58

Menos de dos minutos después estábamos sentados en la parte de atrás de un Vauxhall verde menta. Delante estaba la pareja que nos había traído las tabletas. El hombre y la mujer, ambos callados y contenidos, ambos contentos con aquellas misioncillas asignadas a la pajita más corta. Buenos jugadores de equipo. Bennett se había quedado en casa del Pequeño Joey y no creía que volviera a verlo.

Nos metimos en la autopista de East Anglia nada más salir de Chigwell. La M11, como la denominaban en las señales de tráfico. Nos dirigíamos a un puesto de la RAF, la Fuerza Aérea Real, que había en un pueblecito llamado Honington. Que estaba, a su vez, cerca de una ciudad llamada Thetford. Noventa minutos, nos había prometido Bennett, pero supuse que serían menos. La mujer conducía a una velocidad endiablada. El terreno era llano. En el plano estratégico, Gran Bretaña era un portaaviones amarrado de continuo en la costa europea y tenía muchísimo espacio para cubiertas de despegue.

Resultó que de puesto, nada. RAF Honington era una base grande, y casi por completo a oscuras. La mujer condujo a través de varias verjas, directa a la pista. Igual que el SEAL en McChord, cosa que parecía que hubiera sucedido hacía una eternidad. Describió el mismo tipo de semicírculo bien calculado y se detuvo también junto a la escalerilla del avión. Bajamos del coche, cerramos las puertas y el Vauxhall verde menta se marchó.

El avión era uno de esos como el Gulfstream de O’Day: corto, con el morro en punta y pinta de rápido, pero de color azul oscuro, muy brillante, con la tripa azul celeste a partir de una franja dorada y las palabras «Royal Air Force» escritas encima de las ventanillas. En lo alto de la escalerilla, en la boca oval de la cabina, apareció un hombre. Llevaba un uniforme de la RAF.

—Señor, señora, por favor, suban —nos dijo.

Dentro no había cuero de color toffee ni revestimiento de nogal. Por el contrario, el cuero era negro y el revestimiento parecía de fibra de carbono. Serio pero deportivo. Un toque muy diferente. Como un Bentley moderno, quizá. Como el del Pequeño Joey. El uniformado nos explicó que su último pasajero había sido un miembro de la Casa Real. La duquesa de no sé dónde. Cambridge, quizá. Lo que me hizo pensar de nuevo en el MI6, y en el MI5, y en todo lo que hay entre medias. Casey Nice y yo nos sentamos cada uno a un lado del pasillo, pero enfrentados. El uniformado desapareció y un minuto después estábamos en el aire, subiendo a toda velocidad, directos hacia el oeste, hacia Estados Unidos.

El soldado nos dio de comer, después se retiró a un compartimento discreto y nos dejó solos. Miré a Casey Nice, a quien, pese a encontrarse al otro lado del pasillo, tenía al alcance de la mano, y le di las gracias.

—No hay de qué —me contestó.

—¿Está usted bien?

—¿Por lo de Charlie White? Sí y no.

—Concéntrese en lo que le haga pensar que sí —le dije.

—Ya lo hago. Se lo aseguro. Esa manera en la que hablaba de la chica… Lo he oído desde la escalera. Les satisfacía atormentarla.

—Más las armas de fuego, los narcóticos y los préstamos con vencimiento el día de cobro.

—Pero no deberíamos ser juez, jurado y verdugo; todo en uno.

—¿Por qué no?

—Se supone que somos seres civilizados.

—Y lo somos —le dije—. Y mucho. Estamos volando en un avión en el que ha viajado una duquesa. No gobernaban el mundo porque fueran amables. Y tampoco lo hicimos nosotros cuando nos tocó el turno.

No dijo nada.

—Al menos —continué—, ha demostrado una cosa. Que puede ser agente de campo.

—¿Se refiere a que no necesito las pastillas? ¿Va a volver a decirme que las deje?

