Una crisis de decencia
En este capítulo…
Una vez más, es necesario hablar claro y que todo se entienda
En esta crisis ha habido una gran falta de valores y ética
Cómo funciona el gran timo de la sociedad piramidal
Reclamar objetivos indecentes es otra forma de indecencia
No te descubro nada nuevo si te digo que estamos ante una crisis de las gordas. Lo es tanto, que debería alumbrar una nueva forma de entender el día a día. Las instituciones deberían hablar más claro, las entidades financieras deberían entender qué están vendiendo y la gente debería exigir que se le hablara de forma inteligible. Porque hemos llegado a una situación en que ni unos ni otros saben la dimensión real de la crisis, e incluso desconocen qué la originó.
Con esta misma idea, creo que tendríamos que valorar lo siguiente:
No se sabe cuál es la dimensión real de la crisis porque ni los que la originaron la han entendido. Crearon una serie de productos financieros para ganar mucho dinero y los repartieron por el mundo sin ninguna moderación. Se han dado cifras escalofriantes que van desde los 100 000 millones de dólares a los 5,3 trillones (con t) de dólares. Está claro que nadie sabe de qué estamos hablando.
Estos productos tan complicados no se hubieran repartido por el mundo si los otros bancos que los compraron los hubiesen entendido. Por lo tanto, han estado vendiendo y comprando cosas que no comprendían. ¿Quiénes son responsables de eso? Pues los presidentes, consejeros, directores de oficina, empleados… Evidentemente, y como consecuencia, también el cliente final, desde el momento en el que le han dicho que va a invertir «en unos fondos estructurados garantizados por obligaciones» y se ha quedado perplejo, intrigado y curioso. Además de tener la sensación de ser un ignorante por no entender de qué le hablan.
Algo huele a podrido en Dinamarca y aquí
Esto de la crisis debería, como mínimo, servir para hacer un poco de limpieza, porque, como en el Hamlet de William Shakespeare, mucho hay que huele a podrido. Para empezar, apesta que un manojo de desaprensivos se haya dedicado a inventar cosas, ponerles nombres extraños y repartirlas por todo el mundo. Ha habido mucha gente, como los jefes de mi amigo de la caja de ahorros de San Quirico, que las han comprado poniendo cara de entender, cuando en realidad les estaban pegando el timo de la estampita. Ellos, a su vez, se las han contado a sus subordinados, que tampoco las entendían; y estos las han vendido a los de San Quirico, que, para no ser menos, tampoco han pillado nada.
Lo peor de todo es que esa gente que nos ha metido en esto suele salir bien librada, mientras que los desgraciados que les hemos creído salimos mal o muy mal. ¿Un ejemplo? El invento de privatizar los beneficios y socializar las pérdidas. O sea, cuando los financieros ganan, pues ganan; a su bolsillo va. Pero cuando pierden, el Estado se queda el problema y los contribuyentes tenemos que rascarnos el bolsillo. No sé a ti, pero a mí me suena un poco feo.
Mi amigo, que es muy básico, me lo dijo hace poco: «¿Te acuerdas del crac del 29? Se suicidaron no sé cuántos banqueros. ¿Cuántos se han suicidado ahora?». Por supuesto, ni mi amigo ni yo somos partidarios de que la gente se quite la vida, pero lo entiendo. Entiendo que quiere decir que aquellos señores tenían un concepto claro de su responsabilidad. Ahora no; ahora ni se tiran ni se ensucian. Se van a su casa y me temo que con una buena indemnización.
Por lo tanto, es primordial hablar claro. Si hubiera sido así desde el principio, el comportamiento de todos los implicados hubiera sido más decente o habrían sido pillados in fraganti intentando embaucar a cientos de personas. En resumidas cuentas, además de ser una crisis financiera y de confianza, estamos, sobre todo, ante una crisis de decencia, pues más de uno se ha enriquecido provocándola.
Dicho esto, hay que salir adelante. Tenemos el diagnóstico: una crisis descomunal. Sabemos qué ha fallado: la comunicación, la decencia, el todo vale. Ya sólo queda que nos pongamos a hacer lo que realmente sabemos hacer: trabajar; porque en el momento en que salgamos de este túnel —y saldremos, no lo dudes—, seremos más fuertes.
