Capítulo 9

La economía que cabe en el bolsillo

En este capítulo…

El mundo de la microeconomía

La ley de la oferta y la demanda y el funcionamiento de los mercados

Las ventajas para el consumidor de comparar diferentes opciones

La empresa es necesaria para el buen funcionamiento del sistema capitalista

Después de remontarnos a las alturas de la macroeconomía, lo que toca es volver a poner los pies en el suelo. La excursión espero que te haya resultado interesante, sobre todo para entender un poco mejor el comportamiento de las grandes estructuras económicas y ver que, en el fondo, se trata sólo de una cuestión de escala. Por supuesto, el tamaño lo complica todo y facilita que entren en escena palabrejas que dan un toque de distinción en las reuniones, aunque detrás de ellas (¿o no será de quién las dice?) sólo haya aire.

Pues bien, en los siguientes cuatro capítulos vamos a acercarnos a una economía más cercana a la cotidianidad, a esa que nos afecta a ti y a mí como particulares, y a lo que tenemos más cerca, esto es, a las empresas.

El loro y los economistas

¿Qué tenéis en común tú y una empresa? Pues la búsqueda eficiente de la felicidad. No te rías; las empresas también son felices, o al menos sus dueños lo intentan gracias a algo que se llama beneficios, esa «ganancia económica que se obtiene de un negocio, inversión u otra actividad mercantil», como lo define mi querido diccionario de la Real Academia Española. En tu caso no se tratará tanto de beneficios como de maximizar lo que tengas a tu alcance, a fin de que tú y los tuyos podáis vivir un poco mejor.

Seas particular o empresario, esa forma de maximizar los bienes se consigue gracias al modelo de la oferta y la demanda, el verdadero meollo de todo esto de la economía.

El tema es tan importante que, si sólo pudieras aprender una cosa en materia económica, te diría que te estudiases bien este capítulo. ¡Eso sí, menudo fracaso para mí si después no lo entiendes! Pero no te preocupes. He recuperado todas las servilletas que a lo largo de estos años he ido llenando sobre esta idea, las he discutido con mi vecino, que como buen empresario de esto sabe un rato, y espero que te sirva de ayuda.

Aunque ya te avanzo que si bien la oferta y la demanda explican todo lo referido al mercado, la economía, y con ella la vida, no es sólo mercado. No hace mucho, en el curso de unas conferencias, un señor se me acercó y me dijo algo que me hizo cierta gracia: «Señor Abadía, lo que ha dicho ha estado muy bien, pero a mí esto de la economía me sigue pareciendo una besuguez. A veces pienso que si a un loro se le enseñan las palabras “oferta” y “demanda” ya se convierte en un economista». El sarcasmo era evidente, pero luego me enteré de que no era de cosecha propia, sino que el historiador Thomas Carlyle (sí, el mismo personaje de la «economía, ciencia funesta» de quien te hablé en el capítulo 1) ya había dicho algo parecido allá por el siglo XIX.

El funcionamiento de los mercados

Antes de hablar de la oferta y la demanda en sí no estará mal mirar el escenario en el que todo el proceso tiene lugar. Ese espacio no es otro que el mercado, otra palabra fetiche que el loro de Carlyle podría aprenderse si quiere presumir aún más de economista. De él (del mercado, no del loro) ya te hablé un poco en el capítulo 3. Y allí te lo definía como «un ente especializado en producir cosas por las que la gente está dispuesta a pagar». Por supuesto, puede ser el mercado de barrio al que vamos semanalmente, pero puede ser también algo que no tiene un sitio concreto. Que se da, por ejemplo, en el ciberespacio, ese lugar del que todo el mundo habla pero que a mí sigue pareciéndome cosa de magia.

Pues bien, sea ciberespacial, virtual o de los que se pueden pisar con los pies, todos los mercados funcionan a través de la susodicha ley de la oferta y la demanda.

Dos son los actores principales de este modelo:

punteo.png Los vendedores, que tienen a su cargo la oferta.

punteo.png Los compradores, que se ocupan de la demanda.

