La economía vista a lo grande
En este capítulo…
La diferencia entre macroeconomía y microeconomía
Cómo se mide la riqueza de un país a través del producto interior bruto
Formas de calcular el producto interior bruto
Una vez, durante uno de esos desayunos que mi amigo y yo nos pegamos en el bar de San Quirico y durante los cuales intentamos arreglar el mundo (dicho sea de paso, con bastante poca fortuna), salió el tema de los presupuestos generales del Estado. Mi amigo quería que le explicara cómo funcionan e, incluso, como en él es más que habitual, me propuso el esquema que debía seguir en mi argumentación: «Si empezamos hablando de nuestras familias y luego subimos al Estado se entenderá todo mejor», me dijo. La verdad es que no le faltaba razón, porque hay que ver qué hacen las familias (para empezar, porque sin ellas no hay presupuestos ni nada) y luego ver qué hace esa suma de familias a la que llamamos España. España o Europa o el mundo, que a fin de cuentas de lo que se trata es de ir sumando.
Pues bien, un señor me dijo una vez que eso, en el fondo, no es más que la diferencia que existe entre la macroeconomía y la microeconomía.
Yo, que no entiendo de economía, pero sé leer, creo que cuando los entendidos hablan de microeconomía se refieren a la economía particular de mi familia o de mi empresa, pero lo hacen poniéndole un nombre raro para que parezca una cosa más seria; ¡cómo si no lo fuera ya de por sí! Y no se quedan sólo en el nombre, sino que van más allá y se ponen a analizar lo que llaman el comportamiento. Vamos, que está por entrarme complejo de ratoncito de laboratorio. Como si lo fuéramos, miran lo que hacemos para comer, producir, vender, y no sólo eso, sino que se fijan también en cómo lo hacemos y en qué gastamos e invertimos el dinero, y dónde y cómo lo gastamos.
Si estamos de acuerdo en que eso es la microeconomía, queda claro que si micro (partícula que viene del griego y significa «pequeño») lo sustituimos por macro (también del griego, pero con significado inverso), entonces tendremos lo mismo, pero a lo grande.
Los economistas definen la macroeconomía en los mismos términos que la microeconomía, con la diferencia de que suman aquí la actividad económica de las personas, las familias, las empresas y el sector público; o sea, lo que han producido, lo que han consumido, lo que han invertido y lo que han vendido, dentro y fuera del país. De este modo, el Estado tiene conocimiento de algo que se llama producto interior bruto en el momento de hacer la contabilidad del país, lo que le ayudará a medir la riqueza nacional y a compararla con la de otros países. A ver si es realmente grande como su nombre indica o, más bien, tenemos que avergonzarnos un poquitín de ella.
Según el sentido común, la microeconomía y la macroeconomía son como os las he explicado. Pero si queréis saber cómo definen los economistas estos dos grandes bloques en que se divide la teoría económica, no estará mal tampoco. ¿Acaso no dicen que el saber no ocupa lugar? Eso sí, siempre que sea saber de verdad, de aquel que se entiende, y no una cosa memorizada al tuntún y repleta de tecnicismos con los que suele disfrazarse la ignorancia.
Pues bien, en lenguaje de economista:
La macroeconomía estudia la economía como un todo orgánico, concentrándose en los factores que afectan al conjunto, como los tipos de interés, la inflación y el desempleo. También se ocupa de estudiar el crecimiento económico y de cómo los gobiernos utilizan las políticas monetaria y fiscal para moderar el daño ocasionado por las recesiones.
La microeconomía, en cambio, se concentra en las personas, en las empresas (sean grandes o pequeñas y medianas, las llamadas pymes y en los negocios individuales. En el primer caso, explica su comportamiento cuando se enfrentan a decisiones sobre cómo gastar o invertir el dinero. En el segundo, explica cómo se comportan las empresas para intentar conseguir los máximos beneficios.
O sea, lo mismo que yo os he explicado, pero redactado con otras palabras.
Y, dicho esto, ya os anuncio que el resto del capítulo irá sobre lo «grande», la macroeconomía. De lo «pequeño», pero no por ello menos importante, me ocuparé a lo largo de los capítulos 9, 10, 11, 12 y 13. Por lo tanto, si no puedes esperar a conocer de qué va eso que más nos afecta a los bolsillos, ve para allá sin perder más tiempo. Aunque yo te recomiendo que también le eches un vistazo a estas páginas, porque la macroeconomía y la microeconomía no son compartimentos estancos, sino que están completamente interrelacionadas.