La primera vez que le comenté mi análisis de la crisis ninja a mi amigo de San Quirico me saltó diciendo que él no se fiaba ya de nadie porque «aquí ha habido una falta de ética empresarial que no se la salta un gitano», dicho sea con perdón de los gitanos.
Tenía razón. En esto de la crisis ha habido una gran falta de ética. Pero también creo que a veces se usa esta palabra muy a la ligera. Fíjate que en los medios de comunicación se suele hablar de muchas éticas: una ética socialista, una empresarial, una de Occidente contrapuesta a la de Oriente, una deportiva. Todo en función de si uno le da patadas a un balón, es carnicero, afiliado a un partido político o miembro de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Pocas veces se habla de la ética sin alguno de esos aditivos, que en letra impresa, son los adjetivos. Para mi siempre reverenciado diccionario de la Real Academia Española, ética es «aquella parte de la filosofía que trata de la moral y de las obligaciones del hombre». De la moral, un concepto que se suele menospreciar bastante, dice que «se refiere a las acciones de las personas desde el punto de vista de la bondad o de la malicia».
Quiero llamar tu atención sobre tres palabras que me parecen fundamentales y que aparecen en esas definiciones. La primera es filosofía, entendida en su sentido etimológico de «amor por la sabiduría»; las otras dos son bondad y malicia. Conforme a ellas, para mí la ética debería señalarnos, de acuerdo con la sabiduría, lo que hay que hacer para:
Saber en qué consiste la bondad o malicia de las cosas.
Actuar en función de ese saber. O sea: «Yo sé que esto es bueno: lo hago. Yo sé que esto es malo: no lo hago».
Eso debería ser como un manual de instrucciones que deberíamos seguir siempre. Una norma moral objetiva, nombre que no está muy de moda hoy, cuando lo que vale es precisamente el «todo vale». Esa norma será la misma en todos los campos, el social, el económico, el familiar, el deportivo. Esto es, una norma universal.
Uno de los ejemplos más flagrantes de esa falta de ética, moral y decencia que ha provocado esta crisis lo tenemos en el negocio de las sociedades piramidales. Negocio para quien lo idea, timo para el que, llevado por su ingenuidad o su codicia, cuando no por ambas, cede su dinero al estafador.
El mecanismo es tan elemental, que produce sonrojo que una y otra vez la gente siga cayendo en él. Pero pasa también con esos trileros que te encuentras en cualquier ciudad y que, al grito de «¿Dónde está la bolita?», despluman en un abrir y cerrar de ojos a los incautos que se acercan a ellos.
Seguramente te sonará el nombre de Bernard Madoff. Ahora está en la cárcel (y con toda justicia), pero no hace tanto todos estaban deseando codearse con él pues era, sin discusión, el mago de las finanzas que conseguía el milagro de dar duros a 4 pesetas. Todo el mundo quería poner su dinero en sus manos o, mejor dicho, en la empresa de inversiones que llevaba su nombre y que funcionaba, atención, ¡desde 1960! Imagínate la cantidad ingente de dinero que este señor consiguió llevarse durante casi cincuenta años; se cree que la cifra puede rondar los 50 000 millones de dólares, lo que daría a Madoff el dudoso honor de ser el mayor estafador de la historia.
Pues bien, la empresa de inversiones de Madoff es un ejemplo claro de sociedad piramidal, si bien él no puede jactarse de haber inventado tal artilugio (en todo caso, ese igualmente dudoso honor recaería en el italiano Carlo Ponzi, a principios del siglo XX), sí es cierto que lo llevó a su máxima expresión.
Aunque no sea muy recomendable (la policía está muy sensible ahora con estos temas), vamos a jugar a que nosotros también montamos nuestra sociedad piramidal. ¿Qué necesitamos? Pues lo primero de todo, buscar «inversores». Pero antes procederemos a bautizar nuestra empresa; si te parece bien, podemos llamarla Abadía Associated, que en siglas es AA y eso nos dará una buena imagen, pues a alguno le recordará a esas AAA y AA con las que las agencias de rating de las que te hablaba en el capítulo 14 premian a las empresas y gobiernos más «fiables».
