Acto II

Escena I

(Líbano)

LÍBANO.— ¡Caray!, de verdad, Líbano, ahora es mejor despabilarse [250] e inventar alguna estratagema para hacerse con el dinero. Ya hace mucho que dejaste al amo y te fuiste a la plaza, para urdir algún engaño para encontrar el dinero. Allí te has pasado todo el rato hasta ahora dormitando sin dar golpe; venga, sacude esa indolencia, fuera con esa dejadez, vuelve otra vez a tu ladina condición de siempre; [255] ayuda a tu amo, no hagas como suelen la mayoría de los esclavos, que no son listos más que para engañarle. Pero, ¿de dónde lo voy a sacar?, ¿a quién birlárselo?, ¿a dónde dirigir mi embarcación! (Mirando al cielo). Ya tengo los augurios y los presagios: las aves permiten cualquier dirección: el pájaro carpintero y la corneja por la izquierda, el [260] cuervo y el quebrantahuesos por la derecha me alientan de consuno; desde luego que estoy dispuesto a haceros caso. Pero, ¿qué significa eso de que el picoverde golpea el olmo? Seguro que no es una casualidad. Por lo menos, según lo que yo deduzco del augurio del picoverde, hay vergajos preparados o para mí o para Sáurea, el mayordomo. Pero, [265] ¿por qué vendrá ahí Leónidas corre que corre jadeando de esa forma? Eso me inquieta, viene por la izquierda, mal agüero para mis proyectos de engaño.

* * * *

Escena II

(Leónidas, Líbano)

LEÓNIDAS.— (Viene corriendo). ¿Dónde podré encontrar ahora a Líbano o al hijo del amo, para que pueda ponerlos más alegres que unas pascuas? ¡Menudo es el botín y el triunfo que les traigo con mi venida! Juntos nos cogemos las [270] melopeas[3a], juntos nos vamos de golfas, junto con ellos quiero repartir también el botín ganado.

LÍBANO.— (Aparte). Ese tío ha desvalijado alguna casa según su costumbre. ¡Ay del que no ha sabido guardar su puerta!

LEÓNIDAS.— Me comprometería con gusto a ser esclavo de por vida con tal de encontrar ahora a Líbano.

LÍBANO.— [275] ¡Caray!, desde luego por lo que a mí toca, no vas a ser libre muy pronto.

LEÓNIDAS.— Y encima ofrecería doscientos palos con cargo a mis espaldas y además dispuestos a multiplicarse.

LÍBANO.— Éste se queda sin su peculio, porque todo su tesoro lo lleva cargado a sus espaldas.

LEÓNIDAS.— Porque es que si Líbano deja escapar ahora esta ocasión, nunca jamás podrá volver a echarle mano, así [280] vaya tras ella con una cuadriga de corceles blancos; dejará al amo cercado de sus enemigos y al mismo tiempo embravecerá a éstos. En cambio, si junto conmigo se pone a echar mano de la ocasión que se nos ofrece, proporcionará, juntamente conmigo a los amos, a los dos, al hijo y al padre, riquezas y satisfacciones sin cuento, de forma que [285] nos queden los dos obligados de por vida, atados por los lazos de nuestros beneficios.

LÍBANO.— Habla de que están atados quienes sea; no me hace gracia; mucho me temo, que haya hecho alguna zalagarda por cuenta de los dos.

LEÓNIDAS.— Perdido del todo soy, si no encuentro a Líbano inmediatamente, esté donde demonios esté.

LÍBANO.— Ése está buscando un camarada que comparta con él la rociada[3b] que le espera; no me hace gracia. Es una mala señal eso de sudar y tiritar al mismo tiempo.

LEÓNIDAS.— [290] Pero, ¿cómo es que después de venir tan a la carrera, ando tardo con los pies y ligero con la lengua? ¿Por qué no mando callar a quien me está haciendo desperdiciar mi tiempo?

LÍBANO.— ¡Caray con el desgraciado este!, hacer violencia a su defensora; que si es que ha hecho alguna mala pasada, la lengua es quien jura en falso por él.

LEÓNIDAS.— Voy a darme prisa, no sea que se haga demasiado tarde para poner a salvo nuestro botín.

LÍBANO.— [295] Pero, ¿qué botín es ese del que habla? Voy a su encuentro y le sacaré lo que sea. (Yendo hacia él). Leónidas, se te saluda, con toda mi voz y con todas mis fuerzas.