No lo digo yo, que todavía me asombro del crédito que tengo hablando de ciertos temas (espero que nadie vaya a San Quirico a pedir referencias sobre mí), sino que lo dicen los profesionales: la macroeconomía considera la economía en su conjunto. Y yo, dentro de mi ignorancia, añadiría que la microeconomía hace lo mismo, sólo que a una escala más pequeña. Pero, en fin, como diría mi amigo Antonio, que fue mi primer jefe, «por estas tres habas no nos vamos a pelear».
A mí lo que de verdad me interesa de la macroeconomía son sus aspectos prácticos, aquellos cuyos efectos puedo notar en mi día a día. Por ejemplo, en algo tan cotidiano (y por otro lado tan micro) como ir a comprar el pan.
Estoy hablando de cosas como:
El producto interior bruto (PIB)
La inflación
Las recesiones
Estos tres son elementos importantísimos que influyen en los gobiernos a la hora de planificar la economía de un país o de un conjunto de países como es la Unión Europea. Planificar, te recuerdo, no en un sentido socialista, sino en otro que tiene en cuenta la vida propia de los mercados.
Dada la importancia de todos estos factores macroeconómicos, creo que lo mejor será ir viéndolos poco a poco. En este capítulo, desarrollaré el producto interior bruto, mientras que en el capítulo 5 te hablaré de la inflación y en el 6, de las recesiones.
¿Recuerdas la conversación con mi amigo de San Quirico que abría este capítulo? Lo cierto es que dio para muchas servilletas, que, por si no lo sabes, son mi soporte favorito para escribir. Porque a mí (supongo que lo habréis notado) me encanta hablar, pero a la hora de discurrir me gusta también ir escribiendo las ideas que aparecen en la conversación. Ideas que dan lugar a otras ideas y, para qué negarlo, también a muchas tonterías y a alguna que otra intuición espero que brillante (una copa de vino ayuda a esto último; dos a lo primero). Todo eso lo voy anotando en las servilletas del bar, cafetería o restaurante de turno, servilletas que luego me llevo a casa y ordeno a fin de que no se pierda nada valioso que haya podido salir durante la conversación. No lo he dicho pero, por supuesto, se trata de servilletas de papel, porque las de tela:
En fin, que si te digo que mis libros no son más que un conjunto de servilletas pasadas a limpio y puestas un poco en orden, debes creerme. ¡Y no pienses que este libro que tienes entre manos es una excepción!
Hecho este inciso (la próxima vez tengo que buscar esta palabra en el diccionario, porque siempre me ha hecho gracia), lo que quería que recordaras es que la macroeconomía de lo que se encarga es de medir la riqueza de cada país. Eso se plasma en un índice llamado producto interior bruto, PIB para los amigos de las palabras cortas.
El producto interior bruto es el valor de todos los bienes y servicios producidos en la economía de un país en un período dado de tiempo, que puede ser el que se quiera, aunque por lo general se opta por un trimestre o un año. El dato que se obtiene es esencial para el funcionamiento de la nación, pues es el que permite comprobar cómo se está comportando la economía: si crece o si, por el contrario, va hacia atrás como los cangrejos y entonces más vale que el gobierno de turno se deje de tonterías y tome las medidas oportunas para evitar una catástrofe.
¿Cómo se mide? Vamos a verlo.
Quizá te quede más claro qué es el producto interior bruto si lo ves como la contabilidad de un país. Es lo mismo que en una empresa o en tu propia familia: a lo largo de un año tienes unos ingresos y unos gastos. Si los primeros son superiores a los segundos, tendrás un dinerillo de más que podrás usar para invertir en un plan de ahorro o de pensiones, en cambiarte de coche o en hacer ese viaje que siempre has deseado a Egipto, antes de que el cambio climático acabe de convertirlo en un horno. Si en cambio el resultado es negativo, es decir que tienes más gastos que ingresos, no te quedará otra que endeudarte con el banco o pedir prestado a la familia o los amigos, sin olvidarte de apretarte el cinturón.
Pues eso es el PIB, la contabilidad de casa a escala estatal y macroeconómica. Con ese dato en la mano, los economistas se ponen el disfraz de Harry Potter y juegan a entender y predecir otras muchas cosas, como el ciclo económico, la inflación, el crecimiento económico y las políticas monetaria y fiscal. Eso sí, de unos años a esta parte parece que han perdido la varita mágica por algún sitio, porque menudo estropicio han armado (sea por activa o por pasiva) con esto de la crisis. Una crisis económica y de decencia que, aunque lo diga en este tono jocoso, no es para tomársela a broma.
Como es lógico, lo preferible es que el país cuente con un PIB alto y de rápido crecimiento, lo que significa que se dan muchas transacciones económicas que proporcionan a los habitantes los bienes y servicios que desean. Y eso hace que la gente sea más feliz. Así de sencillo. Porque un PIB alto no se traduce sólo en que una gran masa de gente pueda presumir de coche novísimo y cambiárselo como quien se cambia de camisa (iba a decir corbata, pero me parece que los que usamos esta prenda somos cada vez menos), sino también en una mejor atención médica o una educación pública de más calidad. Hay más dinero y ese dinero puede emplearse no sólo en cosas que obedezcan a nuestro propio interés egoísta, sino también en proyectos sociales dirigidos a los menos favorecidos.