Un rendimiento tentador
Tenemos, pues, nuestra flamante Abadía Associated. Y para darle sentido, buscamos a cien señores que pongan 100 euros cada uno. Para convencerlos no basta con hacerse el simpático, sino que hay que ponerles un buen caramelo en la boca. Por ejemplo, el 20% de rendimiento anual.
Un centenar de personas a 100 euros por cabeza dan 10 000 euros. Ese es nuestro capital, que no está mal para empezar. Ahora lo que haremos es sacar el 20% del dinero que han puesto. Así, a los 10 000 les restamos 2000, que repartiremos entre nuestros inversores, y nos quedarán 8000 euros. A cada uno de esos cien señores que confían en nosotros le pediremos que le cuente a un amigo lo buenos que somos y que lo convenza de que invierta en Abadía Associated.
El éxito nos sonríe y llegan cien nuevos señores, con 100 euros cada uno. Serán 10 000 euros más. Y tenemos 8000 euros de antes, que sumados a esos 10 000 dan 18 000 euros.
Al igual que a los primeros 100 señores, a estos cien nuevos les damos el 20%, o sea, 2000 euros. Ahora, si a los 18 000 les restamos 2000 que habrá que repartir, nos quedarán 16 000 euros.
Como somos gente agradecida, a los primeros cien inversores les damos el 5% por haber traído a los cien segundos inversores; o sea, el 5% de 10 000, que son 500 euros.
Llegados a este punto, toca hacer un resumen de la situación:
Los primeros inversores han puesto 10 000 euros y han cobrado el 20% como interés y el 5% como comisión, o sea, 2500 euros.
Los segundos inversores han puesto 10 000 euros y han cobrado el 20% de intereses, o sea, 2000 euros.
A nosotros nos quedan 16 000 − 500 = 15 500 euros, que nos llevamos a algún lugar bien discreto.
Solventado este paréntesis, retomamos el hilo y nos dedicamos a convencer a los primeros inversores, a los segundos… de que traigan a más inversores con 100 euros cada uno. Y así, sucesivamente. Ellos ganan, y nosotros seguimos llevándonos los euros a un lugar discreto.
Hasta que un día…
Todo va bien hasta que un día:
Uno de los señores quiere que le devolvamos su dinero. Se lo devolvemos.
Cien señores quieren que les devolvamos su dinero. Se lo devolvemos.
Mil señores quieren que les devolvamos su dinero. En ese momento anunciamos que las inversiones se han perdido debido al agravamiento de la situación internacional y a la turbulencia y volatilidad de los mercados financieros, frases que nadie entiende, entre otros motivos porque son falsas.
Si no hemos tenido tiempo de cambiar de identidad y volatilizarnos nosotros también hacia el mismo sitio donde tenemos el dinero, que puede ser un paraíso fiscal dotado de un clima excelente, lo que viene a continuación es que nos detienen y nos ponen en arresto domiciliario, con una pulserita electrónica; o, directamente, entre rejas.
Pues bien, queda claro que para hacer esto hay que ser un sinvergüenza. Pero quitado ese pequeño inconveniente, hay que reconocer también que el sistema es así de fácil. Y que con él han estafado miles de millones de dólares, ¡y a gente lista!
No sólo eran particulares, sino también bancos con nombre y pinta de serios. Bancos a los que luego hemos ido a recuperar nuestro dinero y nos han dicho que qué pena, que habían conocido a un señor con nombre que sonaba a ruso que había inventado una cosa piramidal que no sabíamos que era piramidal, y que entre pirámide y pirámide, nuestro dinero ha desaparecido, pero que no nos preocupemos, porque ese señor ya está en la cárcel. ¡Y aún le falta compañía!
Y, pese a todo, casi sería mejor que ese señor, ese tal Madoff y todos los de su calaña, estuvieran fuera de la cárcel, bien instalados en sus despachos de la Quinta Avenida, convenientemente asegurados a los sillones por una cadena y una bola pesada, y haciendo negocios de los de verdad para devolvernos nuestro dinero.