LEÓNIDAS.— Buenos días, palestra para palos.

LÍBANO.— ¿Qué tal tú, abonado a la cárcel?

LEÓNIDAS.— ¡Oh, ciudadano de Cadenópolis!

LÍBANO.— ¡Oh, delicia de los látigos!

LEÓNIDAS.— ¿Cuánto piensas tú que pesas en cueros?

LÍBANO.— Chico, pues no lo sé.

LEÓNIDAS.— Ya sabía yo que no lo sabías; pero yo lo sé, te lo [300] juro, que te he contrapesado: en cueros y encadenado pesas cien libras, si es que estás colgado por los pies.

LÍBANO.— ¿Y eso, cómo?

LEÓNIDAS.— Yo te explicaré cómo y de qué manera: cuando tienes colgado de los pies un peso de cien libras, las esposas en las manos y bien sujetas al travesaño, te quedas en un [305] equilibrio perfecto y no pesas ni más ni menos que un empecatado y un bribón.

LÍBANO.— ¡Te la vas a ganar!

LEÓNIDAS.— Esa ganancia te la deja a ti la esclavitud en herencia.

LÍBANO.— Bueno, basta ya de dimes y diretes. ¿Qué es lo que hay?

LEÓNIDAS.— He decidido hacerte confianza.

LÍBANO.— Hazlo con toda tranquilidad.

LEÓNIDAS.— Vale, si es que quieres ayudar al hijo del amo en sus amoríos: tan grande es la buena oportunidad que se [310] nos presenta de improviso, pero no sin sus ribetes de peligro; vamos a darles ocupación continua a los verdugos. Líbano, ahora es el momento en el que se precisa echarse para adelante y portarse con astucia; es tal el golpe que se me acaba de ocurrir, que vamos a ser declarados los más dignos candidatos del mundo a coleccionar suplicios.

LÍBANO.— [315] Así me extrañaba yo antes de sentir una cierta intranquilidad en las espaldas, que estaban augurando alguna buena rociada. Habla, sea lo que sea.

LEÓNIDAS.— Se trata de un gran botín con un buen acompañamiento de palos.

LÍBANO.— Aunque se conjuren todos para hacer caer sobre nosotros sus torturas, yo por mi parte pienso tener en casa una espalda, no necesito ir a buscarla a parte alguna.

LEÓNIDAS.— [320] Si eres capaz de mantener una tal firmeza de ánimo, estamos salvados.

LÍBANO.— Más aún, si se trata sólo de pagar con mis espaldas, estoy dispuesto a robar hasta el tesoro público: no confesaré nada, me mantendré firme, hasta juraré en falso.

LEÓNIDAS.— Ahí tienes, eso se llama valor, el soportar las penas con entereza si llega el caso; a quien sabe llevar los males con entereza, le caen en suerte luego también los bienes.

LÍBANO.— [325] Venga, explícame ya de qué se trata, que estoy deseando recibir los palos.

LEÓNIDAS.— Vamos por partes, deja que descanse. ¿No ves que estoy todavía resoplando de la carrera que me he pegado?

LÍBANO.— Venga, venga, como quieras, si es preciso, esperaré hasta que revientes.

LEÓNIDAS.— ¿Dónde está el amo?

LÍBANO.— El viejo, en el foro, el joven aquí en casa.

LEÓNIDAS.— Eso me basta.

LÍBANO.— [330] Oye, ¿es que eres ya un ricachón?

LEÓNIDAS.— Déjate de bromas.

LÍBANO.— Bien, soy todo oídos.

LEÓNIDAS.— Pon atención, que sepas tanto como yo.

LÍBANO.— Ya estoy punto en boca.

LEÓNIDAS.— ¡Qué felicidad! ¿Te acuerdas tú de que nuestro mayordomo vendió unos burros de Arcadia[4] a un tratante [334-335] de Pela?

LÍBANO.— Sí que me acuerdo, y qué.

LEÓNIDAS.— Pues que el tratante ha enviado aquí el dinero, para que le sea entregado a Sáurea en pago de los susodichos burros; acaba de llegar un muchacho que lo trae.

LÍBANO.— ¿Dónde está ese tío?

LEÓNIDAS.— ¿Ya estás pensando en tragártelo, en cuanto que le eches la vista encima?