Su interacción pone en marcha el mecanismo económico, empezando por los bienes y servicios que se producen y el precio al que se venden.

El deseo de comprar

Aquí y en Indochina (que ahora no se llama así, pero que está lo suficientemente lejos como para que la frase tenga más impacto), la gente quiere comprar. Y la gente somos nosotros, las personas, los individuos. Y queremos cosas concretas, bien porque nos hacen falta o porque queremos darnos un caprichito, que de vez en cuando viene bien.

Pues bien, los economistas se fijan en esas cosas que queremos. En esas cosas concretas, en la cantidad que queremos y, muy importante, en la cantidad que podemos pagar al precio que las ofrece el mercado. Todo en función de tus ingresos y tus preferencias.

Y, ahora, un principio básico: los precios tienen una relación inversa con la cantidad demandada. Así, cuanto más alto es el precio menos cantidad de lo que sea ese producto pedirá la gente.

El consumidor sabe lo que quiere y sabe también que no hay nada gratis. Por lo tanto, tiene que rascarse el bolsillo, porque los bienes y servicios son costosos de hacer; y si además exiges que te ofrezcan lo que quieres, más aún.

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Vender hamburguesas como turbinas

A mí me gusta el refranero porque en él se encuentran verdades como templos, expresadas de la forma más genuina y directa posible. Es el caso de uno de los dichos que más me gustan, que es el que reza «Zapatero a tus zapatos», ¡y que nadie piense que es una indirecta al expresidente José Luis Rodríguez Zapatero! En absoluto.

¿Y por qué traigo ese refrán a colación? Pues porque siempre que hablo de empresas y de lo importante que es que sepan lo que van a producir, cómo lo van a hacer y a qué público lo van a dirigir, me acuerdo de lo que nos pasó hace ya muchos años en una firma en la que estaba de consejero. Decidimos montar una cadena de hamburgueserías, conseguimos una franquicia importante y nos lanzamos al ruedo con toda la ilusión del mundo. Pero lo que nosotros sabíamos hacer, y muy bien por cierto, eran grandes bienes de equipo: turbinas, calderas; y de hamburguesas no sabíamos nada de nada.

Ese debió de ser el motivo de que el nuevo negocio acabara como el rosario de la aurora. Uno de los consejeros lo dijo claramente después de que perdiéramos unos millones (de pesetas, gracias a Dios): «Es que nosotros queremos hacer los bocadillos como las turbinas; y no nos salen». Así es: a la hora de montar una empresa no hay que improvisar nunca, sino saber muy bien el terreno que se pisa.

Sin el consumidor no funciona nada

Una cosa está bien clara: son los deseos humanos los que mueven la economía. Me dirás que también las empresas tienen algo que decir en esto y es verdad, pero piensa una cosa: las empresas no producen a la buena de Dios, dejándose llevar por una inspiración que las envíe a vender neveras con destino a Groenlandia. Es más, si los esquimales no consumen neveras, ten claro que las fábricas esquimales no producirán nunca neveras. A no ser que las hagan para exportarlas a otro sitio en el que tengan muchísima aceptación y se vendan como rosquillas.

En el fondo, no te digo nada que no sepas ya. Las fábricas producen aquello que saben que se va a vender. A veces se pueden equivocar, porque no son entes perfectos ni mucho menos (tendemos a olvidar que al frente de ellas hay personas como tú y como yo), pero no invertirán tiempo, dinero y esfuerzo en hacer algo que luego la gente no quiera comprar.

No podemos comprarlo todo

Hoy día hay infinidad de cosas que se pueden comprar y todo a nuestro alrededor es un estímulo constante para que gastemos dinero; a lo mejor en cosas que luego van al trastero porque no sirven para nada, y por las que la mujer nos echa una bronca de varios quilates, o en cosas que nos apetecen mucho y nos hacen muchísima falta. Los escaparates, la publicidad en radio, prensa y televisión, los anuncios de las calles y los autobuses, los rótulos luminosos. Todo nos incita a comprar y gastar.