—No voy a decirle nada, excepto gracias. Me ha salvado la vida. Tome cuantas pastillas quiera. Pero, al menos, esté segura de por qué lo hace. Es una sencilla cadena lógica. Sufre ansiedad por sus actuaciones profesionales y por lo de su madre, pero solo una de las dos razones justifica que las tome. Es decir, que su madre está enferma. Lo que está bien. Tómelas durante tanto tiempo como lo necesite. Pero no dude de sus habilidades. Son dos temas separados. Es buena en lo suyo. La seguridad nacional está a salvo. Es su madre la que no lo está.

—No pienso alistarme en el Ejército —me dijo—. Voy a quedarme donde estoy.

—Hará bien. Ahora las cosas han cambiado. Sabe lo que ha sucedido de verdad. Ha subido un peldaño. Ahora es más difícil traicionarla.

Seguimos volando, intentando dar caza al reloj, sin fortuna, y aterrizamos en Pope Field a las dos de la madrugada. El avión giró una vez en la pista y nos acercó al pequeño edificio administrativo en cuyo cartel rezaba «47° de Logística, Centro de Mando del Apoyo Táctico». Los motores se apagaron y el uniformado abrió la puerta y bajó la escalerilla.

—Señor, señora, tengo entendido que tienen que ir a la puerta roja —nos informó.

—Gracias —le respondí. Me saqué del bolsillo los rollos de dinero británico de Romford y Ealing y se los di—. Córrase una juerga en el casino. E invite a la duquesa.

Y seguí a Casey Nice escalerillas abajo y por la oscuridad hasta la puerta roja.

La puerta roja se abrió cuando estábamos a algo menos de dos metros y Joan Scarangello salió por ella. Llevaba un maletín. Había estado esperándonos pero jamás lo reconocería. Pretendía que pareciera como si se fuera a casa después de un largo día de oficina.

Se detuvo, me miró y me dijo:

—Lo retiro.

—¿El qué? —le pregunté.

—Lo ha hecho muy bien. El gobierno británico nos ha dado las gracias de manera oficial.

—¿Por qué?

—Su contribución a la operación ha tenido una conclusión muy satisfactoria.

—¿Bennett?

—Indica en su informe que no lo habría conseguido sin usted.

—¿Cuánto tiempo hemos pasado en el aire?

—Seis horas y cincuenta minutos.

—¿Y ya ha presentado un informe?

—Es británico.

—¿Y qué es lo que no habría conseguido sin mí?

—Eliminar a John Kott en la casa de un gánster londinense. A donde solo se le ocurrió entrar porque usted se lo sugirió. De ahí su gratitud. Por el camino se vio obligado a neutralizar a cierto número de miembros de la banda, incluidos dos jefazos, por lo que Scotland Yard también está agradecida. Escribe tantísimos parabienes que yo diría que vamos a vivir un glorioso periodo de cooperación. Nuestras operaciones en Londres nunca habrán sido mejores.

—Nos aseguró que escuchan sus comunicaciones —le dije.

—Sí, lo sabemos —comentó.

—¿Y lo hacen?

—Eso creen ellos.

—¿Qué significa eso?

—Construimos un sistema nuevo en secreto. Lo ocultamos en los datos rutinarios de los satélites meteorológicos. Nos comunicamos por ahí. Pero seguimos con el sistema viejo. Eso es lo que escuchan. Lo llenamos con todo tipo de memeces.

No dije nada.

—No gobernamos el mundo porque seamos idiotas —soltó.

Y se marchó, con sus buenos zapatos, las medias oscuras, su traje negro de falda y chaqueta, y balanceando el maletín. Me quedé observándola durante unos veinticinco metros, lo que no me costó ningún esfuerzo porque el conjunto era muy armónico, en especial las medias y la falda, hasta que salió del haz de luz de la última farola y la engulló la oscuridad. Oí sus tacones durante un minuto más, hasta que Casey Nice abrió la puerta roja y entró.

