A lo lejos, una campana toca lenta, pausada, melancólica. El cielo comienza a clarear indeciso. La niebla se extiende en larga pincelada blanca sobre el campo. Y en clamoroso concierto de voces agudas, graves, chirriantes, metálicas, confusas, imperceptibles, sonorosas, todos los gallos de la ciudad dormida cantan. En lo hondo, el poblado se esfuma al pie del cerro en mancha incierta. Dos, cuatro, seis blancos vellones que brotan de la negrura, crecen, se ensanchan, se desparraman en cendales tenues. El carraspeo persistente de una tos rasga los aires; los golpes espaciados de una maza de esparto, resuenan lentos.
Poco a poco la lechosa claror del horizonte se tiñe en verde pálido. El abigarrado montón de casas va de la obscuridad saliendo lentamente. Largas vetas blanquecinas, anchas, estrechas, rectas, serpenteantes, se entrecruzan sobre el ancho manchón negruzco. Los gallos cantan pertinazmente; un perro ladra con largo y plañidero ladrido.
El campo —claro ya el horizonte— se aleja en amplia sabana verde, rasgado por los trazos del ramaje ombrajoso[20], surcado por las líneas sinuosas de los caminos. El cielo, de verdes tintas pasa a encendidas nacaradas tintas. Las herrerías despiertan con su sonoro repiqueteo; cerca, un niño llora; una voz grita colérica. Y sobre el oleaje pardo de los infinitos tejados, paredones, albardillas, chimeneas, frontones, esquinazos, surge majestuosa la blanca mole de la iglesia Nueva, coronada por gigantesca cúpula listada en blancos y azules espirales.
La ciudad despierta. Las desiguales líneas de las fachadas fronterizas a Oriente, resaltan al sol en vívida blancura. Las voces de los gallos amenguan. Arriba, en el santuario, una campana tañe con dilatadas vibraciones. Abajo, en la ciudad, las notas argentinas de las campanas vuelan sobre el sordo murmullo de voces, golpazos, gritos de vendedores, ladridos, canciones, rebuznos, tintineos de fraguas, ruidos mil de la multitud que torna a la faena. El cielo se extiende en tersa bóveda de joyante seda azul. Radiante, limpio, preciso aparece el pueblo en la falda del monte. Aquí y allá, en el mar gris de los tejados uniformes, emergen las notas rojas, amarillas, azules, verdes, de pintorescas fachadas. En primer término destacan los dorados muros de la iglesia Vieja, con su fornida torre; más bajo la iglesia Nueva; más bajo, lindando con la huerta, el largo edificio de las Escuelas Pías[21], salpicado con los diminutos puntos de sus balcones. Y esparcidos por la ciudad entera, viejos templos, ermitas, oratorios, capillas; a la izquierda, Santa Bárbara, San Roque, San Juan, ruinoso, el Niño, con los tejadillos de sus cúpulas rebajadas; luego, a la derecha, el Hospital, flanqueado de sus dos minúsculas torrecillas, San Cayetano, las Monjas… Las campanas tocan en multiforme campaneo. El humo blanco de las mil chimeneas asciende lento en derechas columnas. En las blanquecinas vetas de los caminos pululan, rebullen, hormiguean negros trazos que se alejan, se disgregan, se pierden en la llanura. Llegan ecos de canciones, traqueteos de carros, gritos agudos. La campana de la iglesia Nueva tañe pesada; la del Niño tintinea afanosa; la del Hospital llama tranquila. Y a lo lejos, riente, locuela, juguetona, la de las Monjas canta en menuditos golpes cristalinos…
A la derecha de la iglesia Vieja —ya en la ciudad— está la parte antigua del poblado. La parte antigua se extiende sobre escarpada peña en apretujamiento indefinido de casas bajas, con las paredes blancas, con las puertas azules, formadas en estrechas callejuelas, que reptan sinuosas. Hondas barrancas surcan el arroyo; montículos pelados sobresalen lucientes. Y un angosto pasillo tallado en roca viva conduce a los umbrales, o unas empinadas escaleras ascienden a las puertas. El sol de Marzo reverbera en las blancas fachadas. En las aceras, un viejo teje pleita ensimismado; una mujer inclinada sobre aceitosa cabellera va repasándola atenta hebra por hebra; del fondo lóbrego de una almazara sale un hombre y va colocando en larga rastra los cofines. Y la calleja, angosta, retorcida, ondulante, continúa culebreando hacia la altura. A trechos, sobre la blanca cal, una cruz tosca de madera bajo anguloso colgadizo; en una hornacina, tras mohosa alambrera, un cuadro patinoso[22].
El laberinto de retorcidas vías prosigue enmarañado. En el fondo de una calleja de terreros tejadillos, el recio campanario de la iglesia Vieja se perfila bravío. Misterioso artista del Renacimiento ha esculpido en el remate, bajo la balaustrada, ancha greca de rostros en que el dolor se expresa en muecas hórridas. Y en la nitidez espléndida del cielo, sobre la ciudad triste, estas caras atormentadas destacan como símbolo perdurable de la tragedia humana.
Junto a la torre, la calle de las Once Vigas baja precipitada en sus once resbaladizos escalones. Luego, dejada atrás la calle, se recorre una rampa, se cruza la antigua puerta derruida del Castillo, se sale a una pintoresca encrucijada. En el centro, sobre un peñasco enjabelgado, se yergue una doble cruz verde inquietadora. La calle de la Morera desciende ancha. Y doblada la esquina, recorridos breves pasos, la plaza destartalada del Mercado aparece con sus blancos soportales en redondos arcos, con su caserón vetusto del ilustre concejo.
Y la edificación moderna comienza: casas anodinas, vulgares, pintarrajeadas; comercios polvorientos, zaguanes enladrillados de losetas rojizas. A ratos, una vieja casa solariega levántase entre la monotonía de las casas recientes; junto a los modernos balcones chatos, los viejos voladizos balcones sobresalen adustos; un enorme blasón gris se ensancha en pétreas filigranas entre dos celosías verdes. Van y vienen por las calles clérigos liados en sus recias bufandas, tosiendo, carraspeando, grupos de devotas que cuchichean misteriosamente en una esquina, carros, asnos cargados con relucientes aperos de labranza, labriegos enfundados en amarillentas cabazas[23] largas. Las puertas están abiertas de par en par. Lucen adentro los rojos ladrillos de los porches, resaltan los trazos blancos de los muebles de pino. Las perdices, a lo largo de las aceras, picotean en sus jaulas metidas en arena. Y los canarios, colgados de las jambas, cantan en arpegios rientes.