LÍBANO.— Desde luego. ¿Pero tú dices aquellos burros viejos [340], cojos, que tenían los pobres bichos las pezuñas comidas hasta los muslos?

LEÓNIDAS.— Los mismitos, aquellos que transportaban aquí de la finca los vergajos[3c] de olmo destinados para tu persona.

LÍBANO.— Sí, ya sé, los que te llevaron a ti puesto en cadenas a la finca.

LEÓNIDAS.— Tienes buena memoria. Pero, estaba yo sentado allí en la barbería, cuando me empieza el muchacho este a preguntar si es que conozco a un cierto Deméneto, hijo de Estratón. Yo le digo enseguida que sí, que le conozco, y [345] que soy esclavo suyo, y le indico en dónde está nuestra casa.

LÍBANO.— ¿Y luego, qué?

LEÓNIDAS.— Luego va y dice que es portador del precio de los burros a Sáurea, el mayordomo —veinte minas—, pero que él no sabe quién es Sáurea, y en cambio, que a Deméneto lo conoce muy bien. Luego que me dijo esto… [350]

LEÓNIDAS.— ¿Qué?

LÍBANO.— Escucha pues, y lo sabrás. Enseguida me pongo a dármelas de fino y de gran señor y le digo que yo soy el mayordomo. Entonces él va y me dice: «¡Diablos!, yo no conozco a Sáurea ni sé la facha que tiene; por lo tanto, no [355] me lo tomes a mal: si quieres, tráeme a tu amo Deméneto, que a ése me lo tengo bien conocido, y entonces te entregaré el dinero al instante». Yo le he dicho que se lo traeré y que estaría en casa a su disposición; él quería ir todavía a los baños y de allí se vendrá luego para acá. ¿Qué resolución crees que debemos tomar ahora? A ver, dime.

LÍBANO.— Toma, eso es lo que estoy pensando yo, cómo birlarle [360] el dinero al portador y a Sáurea. Hay que poner deprisa manos a la obra; porque en cuanto que el forastero se adelante a traer aquí el dinero, quedamos nosotros dos fuera de combate. Es que el viejo me ha tomado hoy aparte aquí fuera de casa a mí solo y nos ha amenazado a los dos, a ti y a mí, con ponernos buenos de palos, si Argiripo no [365] tiene hoy a su disposición la cantidad de veinte minas; ha dicho que, por él, que engañemos a su mayordomo o hasta a su mujer, y que él estaba dispuesto a prestarnos la ayuda prometida. Ahora tú, vete al foro a buscar al amo y cuéntale el plan que tenemos: tú te convertirás de Leónidas en el mayordomo Sáurea, cuando el tratante traiga el dinero para el pago de los burros.

LEÓNIDAS.— Así lo haré.

LÍBANO.— [370] Yo, entre tanto, lo entretendré aquí, si es que viene antes.

LEÓNIDAS.— Oye, tú.

LÍBANO.— ¿Qué?

LEÓNIDAS.— Si acaso te doy un puñetazo luego, cuando sea Sáurea, no se te vaya a ocurrir encabritarte.

LÍBANO.— Hm. A ti es a quien no se te tiene que ocurrir tocarme, por la cuenta que te tiene, no te vaya a traer mala suerte el haber cambiado de nombre.

LEÓNIDAS.— [375] Líbano, por favor, yo te ruego que te aguantes.

LEÓNIDAS.— Aguántate tú también cuando te devuelva el mandoble.

LEÓNIDAS.— Yo lo único que hago es decirte lo que creo que es conveniente hacer.

LÍBANO.— Y yo te digo, lo que estoy dispuesto a hacer.

LEÓNIDAS.— No te niegues, hombre.

LÍBANO.— No, si es que te prometo, digo, devolvértelas según lo merezcas.

LEÓNIDAS.— Yo me marcho, ya te aguantarás, estoy seguro. Pero ¿quién es ése? Es él, él en persona. Ahora mismo vuelvo; entreténle tú aquí mientras. Tengo que informar al [380] viejo.

LÍBANO.— Hale, a lo tuyo, a salir pitando.

* * * *

Escena III

(Mercader, Líbano)

MERCADER.— Según los informes que me han dado, tiene que ser ésta la casa donde dicen que vive Deméneto. (Al esclavo que le acompaña). Hale, muchacho, llama a la puerta y di que salga Sáurea, el mayordomo, si es que está en casa.