La habitación del bufé estaba vacía. Ni bollitos ni café. Se lo llevaban todo al final del día, a la espera de las entregas de la mañana. Aquella escalera la subimos con mayor facilidad y rapidez dado que tenía dimensiones normales. El despacho de Shoemaker estaba vacío. La sala de reuniones estaba vacía. Pero O’Day tenía la luz encendida.

Estaba sentado al escritorio, con la americana y el jersey. Inclinado hacia delante, apoyado en los codos, leyendo. Tenía la cabeza gacha y no la movió para mirarnos, sencillamente levantó la vista.

—La reunión será por la mañana —nos dijo.

Aguardamos.

—Aunque tengo una pregunta previa —continuó—. ¿Por qué han vuelto con la RAF? Nuestro avión los estaba esperando.

Me senté en una de las sillas que tenían pinta de pertenecer a la Marina. Casey Nice se sentó a mi lado.

—¿Podremos hacerle nosotros también una pregunta previa? —le dije.

—Supongo que es lo justo.

—Hemos vuelto con la RAF por mera diversión. Queríamos comprobar lo bien que viven.

—¿Solo por eso?

—Queríamos que Bennett se estirara a cambio de lo que iba a conseguir a nuestra costa.

Noté que se relajaba.

—Nuestra pregunta es la siguiente: ¿cómo es que no detectaron el dinero ni la NSA ni la GCHQ?

Noté que se tensaba.

No respondió.

—Un año del alquiler de Kott —continué—, gastos pagados y honorarios, el fusil, toda la munición para practicar, el vecino, el avión privado a París, lo que costase lo de los vietnamitas, las dos bandas de Londres y, lo más probable, el viaje de vuelta a casa. No son decenas de millones de dólares, pero es más de lo que costó el 11 de septiembre. Por lo tanto, estoy seguro de que a sus ordenadores no se les pasó por alto. Y los del GCHQ son chicos listos. Y motivados, porque, pase lo que pase, a ellos también les van a echar las culpas. Y todo empieza con el dinero. Así que ¿cómo es que no lo vieron?

—No lo sé.

—Porque no estaba allí.

—Tenía que estarlo. Sin dinero no había operación.

—Exacto. No había operación.

—¿Es que se ha dado un golpe en la cabeza? Usted estaba en la operación. Ha encontrado a John Kott a cinco kilómetros del escenario de la cumbre del G8.

—Se suponía que la primera bala rompería el cristal —le dije—. La segunda mataría al presidente. Pero no había segunda bala.

—Porque el cristal no se rompió.

—Eso daba igual. No está pensando como el francotirador de la segunda bala. Que el cristal se rompiera o no era un futurible. Usted vio el vídeo de París. ¿Cuánto tardaron los de seguridad en echarse encima del presidente después de que la bala impactase en la mampara?

—Un par de segundos —respondió—. Eran muy buenos.

—Ahora piense en el alcance. Mil trescientos metros. La bala está en el aire tres segundos enteros. Lo que significa que no puedes esperar. Porque, ¿qué sucede si lo haces? Aprietas el gatillo, esperas tres segundos y, ¡bien!, el cristal se ha roto, así que aprietas el gatillo de nuevo, vuelves a esperar tres segundos y, entonces, la segunda bala llega. Solo que para ese instante el presidente está enterrado bajo agentes de seguridad. Oportunidad desaprovechada. La única manera de matarlo es que la segunda bala salga chupándole el culo a la primera. Tienen que ir seguidas, con medio segundo de diferencia. Así que ambas balas vuelan juntas, una detrás de la otra. De hecho, viajan juntas durante más de dos segundos completos antes de que la primera alcance el cristal. Entonces la segunda bala atraviesa los añicos en los que se ha convertido el escudo e impacta en el presidente antes de que nadie tenga tiempo de reaccionar, ni siquiera él mismo, que es, al fin y al cabo, el que más cerca está.

No dijo nada.

—O, si el cristal no se rompe, la segunda bala también impacta en él, medio segundo después, y los científicos han de analizar dos portillos de nada en vez de uno solo.

