Escena única
(Pirgopolinices, Artotrogo)
PIRGOPOLINICES.— (Saliendo de casa y hablando con los esclavos que están dentro.) Más luciente que los rayos del sol en un día de cielo límpido me habéis de dejar el escudo: que, cuando llegue el caso, su brillo ciegue en medio de la batalla la vista de las filas enemigas. [5] Es que quiero consolar a mi espada, que no se lamente ni desespere de que la lleve ya tan largo tiempo sin oficio, cuando está la pobre infeliz ardiendo en deseos de hacer picadillo a los enemigos. Pero ¿dónde está Artotrogo?
ARTOTROGO.— [10] Aquí, a la vera del varón valeroso y afortunado, un príncipe se diría, un guerrero..., ni el dios Marte osaría nombrar ni comparar sus hazañas con las tuyas.
PIRGOPOLINICES.— ¿A quién te refieres, a ese que salvé yo en las llanuras de los Gorgojos, [15] donde era general en jefe Bumbomáquides Clitomestoridisárquides, de la prosapia de Neptuno?
ARGIRIPO.— Sí, sí, lo recuerdo. ¿Tú dices aquel de las armas de oro, cuyas legiones desvaneciste de un soplo, al igual que el viento las hojas o las pajas de un tejado?
PIRGOPOLINICES.— Bah, eso es cosa de nada.
ARTOTROGO.— [20] Cosa de nada si es que lo vas a comparar con otras hazañas que yo podría contar, (al público) y que no has jamás llevado a cabo; si es que alguien ha visto en toda su vida a un hombre más embustero o más fanfarrón que éste, aquí me tiene, soy todo suyo —solamente, eso sí las aceitunas esas que se comen en su casa, son de locura—.
PIRGOPOLINICES.— [25] ¿Dónde te has metido?
ARGIRIPO.— Aquí, aquí. Caray, o aquello del elefante en la India, cómo fuiste y de un puñetazo le partiste un brazo.
PIRGOPOLINICES.— ¿Un brazo?
ARGIRIPO.— Una pata quise decir.
PIRGOPOLINICES.— Pues le di así como quien no quiere la cosa.
ARGIRIPO.— Bueno, es que si te pones, pues entonces, que se te cuela el brazo por la piel, [30] las entrañas y la osamenta del bicho.
PIRGOPOLINICES.— Dejémonos ahora de eso.
ARGIRIPO.— Caray, tampoco merece la pena que me cuentes tú a mí tus hazañas, que me las sé al dedillo; (aparte) el estómago es el culpable de todas estas penas: los oídos tienen que sacrificarse en favor de los dientes, [35] que no les entre dentera, y no hay sino decir amén a todos sus embustes.
PIRGOPOLINICES.— Espera ¿qué es lo que iba yo a decir?
ARGIRIPO.— ¡Ah, ya! Sí, ya sé lo que quieres decir, sí, así fue, lo recuerdo perfectamente.
PIRGOPOLINICES.— Pero ¿el qué?
ARGIRIPO.— Lo que sea.
PIRGOPOLINICES.— ¿Tienes…?
ARGIRIPO.— Las tablillas quieres, ¿verdad?, las tengo, y también un punzón.
PIRGOPOLINICES.— Es una maravilla cómo me sirves los pensamientos.
ARTOTROGO.— [40] Mi deber no es sino estar puntualmente al tanto de tus inclinaciones y desarrollar un olfato especial para adivinar con antelación todos tus deseos.
PIRGOPOLINICES.— Vamos a ver, ¿lo tienes aún presente?
ARGIRIPO.— Sí, señor: ciento cincuenta en Cilicia, cien en Escitolatronia, treinta sardos [45] y sesenta macedonios son los hombres a los que diste muerte en un solo día.
PIRGOPOLINICES.— ¿Cuántos hacen en total?
ARGIRIPO.— Siete mil.
PIRGOPOLINICES.— Ni más ni menos. La cuenta es exacta.
ARGIRIPO.— Pues no es que los tenga escritos, pero, así y todo, me acuerdo.
PIRGOPOLINICES.— Caray, tienes una memoria excelente.
ARGIRIPO.— Los buenos bocados me la refrescan.
PIRGOPOLINICES.— [50] Mientras no cambies de conducta, no te faltará de comer, podrás participar siempre de mi mesa.
ARGIRIPO.— Pues ¿y en Capadocia, donde, si no llega a ser porque la espada estaba embotada, te cargas a quinientos de un solo golpe?
PIRGOPOLINICES.— No, es que como no eran más que soldados rasos, les perdoné la vida.
ARTOTROGO.— [55] Nada, ¿a qué voy a venirte yo a contar lo que todo el mundo sabe, esto es, que tú, Pirgopolinices, eres un ser único en el mundo por tu valentía, tu beldad y tus hazañas? Todas las mujeres se enamoran de ti, y no sin razón, puesto que eres tan guapo; [60] como aquellas que me tiraban ayer de la capa.
PIRGOPOLINICES. ¿Qué es lo que te decían?
ARGIRIPO.— Bueno, me preguntaban: «oye, ¿es Aquiles?». «Aquiles no, digo, pero es su hermano». Y entonces va la otra y dice: «pues anda, que no es guapo, y además, qué buen porte; ¡fíjate lo bien que le cae la cabellera! [65] Verdaderamente, hija, qué suerte que tienen las que se acuestan con él».
PIRGOPOLINICES.— ¿De verdad que decían eso?
ARGIRIPO.— ¡Pero si hasta me suplicaron las dos que te hiciera pasar hoy por allí como en un desfile!
PIRGOPOLINICES.— Verdaderamente que es una verdadera desgracia esto de ser demasiado guapo.
ARGIRIPO.— A ver, pero así es: no me dejan vivir, me ruegan, me asedian, [70] me suplican que las deje verte, me dicen que te lleve con ellas, de forma que no me queda tiempo para ocuparme de tus asuntos.
PIRGOPOLINICES.— Me parece que es hora de que nos acerquemos al foro, para que les pague su sueldo a los mercenarios que alisté ayer aquí, [75] que el rey Seleuco[18] me ha rogado con mucha insistencia que se los reclutara. Hoy quiero emplear el día a su servicio.
ARGIRIPO.— ¡Venga, vamos allá!
PIRGOPOLINICES.— ¡Vosotros, los de mi guardia, seguidme! (Se van al foro.)