LÍBANO.— ¿Quién llama de esa forma a nuestra puerta? ¡Eh, tú!, digo, ¿me oyes?

MERCADER.— Nadie ha puesto un dedo en la puerta hasta [385] ahora. ¿Estás en tu juicio?

LÍBANO.— Me pareció que sí la habías tocado, como venías así en esta dirección. No quiero que maltrates esta puerta, que es mi colega. Le tengo cariño a todas nuestras cosas.

MERCADER.— Caray, si es que te pones en esa forma con todos los visitantes, no hay peligro de que nadie le haga saltar los goznes.

LÍBANO.— [390] Sí señor, esta puerta acostumbra a llamar a gritos al portero, en cuanto que ya de lejos ve acercarse a algún coceador. Pero, ¿a qué vienes, qué es lo que buscas?

MERCADER.— Quería ver a Deméneto.

LÍBANO.— Si estuviera en casa, te lo diría.

MERCADER.— ¿Y su mayordomo?

LÍBANO.— Tampoco está.

MERCADER.— ¿Dónde está entonces?

LÍBANO.— Dijo que iba al barbero.

MERCADER.— [395] ¿Y no ha vuelto todavía?

LÍBANO.— No señor. ¿Qué es lo que le querías?

MERCADER.— Veinte minas hubiera cobrado, si hubiera estado aquí.

LÍBANO.— ¿Y a cuenta de qué?

MERCADER.— De unos asnos, que le vendió en la feria a un tratante de Pela.

LÍBANO.— Sí, lo sé. Y ¿tú traes ahora el importe? Yo creo que tiene que estar al llegar.

MERCADER.— ¿Qué facha tiene vuestro Sáurea? (Aparte). Así podré saber, si es el que acabo de ver ahora.

LÍBANO.— [400] Los cachetes hundidos, el pelo tirando a rojo, barrigudo, arisca la mirada, de mediana estatura, enfurruñado el gesto.

MERCADER.— Un pintor no hubiera podido hacer una descripción más exacta.

LÍBANO.— Huy, mira, ahí le veo, viene meneando la cabeza, está de malas, ¡pobre del que se le ponga por delante, le va a costar una paliza!

MERCADER.— [405] Te juro que aunque venga con más humos que un Aquiles, como se desmande y llegue a ponerme un dedo encima, desmandado recibirá su ración de palos.

* * * *

Escena IV

(Leónidas, Mercader, Líbano)

LEÓNIDAS.— ¡A ver qué plan es éste, que a nadie le importa tres pitos lo que yo mando! Le había dicho a Líbano que viniera a la barbería, y éste no ha venido. Muy bien, eso se llama no tener consideración con sus espaldas y sus piernas.

MERCADER.— (A Líbano). ¡Oye tú, qué autoritario! [410]

LÍBANO.— (Al mercader). ¡Pobre de mí!

LEÓNIDAS.— ¡No, que no parece sino que es al liberto Líbano, a quien he dado los buenos días! Según parece, eres ya libre, ¿no?

LÍBANO.— ¡Misericordia, por favor!

LEÓNIDAS.— ¡Maldición!, te aseguro que te va a costar caro el haberme salido al paso. ¿Por qué no has venido a la barbería, como te había mandado?

LÍBANO.— (Señalando al mercader). Aquí me ha detenido.

LEÓNIDAS.— Te juro que, por más que digas que te ha detenido el soberano Júpiter en persona, y aunque fuera él [415] mismo a interceder por ti, jamás podrás escapar al castigo. Tú, bribón, ¿te has atrevido a despreciar mis órdenes? (Le pega).

LÍBANO.— Forastero, estoy perdido.

MERCADER.— Sáurea, yo te lo ruego, no le pegues por causa mía.

LEÓNIDAS.— ¡Ojalá tuviera ahora mismo un látigo en mis manos…!

MERCADER.— ¡Cálmate, por favor!