No dijo nada.

—Nunca ha habido una segunda bala. Y no la iba a haber. Alguien envió a John Kott a París para que hiciera un solo disparo. Contra un escudo a prueba de balas. Un sinsentido. El cristal podía romperse o no romperse, pero, aunque se hiciese añicos, la bala quedaría aplastada o saldría rebotada, por lo que no serviría para nada. Vamos, que o disparabas dos balas o no merecía la pena disparar ninguna. La única razón para disparar una sola es que sabes que el escudo va a funcionar.

—¿El fabricante? ¿Para hacerse publicidad? —preguntó O’Day.

—Sí, una especie de publicidad, supongo —le respondí—. Pero no por fuerza para el fabricante. ¿Quién más se beneficia? Tiene usted que repasar sus notas y comprobar a quién se le ocurrió la idea de la prueba.

—¡Y qué importa eso!

—Suponga que dirige usted una agencia. Busca la manera de aumentar su notoriedad. Resulta que sabe a ciencia cierta que ese nuevo cristal funciona. Tiene ante sí un método del todo gratuito para ponerse en primera fila. Hace que Kott dispare un solo tiro, el cristal aguanta, provoca usted una estampida, y de pronto se convierte en el perro dominante de la mayor cacería humana del mundo y los mandatarios mundiales le dan besitos en el culo. ¿Cuántos directores de agencia matarían por algo así?

—¿Lo pregunta en serio? Todos. Pero no habría muchos que confiasen en sí mismos. Un puñado, a lo sumo, en todo el mundo.

—Pues reduzcamos la muestra. ¿Quién puede usar fondos para pagar a asesores no acreditados como John Kott sin que la NSA y el GCHQ se den cuenta?

—Eso no reduce nada. Cualquiera puede hacerlo.

—¿Quién necesitaba recuperar notoriedad?

—¿Con qué objetivos? Eso es una percepción personal.

—¿Quién sabía que el cristal no se rompería?

—Cualquiera que presenciase las pruebas.

—No estamos reduciendo mucho la muestra, ¿no le parece? —le dije.

—No mucho —contestó.

—¿Quién conocía a John Kott?

Se quedó callado un segundo y respondió:

—Podría estar en varios radares.

—Hace dieciséis años.

No dijo nada.

—¿Cuántos directores de agencia siguen al cargo dieciséis años después? —le pregunté.

No respondió.

—Quizá sea un dato que deberíamos tener en cuenta, para descartar —continué—. Otra casilla que marcar. ¿Qué director de agencia que llevase en el cargo dieciséis años después necesitaba recuperar notoriedad, sabía que el cristal no se rompería, podía usar fondos a su antojo y conocía a John Kott?

No dijo nada.

—Si quiere, podemos tratar el tema punto por punto. Su notoriedad era tan escasa que lo enviaban a pruebas de cristales antibalas. El gran O’Day, humillado. Era una señal, claro está. Querían que se retirase. Todo el mundo lo sabía. Incluso Khenkin, en Moscú. El SVR hablaba de usted como de un viejo caballo de guerra al que habían enviado a pastar. Pero usted encontró la manera de volver. Sabía que Kott estaba a punto de salir. Había estado cuidando de él. Quizás incluso hubiera trabajado para usted dieciséis años antes. Puede que usted estuviera tan cabreado conmigo como él. Así que le hizo una oferta. Si iba a París y disparaba una sola e inservible bala, le prometía usted mi cabeza en bandeja, antes o después, al aire libre, a su alcance.

No dijo nada.

—Yo era el único objetivo —proseguí—. Yo, no el G8, ni la Unión Europea, ni el G20. Eso no eran más que fuegos artificiales.

—Chorradas —dijo.

