacabable al alma conturbada… Puche va hablando dulcemente; la palabra poco a poco se caldea, la frase se enardece, el período se ensancha férvido. Y un momento, impetuosamente, la fiera indomeñada reaparece, y el manso clérigo se exalta con el ardimiento de un viejo profeta hebreo.
Justina es una moza fina y blanca. A través de su epidermis transparente, resalta la tenue red de las venillas azuladas. Cercan sus ojos llameantes anchas ojeras. Y sus rizados bucles rubios asoman por la negrura del manto, que se contrae ligeramente al cuello y cae luego sobre la espalda en amplia oleada.
Justina escucha atenta a Puche. Alma cándida y ardorosa, pronta a la abnegación o al desconsuelo, recoge píamente las palabras del maestro, y piensa.
Puche dice:
—Hija mía, hija mía; la vida es triste, el dolor es eterno, el mal es implacable. En el ansioso afán del mundo, la inquietud del momento futuro nos consume. Y por él son los rencores, las ambiciones devoradoras, la hipocresía lisonjera, el anhelante ir y venir de la humanidad errabunda sobre la tierra. Jesús ha dicho: «Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan, ni allegan en trojes; y vuestro Padre celestial las alimenta…»[25] La humanidad perece en sus propias inquietudes. La ciencia la contrista; el anhelo de las riquezas la enardece. Y así, triste y exasperada, gime en perdurables amarguras.
Justina murmura en voz opaca:
—El cuidado del día de mañana nos hace taciturnos.
Puche calla un momento; luego añade:
—Las avecillas del cielo y los lirios del campo son más felices que el hombre. El hombre se acongoja vanamente. «Porque el día de mañana a sí mismo se traerá su cuidado. Le basta al día su propio afán.» La sencillez ha huido de nuestros corazones. El reino de los cielos es de los hombres sencillos. «Y dijo: En verdad os digo, que si no os volviereis e hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.»[26]
Los martillos de la vecindad cantan en sonoro repiqueteo argentino. Justina y Puche callan durante un largo rato. Luego Puche exclama:
—Hija mía, hija mía; el mundo es enemigo del amor de Dios. Y el amor de Dios es la paz. Mas el hombre ama las cosas de la tierra. Y las cosas de la tierra se llevan nuestra paz.
»Y aconteció que como fuesen de camino, entró Jesús en una aldea, y una mujer, que se llamaba Marta, lo recibió en su casa.
»Y esta tenía una hermana, llamada María, la cual también sentada a los pies del Señor oía su palabra.
»Pero Marta estaba afanada de continuo en las haciendas de la casa; la cual se presentó y dijo: Señor, ¿no ves cómo mi hermana me ha dejado sola para servir? Dile, pues, que me ayude.
»Y el Señor le respondió y dijo: Marta, Marta, muy cuidadosa estás y en muchas cosas te fatigas.
»En verdad una sola es necesaria. María ha escogido la mejor parte, que no le será quitada.»[27]
El silencio torna. El sol, que se ha ido corriendo poco a poco, marca sobre el aljofifado pavimento un vivo cuadro. A lo lejos, las campanadas de las doce caen lentas. En la iglesia Nueva suena el grave tintineo del Ave María. Puche cruza las manos y murmura:
—Virgen Purísima antes del parto. Dios te salve, María, llena eres de gracia, etc. Virgen Purísima en el parto. Dios te salve, María… Virgen Purísima después del parto. Dios te salve, María… —Después agrega dulcemente—: «El Señor nos dé una buena tarde.»
Vuelve a reinar un ligero silencio. Justina, al fin, suspira:
—La vida es un valle de lágrimas.
Y Puche añade:
—Jesús ha dicho: sed buenos, sed pobres, sed sencillos. Y los hombres no son buenos, ni pobres, ni sencillos. Mas tiempo vendrá en que la justicia suprema reine implacable. Los grandes serán humillados, y los humildes ensalzados. La cólera divina desbordaráse en castigos enormes. ¡Ah, la angustia de los soberbios será indecible! Un grito inmenso de dolor partirá de la humanidad aterrorizada. La peste devastará las ciudades; gentes escuálidas vagarán por las campiñas yermas. Los mares rugirán enfurecidos en sus lechos; el incendio llameará crepitante sobre la tierra conmovida por temblores desenfrenados, y los mundos, trastornados de sus esferas, perecerán en espantables desquiciamientos… Y del siniestro caos, tras la confusión del juicio último, manará serena la luz de la Verdad Infinita.
De pie, Puche, nimbada su cabeza de apóstol por el tibio rayo de sol, permanece inmóvil un momento con los ojos al cielo[28].