Por supuesto, no podemos comprarlo todo, ya que aunque quisiéramos, nunca tendríamos dinero suficiente ni espacio donde guardar todo lo adquirido. Ni siquiera Bill Gates con todos sus millones y millones de dólares podría darse ese gustazo.

Una cosa está clara, y es que no vamos a amargarnos por no poder tener todo lo que queremos. Por eso la solución es escoger aquellos productos o bienes que más contribuyen a nuestra felicidad, entendida esta también como sinónimo de necesidades. Simplemente decidimos cómo gastar mejor los ingresos limitados de que disponemos, y decidimos no sólo lo que vamos a comprar, sino también cuántas unidades de cada cosa.

Comparar es un buen consejo

¿Cómo decidimos qué comprar? Un factor esencial que nos ayuda a escoger entre una cosa y otra es la utilidad, de la que ya te hablé en el capítulo 2. Fíjate también que he dicho escoger, y esa palabra lleva implícita otra, que es «comparar», porque detrás de toda selección hay una comparación previa. Comparamos:

punteo.png Precios, incluso si fuéramos Bill Gates o, lo que es lo mismo, un millonario responsable que no tira su dinero.

punteo.png Beneficios. Por ejemplo, si tengo 20 euros, ¿qué compro? ¿Una camisa de color salmón que hace juego con mi última corbata o una botella de un vino que me han recomendado unos amigos? Son cosas muy diferentes, sí, pero las comparo y, según la promesa de felicidad que me proporcionen en ese instante, me decidiré por una u otra.

Por otra parte, los economistas, y aquí hay que darles la razón, afirman que la gente se aburre incluso con aquellas cosas que le gustan a rabiar, en cuanto dejan de ser algo especial. Un ejemplo sencillo: a mí me encanta la cerveza; pues bien, si me tomo una me sabe, sin lugar a dudas, deliciosa, y más todavía si hace un día caluroso como esos que a veces nos toca soportar en Barcelona. Es más, hace tanto calor que decido tomarme otra cerveza. Por supuesto, está buena, pero el efecto ya no es tan magnífico como el de la primera. Si me tomo una tercera, ya creo que el mareo no me permitirá disfrutarla como se merece. Y con una cuarta, creo que tendrán que llevarme a casa o apañarme una mesita en el bar para que duerma la mona. De acuerdo, la cerveza tiene alcohol y se sube a la cabeza. Pero si en lugar de ella te digo que pienses en un pastelito de chocolate, ¿no te cansará comerte unas cuantas porciones? El placer inicial se acabará convirtiendo en hartazgo y casi en sufrimiento.

Pues bien, a esto tan lógico los economistas le han puesto un nombre asombroso: utilidad marginal decreciente. De ello ya te hablé un poco en el capítulo 2 a la hora de analizar el papel de los consumidores. Lo más increíble es que incluso se han hecho cálculos para estudiarlo, pero la verdad es que en este caso basta aplicar el sentido común y ese concepto de utilidad entendido como «aquello que me hace feliz». Por ejemplo, tomarme una cervecita bien fresca en una terraza de verano.

La empresa, el corazón del capitalismo

El consumidor compara, decide y compra unos determinados bienes y servicios. Pero alguien tiene que procurárselos y ese alguien responde al nombre de empresa. A no ser que te lo produzcas tú mismo (y aun así tendrías que abastecerte de herramientas o materias primas que otros producen), todo lo que comes, bebes, vistes, usas o conduces está producido por algún tipo de empresa.

Hacen falta empresarios

Cuando veo empresarios que salen en los periódicos pienso si son empresarios de verdad o sólo directivos, que tampoco es una vergüenza. En el fondo, lo que diferencia a uno y otro no es sólo que el empresario se juega su dinero, sino que lo haga de una forma sostenida en el tiempo. No sólo hay que poner en marcha muchas empresas, sino que no hay que dejar de hacerlo.