La falta de decencia no tiene que ver únicamente con la estafa pura y dura. Me di cuenta de ello un día, después de dar una conferencia en la que conté todo lo referente a la crisis ninja, lo de los productos financieros extraños con nombres más extraños aún, lo de la venta de esos productos al prójimo, lo de las estafas… Tras la conferencia se abrió un coloquio y uno de los asistentes me dejó con la mosca tras la oreja al afirmar que «la culpa de todo lo tiene el que inventó la palabra objetivo».
Aunque me voy acostumbrando a que en las conferencias, en la televisión, por escrito en los periódicos o en mi blog me hagan preguntas difíciles, la gente siempre me sorprende porque pone el dedo en cuestiones sobre las que no había caído. Eso me sirve para discurrir y, en muchos casos, para recibir una buena cura de humildad, porque a veces hay que sonreír y decir claramente «no lo sé». Sin duda, mucha gente pensará que menudo gurú estoy hecho, pero prefiero esa sinceridad a meterme en un jardín del que no sepa salir y en el que necesite recurrir a frases hechas vacías y embustes más o menos ingeniosos.
Pero a lo que iba. En ese caso, el que intervenía me ayudó porque continuó diciendo: «Imponen unos objetivos brutales, hacen vender cosas extrañas y obligan a venderlas en un plazo muy corto. Si el vendedor las coloca, bonus fuerte; y si no las venden, a la calle. ¡Y luego quieren que la gente sea honrada!».
Hasta ese momento yo había visto bien lo de los objetivos. De hecho, era imposible que en cierto sentido no me sintiera aludido, pues yo mismo ayudé a implantar en bastantes empresas lo que antes se llamaba dirección por objetivos, DpO, y me salía bastante bien. Es algo que siempre me ha gustado porque me parece que ayuda a ordenar las cosas y a evitar que algunos pongan cara de agotamiento diciendo que tienen mucho trabajo para luego darte cuenta de que hacen más bien poco.
Es más, en broma, siempre digo que fue mi mujer la que inventó la DpO cuando, ante la avalancha de hijos que iban llegando, la cantidad de amigos que traían y la cantidad de trabajo que había siempre en casa, decidió que —excepción hecha de los más pequeños, Helmut y nuestro visitante petirrojo— todos tuviésemos un encargo. Así, cuando un hijo, hija o, incluso el marido, nos quejábamos de la cantidad de cosas que teníamos que hacer, mi mujer siempre sacaba su pregunta: «¿Has puesto la mesa?». Con ello, el que tenía por objetivo poner la mesa enrojecía y decía que no había tenido tiempo, que estaba en ello. Mi mujer, implacable, seguía: «No tenías otra cosa que hacer».
Por lo tanto, entiendo lo de los objetivos y defiendo esa política. Otra cosa es que se prostituya o, lo que es lo mismo, hacer que algo bueno se convierta en malo por el mal uso que se le da. Concretamente:
Porque el objetivo, en sí, es inmoral. Aquí la lista puede ser bien larga:
Porque el producto es malo («una castaña», como diría mi amigo Alberto).
Porque el producto, en su concepción y en su desarrollo, es porquería (lo de «la concepción y el desarrollo» es un modo ininteligible de referirme a esos productos financieros que, con base ninja, se vendieron a medio mundo).
Fijar los objetivos así es una vergüenza. Para que quede claro, «así» quiere decir:
Imponerlos, no negociarlos, no ver si el otro es capaz de hacer lo que se le encarga. Considerarlo como «unidad de producción», no como persona que discurre.
Imponerlos a corto plazo: «Para mañana deberá usted vender veintisiete paquetitos de porquería».
Y, para acabar de estropearlo, ligarlos a la remuneración. Lo que dijo aquel señor de la conferencia: bonus fenomenal, si vende; a la calle, si no vende.
Ya sé que cuando uno hace una inmoralidad, el culpable es él. Que no se puede echar la culpa al vecino, en este caso, al superior jerárquico. Pero el superior jerárquico tiene que darse cuenta (que para eso tiene uno o varios másteres) que a la gente no se le puede exigir la heroicidad constante, porque con frecuencia esa persona tiene mujer o marido e hijos que mantener y, ante la extorsión de su jefe, comete la inmoralidad.
En este sentido, sólo puedo dar la razón al señor que intervino en mi conferencia.