El ideal, pues, es un PIB alto y hermoso. Sin embargo, como es usual cuando se habla de conceptos económicos, vienen los especialistas y no tardan en echarnos un jarro de agua fría. Y es que, atención, para el PIB no sólo computan lo buenos que somos y lo maravillosamente bien que producimos y consumimos, sino también otras cosas menos positivas.
Te lo explico con un ejemplo totalmente improbable, pero no por ello menos ilustrativo: imaginemos que una erupción volcánica arrasa San Quirico (iba a poner una inundación, pero es que río, aunque no sea para presumir, tenemos, mientras que volcanes, que yo sepa, no). Pues nuestro PIB local aumentará a medida que llevemos a cabo la reconstrucción de nuestras casas.
Y ya que estamos poniendo feo al PIB, todavía hay más por donde cogerlo. Así, un PIB alto y de crecimiento muy rápido suele venir acompañado de mayor contaminación y destrucción de los recursos naturales (basta ver el lamentable aspecto que presenta buena parte de nuestra costa, totalmente degradada), y de una mayor desigualdad social, pues el abismo entre la gente que gana mucho y la que gana poco o nada se puede acrecentar hasta el punto de crear tensiones.
Aun así, es mejor tener un PIB alto o medianamente alto, y de crecimiento constante, aunque sea lento, a tener otro bajo y en recesión, palabra esta sobre la que te hablaré en el capítulo 5.
Para que el PIB sea creíble debe contabilizar todas las transacciones económicas que se realizan en el período de tiempo que se quiere estudiar, sea un trimestre o un año. Y dado que el ingreso tiene que ser siempre igual al gasto, tanto da si se cuenta sumando todos los ingresos habidos o contabilizando todos los gastos. Aunque si se le pregunta a los economistas qué sistema prefieren, dirán sin dudarlo un solo instante que el de contar los ingresos.
¿Por qué? Pues por la sencilla razón de que los gobiernos, y aquí tanto da el signo y el color que tengan, obligan tanto a los particulares como a las empresas a dar cuenta de todo lo que ganan hasta el último céntimo a fin de imponernos los correspondientes impuestos.
¿Y qué ingresos tiene el Estado? Básicamente los de estas cuatro categorías:
Salarios. Son los ingresos del trabajo que reciben los trabajadores por cuenta ajena por la labor que realizan.
Rentas. Son los ingresos que reciben los propietarios de terrenos y propiedades inmobiliarias de aquellos a quienes los tienen arrendados.
Intereses. Son los proporcionados por el capital, entendido este en el mismo sentido del capítulo 3, es decir aquellos bienes que sirven para fabricar o manufacturar otros bienes destinados al consumo. En este caso se incluyen, por ejemplo, los intereses que hay que pagar sobre un préstamo para hacerse con máquinas, automóviles y ordenadores, entre otros útiles de trabajo.
Beneficios. Son los ingresos de las empresas que obtienen los empresarios, esa gente que arriesga su dinero en un negocio.
Como bien sabrás por tu propia experiencia, estas cuatro fuentes de ingresos están gravadas por impuestos. Me dirás también que algunas cosas de estas son más propias de la microeconomía que de la macroeconomía, y en parte tienes razón, porque hablan de cosas que tienen que ver con las empresas y las personas. ¿Acaso no eres tú quien cobra por un trabajo realizado? ¿O la empresa de mi vecino de San Quirico la que obtiene beneficios? Todo eso es cierto, pero por definición la macroeconomía mira la economía en su conjunto, y en ese conjunto se incluye todo, también la microeconomía.
Otro modo de contar
Pero si en lugar de tener en cuenta los ingresos quieres conocer el PIB a través de los gastos, entonces estos son los parámetros que debes tener presentes en todo momento:
El consumo. Es el gasto hecho por los hogares en bienes y servicios, da igual si en el país donde se vive o en el extranjero. En otras palabras, es todo aquello que compramos, ya sea algo tangible (una casa, un coche, una bufanda, una cafetera, un lápiz o un libro como éste) o algo efímero (la comida, la gasolina, la energía, entre otras muchas cosas). Este apartado es muy importante, pues suma nada menos que el 70% del PIB. Por algo será que vivimos en una sociedad llamada de consumo.