Yo, que soy un poco simplón, pienso que lo importante para un país es que tenga muchos empresarios grandes, medianos y pequeños que sepan dónde está el negocio y que se la jueguen; que sepan que los gastos fijos pueden llevarte a la ruina; que, como dicen en Cataluña, «vayan a por la pela» (y ahora por el euro) y tengan beneficios y creen puestos de trabajo (los justos, ni uno más ni uno menos). Cuando se dice que España ha crecido un X por ciento quiere decir que la riqueza de España ha crecido porque los empresarios han sabido crear riqueza.

De esto la verdad es que puedo hablar un poco. He sido consejero de varias compañías durante mi carrera profesional y, lo más importante de todo, he estado en contacto con empresarios de los de verdad, de los que arriesgan su dinero para hacer algo útil, dar trabajo y poner su granito de arena para que este país funcione un poquito mejor. Uno de ellos, sin ir más lejos, es mi vecino de San Quirico, que por lo que explico en estas páginas parece que se pase el día desayunando conmigo, pero lo cierto es que es un empresario como la copa de un pino. Alguien a quien, aunque ya no conduce los camiones para llevar los ladrillos, no le importaría volver a hacerlo si hiciera falta; alguien, en suma, que trabaja de lo lindo, diez, doce y las horas que haga falta para que todo funcione.

Por lo tanto, si a la hora de hablar de las empresas me remito a él y lo pongo como ejemplo de mis explicaciones, espero que sepáis comprenderme.

Una empresa es un conjunto de personas

Quizá la definición de empresa con la que he encabezado este apartado te decepcione un poco. Pero, a mi entender, una empresa es eso tan simple: un conjunto de personas. Ojo, no de unidades productivas como tanto les gusta decir a los economistas en lo que a mí me parece una auténtica aberración. Porque el trabajo lo hace una persona, no un robot. En el caso de un robot, si durante una temporada no trabaja se sustituye por otro y ni se nota. En el caso de una persona, también se puede reemplazar por otra, pero se nota, porque, aunque tenga la misma formación, la misma edad, la misma altura, la misma masa corporal y, además, sea su hermano gemelo, lo hará distinto.

Cada persona aporta su personalidad. Cuando Jaume, mi amigo camarero, está enfermo, lo sustituye otro que lo hace muy bien, que es muy majo y educado; pero no es Jaume, y se nota. Y cuando a la presidenta de la compañía X la sustituye durante una temporada otra señora, tan lista, tan preparada y tan trabajadora como la titular, se nota. Porque todos somos distintos; ninguno absolutamente inútil, ninguno despreciable. Todos mejorables y todos irrepetibles, gracias a Dios, porque si no, esto sería aburridísimo.

Es más, estoy convencido de que si un empresario considera a sus trabajadores como unidades de producción, su empresa irá de distinto modo que si piensa que las personas son eso: personas. ¡Casi nada! Eso por no hablar de que el modelo de «persona = unidad de producción» me parece tan anticuado que juraría que era el que estaba de moda en el Pleistoceno, que, por lo que he leído, fue la sexta época del período Terciario, que abarca desde hace dos millones de años hasta hace sólo diez mil. El modelo «persona = persona», en comparación, es mucho más sofisticado y completo que el otro, que debería estar ya arrinconado y lleno de telarañas.

Dos tipos de personas

La empresa la forman personas, sin duda, pero estas personas se pueden dividir en dos grandes grupos:

punteo.png Las que trabajan dirigiendo esas empresas, ya sea como empresarios o como directivos, y que están en esas asociaciones que la gente llama patronales, que es un nombre rancio y pasadísimo de moda, que se utilizaba cuando había un patrón que sacaba brillo a su reloj de oro mientras daba unos duros a sus obreros. El último patrón así falleció hace ya bastantes lustros y si queda alguno todavía, que se convierta rápido.

punteo.png Los que trabajan en esas empresas, en puestos que no son de dirección; lo que la gente llama trabajadores, nombre rancio y pasadísimo de moda, cuando los obreros recibían los duros extras que les daba su patrón. Dicen que estos señores están representados por los sindicatos, algo de lo que ni mi amigo de San Quirico ni yo estamos muy seguros.