LEÓNIDAS.— Para hacerle migas esos costados llenos de cicatrices a fuerza de zurriagazos! ¡Quita tú y déjame acabar [420] con éste, que me pone siempre fuera de quicio! Al ladrón no consigo encargarle lo que sea una sola vez, sino que tengo que decírselo y chillárselo cien veces lo mismo. Que no puedo ya dar abasto a mi trabajo, demonios, a fuerza de gritar y de ponerme hecho una furia! ¿No te he dicho, bandido, que quitaras la mierda esta de delante de la [425] puerta, no te he dicho que sacudieras las telarañas de las columnas? ¿No te he dicho que sacaras brillo a la clavetería de la puerta? ¡Nada! Voy a tener que ir siempre con un bastón, como si estuviera cojo. Como llevo ya tres días en el foro nada más que ocupándome de encontrar a alguien que [430] quiera dinero a réditos, aquí vosotros entre tanto, ea, a dormir, y el amo vive en una pocilga, no en una casa. ¡Toma, pues! (Le pega..)

LEÓNIDAS.— ¡Forastero, yo te suplico, ayúdame!

MERCADER.— Sáurea, déjale, por favor, hazlo por mí.

LEÓNIDAS.— ¡Eh! tú, ¿ha pagado alguien el trasporte del aceite?

LÍBANO.— Sí.

LEÓNIDAS.— ¿A quién le ha sido entregado el dinero?

LÍBANO.— A Estico, tu ayudante, en persona.

LEÓNIDAS.— Bah, pretendes amansarme, ya lo sé yo que tengo [435] un ayudante y que no hay otro esclavo en toda la casa de más mérito que él. Y los vinos que vendí ayer a Exerambo, el vinatero, ¿se ha hecho ya Estico cargo el dinero?

LÍBANO.— Yo creo que sí, porque he visto a Exerambo venir aquí con un banquero.

LEÓNIDAS.— Así me gusta a mí hacer los negocios; la otra cantidad que me debía, apenas se la pude sacar un año después [440]; esta vez en cambio no para hasta traernos él mismo el banquero a casa y nos hace la escritura de pago. ¿Ha traído Dromo su salario?

LÍBANO.— Sí, pero solamente la mitad, creo.

LEÓNIDAS.— ¿Y el resto?

LÍBANO.— Decía que lo iba a traer enseguida que se lo pagaran, porque es que no se lo habían entregado todavía, para asegurarse de que iba a acabar la obra que le habían encargado.

LEÓNIDAS.— Y las copas que le presté a Filodamo, ¿las ha devuelto?

LÍBANO.— Todavía no.

LEÓNIDAS.— [445] ¿Hm? ¿Que no? ¡No, si quieres quedarte sin algo, ve y préstalo a los amigos!

MERCADER.— ¡Pardiez!, estoy perdido, va a acabar por echarme de aquí, qué hombre más insoportable.

LÍBANO.— (A Leónidas, por lo bajo). Eh, tú, ya está bien, ¿no oyes lo que dice?

LEÓNIDAS.— Sí que oigo, ya paro.

MERCADER.— (Aparte). Por fin parece que se ha callado. Lo mejor es abordarle ahora, antes que empiece otra vez a cencerrear. A ver, ¿me quieres escuchar?

LEÓNIDAS.— Ajá, estupendo. ¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? En serio que no te había visto, te ruego que no me lo [450] tomes a mal, es que estaba ciego de ira.

MERCADER.— No tiene nada de particular. Pero, si es que está en casa, quería hablar con Deméneto.

LEÓNIDAS.— Éste (Líbano, que le hace señales) dice que no está; pero si es que me quieres entregar el dinero ese, te daré garantía de que está liquidada la deuda.

MERCADER.— Yo prefiero entregártelo en presencia de tu amo [455] Deméneto.

LÍBANO.— (Al mercader). El amo le conoce a éste y él al amo.

MERCADER.— En presencia del amo se lo entregaré.

LÍBANO.— Dáselo a riesgo mío, yo respondo de todo; porque si el amo se enterara de que no se le ha dado crédito a éste, se molestaría, una persona que goza de toda su confianza.

LEÓNIDAS.— A mí me da igual, que no me lo entregue si no [460] quiere; déjale ahí de plantón.

LÍBANO.— Dáselo, digo. ¡Ay, pobre de mí, me horroriza pensar, que éste se vaya a figurar que es que yo he intentado convencerte de que no te fiaras de él! Págale, hombre, no te preocupes, el dinero estará a buen seguro en sus manos.

MERCADER.— Creeré que está a buen seguro, mientras que yo lo tenga en las mías. Yo soy aquí forastero y no conozco a Sáurea.

LÍBANO.— Pues, venga, conócelo entonces.