La inversión. Este es el gasto que las empresas realizan en lo que los economistas llaman bienes de capital, que no son otra cosa que los edificios, fábricas, locales y equipos necesarios para que el negocio funcione. Por supuesto, han de ser bienes nuevos, que se adquieran en el año que el PIB contabilizará. Así, si mi amigo de San Quirico quiere adquirir un local porque está pensando en ampliar su negocio porque las cosas le van muy bien (es sólo un ejemplo, porque ahora con la crisis económica no está para muchas alegrías), esa compra contará en el capítulo de la inversión. Lo mismo si lo que quiere es renovar la flota de furgonetas o cambiar todo el sistema informático por uno más nuevo y eficaz.
Las compras de bienes y servicios del gobierno. Aquí entra todo, desde un cuadro de Francisco de Goya que se expone en el Museo del Prado hasta la libreta en la que la secretaria lleva la agenda del presidente del gobierno y el bolígrafo con el que apunta.
Las exportaciones netas. O, lo que es lo mismo, las exportaciones realizadas a lo largo de un año (los productos, sean del tipo que sean, que vendemos al extranjero, como nuestras naranjas), a las que hay que restar las importaciones (esos otros productos que el resto del mundo hace y que nosotros compramos, sea porque no tenemos materia prima o porque fuera lo hacen mejor, más bonito y más barato). Si exportamos más que importamos, tendremos superávit comercial, y si sucede al revés —traemos de fuera más de lo que llevamos— entonces tendremos déficit comercial. Es lo que se llama balanza comercial, como se podría haber llamado «diferencia entre exportaciones e importaciones», que es más largo, pero lo entenderíamos todos a la primera. Tendremos ocasión de volver sobre ello cuando en el capítulo 5 te explique mi teoría del engrase.
La suma de estos cuatro gastos da como resultado el PIB.
Lo cierto es que si no ha habido error a la hora de contabilizar, da igual que cuentes gastos o ingresos: el resultado debería ser siempre idéntico.
Al saco antes de salir a la calle
En uno de nuestros ya famosos desayunos, mi amigo un poco harto de tanto PIB y PGE (presupuestos generales del Estado) me espetó un día: «A ver, tú que sabes tanto, ¿cómo contabiliza el PIB los bienes que yo produzco: cuando los doy por acabados o cuando consigo venderlos?». Pues la respuesta correcta es la primera, cuando acaban de producirse; entonces se contabilizan como parte del PIB. Es el caso, por ejemplo, de una casa. Acabada de construir, la tasan en 250 000 euros; esa cantidad es la que se cuenta como parte del PIB, y luego tanto da si la vendes o te la comes con patatas, como ahora parece que es habitual dada la saturación del mercado inmobiliario. Por otra parte, esa casa sumará en el PIB del año en que se acabe. Si la das por buena en 2011, da lo mismo que la vendas en 2012, en 2018, en 2021 o en 2357: contará en 2011 y punto. Luego se considerará una cosa vieja (qué rápido envejece todo) y ya está.
Lo mismo vale para coches, ordenadores, zapatos, mesas, botellas de agua, televisores, iPads o cualquiera de esos cacharros tecnológicos que usan mis nietos y que a mí, que aporreo mi ordenador como si fuera mi vieja máquina Olivetti, tanto me confunden.
¿Por qué todo esto? Pues porque la venta no tiene nada que ver con la producción (que sí cuenta en el PIB), sino que se considera un intercambio de activos (que no cuenta en el PIB), entendiendo activo como algo que proporciona un suministro de servicios que tú y yo consumimos.
Eso sí, ¿qué puede pasar? Pues que en un año se produzca muy alegremente, el PIB aparezca insólitamente alto y todos seamos muy felices por ello, pero que de lo que hemos producido no se venda nada, sino que todo se acumule en los almacenes. De tal modo que, al año siguiente, nuestros empresarios decidan producir menos y, sin darnos cuenta, acabemos de lleno en la recesión. O sea, en un PIB con números preocupantemente negativos…
A la hora de contabilizar el PIB puede darse el caso de que algunas empresas tengan en propiedad sus oficinas y terrenos, y no en alquiler. La empresa entonces es dueña de esos recursos y no ha de pagar nada para obtener esos servicios. Y lo mismo pasa con un particular.
Eso se llama activo, un bien que no se consume directamente, pues lo que se consume son los servicios que proporciona. Así, en una empresa, el activo puede ser el local donde realiza su labor. Y para una persona, puede ser la casa en que vive. Esa casa podemos comprarla y disfrutar de todos los servicios que comporta como vivienda, o se la alquilamos a su dueño, de modo que por una cantidad determinada de dinero podremos disfrutar también de esos mismos servicios. Si la propiedad es nuestra, entonces tenemos un activo.
Pero de ello ya habrá ocasión de hablar en los capítulos 10 y 11, dedicados a las empresas y sus balances.