No es tan tonto como parece

Si eres empresario o jefe en alguna empresa, a lo mejor te conviene leer esto. Antes de convertirme en gurú de la economía (quién me lo iba a decir a mí) hablaba bastante con gente de empresa; y sigo haciéndolo, incluso más que antes. Pues bien, muchas veces me encuentro con lo mismo: con jefes que piensan que todos sus empleados son unos inútiles. De ahí que se pasen el día vigilando a sus subordinados, sin dejarles vivir en paz y amargándoles la vida; y, de paso, amargándosela ellos también.

Las consecuencias son inmediatas: una baja de rendimiento enorme por parte de los trabajadores. Porque, ¿para qué van a trabajar si hay un señor que los vigila por encima del hombro para indicarles triunfalmente que vurro se escribe con b?

Ese empleado está deseando que llegue el viernes por la tarde, porque ve el lunes como algo lejanísimo y siempre con la esperanza de que durante el fin de semana el jefe agarre una gripe que lo deje tumbado unos cuantos días.

Pues bien, creo que es importante que los empleados tengan derecho a equivocarse. Como nos hemos equivocado tú y yo (y en mi caso, con alguna frecuencia). Tienen también derecho a ser felicitados cuando lo hagan bien, y ayudados y corregidos cuando hagan algo mal, sabiendo que ayudar significa ayudar y corregir no es lo mismo que decir «¡Ya te pillé!» y acto seguido pegar una buena bronca.

Nadie es tan tonto como parece. Y quizá el problema sea de los que, como jefes, no hemos sabido sacar de esa persona todo lo bueno que seguro atesora. Por eso, cuando oigo a esos directivos quejarse de que todos los trabajadores les funcionan mal, me resulta inevitable pensar: «¿Y si el tonto no es quien lo parece? ¿Acaso ese listo, listísimo, que se rodea de tontos, tontísimos, no será más tonto que todos ellos?».

Hay que evitar la caricatura del empresario

Es una realidad: los empresarios no gozan de la mejor de las imágenes. A este respecto siempre me acuerdo de un señor que una vez me definió a los empresarios como «depredadores carroñeros que suelen unirse al gran depredador; este quizá tenga más hambre que el primero, y también más vicios, por lo que es de las especies más dañinas».

Los comentarios sobran. Pero lo peor del caso es que está justificado por algunos ejemplos concretos, como el de esos empresarios especialistas del pelotazo que tanto han ayudado a hundir la economía al tiempo que se llenaban los bolsillos. Esos empresarios, que no se merecen el nombre de empresarios:

punteo.png Piensan que como a ellos se les ocurrió un negocio, los demás son unos desgraciados.

punteo.png Piensan que esos desgraciados sólo tienen derecho a cobrar lo menos posible, porque para eso ellos son los jefes, los amos, los que pusieron el dinero.

punteo.png Piensan que el horario de esas personas debe ser el que cada día les apetezca a ellos, en función de la hora de sus siestas, de si están de buen humor a las nueve de la noche…

punteo.png Piensan que si las cosas van bien es gracias a ellos y si van mal es culpa de los demás.

punteo.png Piensan que los demás les engañan siempre, que nadie juega limpio y si alguien hace algo bien, tienen un violento ataque de celos y se lo cargan, porque ¿a quién se le ocurre tener ideas?

Alguien así no es un empresario, sino un depredador —o sea, uno que «roba o saquea con violencia y destrozo»—. Si además es carroñero —o sea, «persona ruin y despreciable»—, tampoco es empresario. Es simplemente un tío ruin y despreciable.