MERCADER.— [465] ¡Demonio!, yo no sé si es él o no lo es. Si es que lo es, pues lo será. Yo por lo menos sé seguro, que no le entregaré este dinero a ninguna persona que no sepa seguro quién es.

LEÓNIDAS.— ¡Caray!, mal rayo te parta. No le digas ni una palabra más. Está envalentonado por tener en su poder mis veinte minas. Nadie se hace cargo entonces de ellas, vete a tu casa, largo de aquí, déjanos en paz.

MERCADER.— [470] ¡Menos humos!; a un esclavo no le va tanta altanería.

LEÓNIDAS.— (A Líbano). Tú, te la vas a ganar, si no le dices a éste lo que se merece.

LÍBANO.— (Por lo bajo). ¿No ves que está montando en cólera?

LEÓNIDAS.— ¡Sigue, sigue!

LÍBANO.— ¡Canalla! (Bajo). Entrégale el dinero a éste, por favor, que paremos ya de insultos.

MERCADER.— Os juro que os la estáis buscando.

LEÓNIDAS.— [475] (A Líbano). Te voy a hacer partir las piernas, si no sigues diciéndole a este desvergonzado los insultos que se merece. (Le pega).

LÍBANO.— ¡Ay, muerto soy! ¡Venga, desvergonzado, miserable! ¿No quieres prestar ayuda a tu compañero de desdichas?

LEÓNIDAS.— ¿Pero todavía sigues rogándole a ese malvado?

MERCADER.— Pero bueno, ¿qué es eso? ¿Tú, un esclavo, injurias a un hombre libre?

LEÓNIDAS.— ¡Anda ya y vete a que te den morcilla!

MERCADER.— A ti sí que te la van a dar, ¡maldición!, en cuanto que yo vea a Deméneto. Quedas citado a juicio. [480]

LEÓNIDAS.— No acudo.

MERCADER.— ¿Que no acudes? ¡Mira bien lo que haces!

LEÓNIDAS.— Y tanto.

MERCADER.— Os juro que se me dará satisfacción a costa de vuestras espaldas.

LEÓNIDAS.— ¡Ay de ti, canalla! ¿A ti se te va a dar satisfacción a costa de nuestras espaldas?

MERCADER.— Y además me las vais a pagar por todos vuestros insultos.

LEÓNIDAS.— ¿Qué, bribón? ¡Conque patibulario! ¿Es que te [484-485] piensas que rehuimos a nuestro amo? ¡Venga, vete ya al amo, delante del que nos citas, detrás del que andas ya todo el rato!

MERCADER.— ¡Ajajá! ¿Ahora al fin? Desde luego que no sacarás ni una perra de aquí (señalándose a sí mismo), a no ser que Deméneto en persona me dé orden de que te lo entregue.

LEÓNIDAS.— Haz lo que te dé la gana, hale, andando pues. Tú puedes hacer ultrajes a los demás y a ti no no se te puede decir una mala palabra, ¿no? Tanto soy yo una persona [490] como lo eres tú.

MERCADER.— Desde luego, así es.

LEÓNIDAS.— Anda, ven entonces conmigo. Aunque me esté mal el decirlo, nadie me ha hecho a mí hasta ahora nunca jamás un reproche merecido, ni hay hoy por hoy otra persona en toda Atenas que goce de una más reconocida fama de solvencia que yo.

MERCADER.— Todo puede ser; pero así y todo, no te saldrás con la tuya de hacerme entregar el dinero a una persona que [495] no conozco. Cuando una persona te es desconocida, pues es para ti, como un lobo, no un hombre.

LEÓNIDAS.— Ya te vas poniendo un poco más manso. Ya sabía yo que te disculparías ante mi humilde persona por tus injurias; aunque me ves así con unos atavíos de nada, pero soy un hombre como Dios manda, y mis riquezas personales no se pueden ni contar.

MERCADER.— Todo puede ser.

LEÓNIDAS.— También Perífanes, un rico comerciante de [500] Rodas me entregó, en ausencia del amo, nada más que él y yo presentes, un talento de plata; hizo confianza en mí y no ha tenido motivo alguno de queja.

MERCADER.— Todo puede ser.

LEÓNIDAS.— Y también tú mismo, si te hubieras informado por otros sobre mí, estoy bien seguro, qué caray, de que me hubieras confiado lo que traes.

MERCADER.— No digo que no. (Se van).