Por lo tanto, urge conseguir que el empresario esté bien visto y que esa definición sea sólo la opinión de un señor y no la realidad. Y para que no sea la opinión generalizada hemos de conseguir que el empresario no sea eso, sino alguien que:

punteo.png Se juega su dinero.

punteo.png Se rodea de la mejor gente que puede.

punteo.png Respeta a los que trabajan con él.

punteo.png Da ejemplo con su trabajo y su dedicación a los demás.

punteo.png Forma un equipo, remunera bien a sus empleados y hace las reservas necesarias para que la empresa vaya bien, sin llevarse el dinero a casa en forma de dividendos enloquecidos.

Ese es el modelo de empresario que debemos perseguir, el de alguien que muchas veces duerme mal porque sabe que se juega su patrimonio y que hay bastantes familias que dependen de que él acierte. De esos, necesitamos muchos y muy buenos. Porque sin ellos no hay empresas. Y si no hay empresas, no hay puestos de trabajo para todos los que no son empresarios.

Una definición un poco más completa

La disquisición sobre lo que debe ser un empresario nos ha devuelto a las empresas. Que es precisamente de lo que quería hablar. En concreto, quería proponerte que tiráramos un poco más del hilo de esa definición de empresa apuntada un poco más arriba. Si lo hacemos así, nos sale que una empresa es:

punteo.png Un grupo de personas organizadas de una determinada manera.

punteo.png Que ponen en juego dinero y trabajo haciendo una actividad determinada.

punteo.png Para ganar la mayor cantidad posible de dinero.

punteo.png De forma responsable y sin dañar al prójimo (lo que suele llamarse «socialmente responsable»).

O, dicho en las palabras de mi amigo sobre su propia empresa: «gente matándose a trabajar doce horas al día para poder llegar a fin de mes».

¿Y si damos un paso más? Vamos a intentarlo; seguro que nos queda una definición para chuparse los dedos, y todo el mérito, si lo hay, será de mi amigo de San Quirico. Vamos allá. Una empresa es una cosa (él nunca ha sido muy preciso, hay que reconocerlo):

punteo.png Creada por una persona que tuvo la idea de fabricar un chisme o dar un servicio que le pareció que podía interesar a la gente.

punteo.png Ese individuo convenció a otras personas para que pusieran dinero, porque él no tenía todo el que hacía falta.

punteo.png Esas personas contrataron a otras personas para que trabajaran a diario en esa empresa, porque los que habían puesto el dinero no sabían nada de aquello y, por lo tanto, eran incompetentes y el que había tenido la idea era incapaz de llevarla a la práctica solo.

punteo.png Cuando empezaron se dieron cuenta de que necesitaban comprar materias primas y se las compraron a varias empresas —creadas también por personas y no por unidades de producción—, en las que otras personas habían puesto dinero, otras personas trabajaban dirigiendo y otras trabajaban produciendo.

punteo.png Una de las materias primas era el dinero. Por eso fueron a una empresa a la que llaman banco o caja de ahorros, creada por una persona, en la que pusieron dinero otras personas… Y ese banco o esa caja les dejó dinero. «Dejar» quiere decir aquí que tenían que devolverlo al cabo de un tiempo. Por eso a mi amigo le gusta decir que el banco o caja les alquiló el dinero durante una temporada, cobrándoles el alquiler en forma de intereses y comisiones.

punteo.png Una vez fabricados los chismes, se los vendieron a unas tiendas que, en realidad, no eran más que otras empresas en las que se había producido el mismo ciclo: el que tuvo la idea, el que puso las perras…

punteo.png Esas tiendas vendieron esos chismes a personas que pasaban por la calle. Y esas personas los compraron porque pensaron que esos chismes les irían bien.

Como has podido ver, a fin de cuentas siempre se trata de personas.

Y a ti, como persona que eres, ¿se te ha ocurrido alguna vez montar tu propia empresa? Si quieres, te ayudo a ello. Sólo tienes que pasar página y empezar a leer el próximo capítulo. Si ni se te pasa por la cabeza hacerte empresario, pero quieres saber algo más del funcionamiento interno de una empresa, te invito a hacer lo mismo. Quién sabe, a lo mejor cambias de opinión y te unes al club de los empresarios.