—Para ponerlo cachondo le envió todo lo malo que incluía mi expediente —seguí hablando—. ¡Cómo se puso! Y fue muy beneficioso para la economía local. El de la fotocopistería debió de forrarse. Entonces, para acabar, se lo llevó volando. «Ya está hecho», le comunica él. Da usted la idea de que se trata de una prueba. Ahora es el perro dominante. Le dice a Kott que aguante escondido. Que el anuncio está en la revista. Y no tarda usted en encontrarme. Kott está encantado. Me envía a París. Sabe muy bien que saldré a esa terraza y cuándo, más o menos. Lo avisa por teléfono. Prepara la visita. Da el visto bueno al itinerario. Así que Kott me dispara, pero falla.

—Chorradas —repitió.

—Así que el circo viaja a Londres. Mi teléfono tiene GPS. Sabe usted dónde estoy. Y se lo chiva a Kott. Habla usted con él todo el rato. Tiene un teléfono como el mío. Usted sabe que, antes o después, iremos a Wallace Court. Pero la señorita Nice no se lo comunica con antelación. De pronto, el GPS lo avisa de que estoy allí, pero no consigue movilizar a Kott a tiempo. No estaba prevenido. Pero da lo mismo. Mañana será otro día. Y, mientras tanto, usted es el rey de la baraja. Ha cundido el pánico entre los políticos. Harán lo que sea por usted. Le extienden cheques en blanco. Empiezan a desaparecer las inconveniencias. En todo el mundo. Hasta la poli de Londres lo ama. Nadie va a permitir que se retire. Usted gana en cualquiera de las situaciones. Si Kott me mata, lo vende usted de inmediato a Bennett y ha salvado al mundo entre bambalinas. Si soy yo quien mata a Kott, ha salvado al mundo gracias a su audaz utilización de los asesores no acreditados. En cualquier caso, vuelve a ser usted una estrella. De vuelta a los libros de texto.

No dijo nada.

—Fue usted quien le dio el dinero al vecino —le dije—. ¿Cómo, si no, iba a saber lo de que está desdentado?

No dijo nada.

—«Alguien más lo sabe» —solté—. Las cuatro palabras más peligrosas en el negocio del espionaje. Pues ahí lo tiene. Lo sé yo. Y lo sabe la señorita Nice. Que es por lo que hemos vuelto con la RAF. Porque, ¿dónde habría aterrizado su avión? Puede que en Guantánamo. Pero no lo cogimos y estamos de vuelta en Estados Unidos, limpios y en libertad. Y lo sabemos. Estoy seguro de que podría usted hundir la carrera de la señorita Nice, pero a mí no me encontrará nunca. Yo siempre estaré ahí. Y ya me conoce, general. Hace muchos años que nos conocemos. Ni perdono ni olvido. Y no tendré que hacer gran cosa. Con que le diera un poco a la lengua sería suficiente. Suponga que el SVR descubre que fue culpa suya que Khenkin muriera. Quizás empezasen a cancelarle algunos cheques. Y podría haber represalias. Podrían empezar a correr rumores acerca del pobrecito Tom O’Day, que estaba tan desesperado que ideó un plan que no tenía ni pies ni cabeza. Piense en todos los novatos, descojonándose de usted. En todo el mundo. Toda la comunidad. Ese podría ser su legado. Desde luego, es una posibilidad. Tendrá que vivir con ello, me temo. O no. Pero ni se plantee ignorarlo. Ahora solo quedamos usted y yo, general. Este asunto no va a tener un final feliz.

Me puse de pie y dejé sobre el escritorio de O’Day la Browning con la que Charlie White había estado a punto de matarme, abandoné el despacho tras los pasos de Casey Nice, bajamos la escalera, cruzamos la puerta roja y nos recibió la noche.

Me llevó cinco kilómetros en aquel horroroso Bronco, hasta un cruce en el que podría coger un autobús nocturno. No hablamos. Casey Nice se detuvo pero no se bajó porque tenía que mantener el pie en el freno, así que repetimos el mismo abrazo casto de Londres. Le pedí que se despidiera de mi parte de Shoemaker, bajé de la camioneta y me acerqué al banco, desde donde vi cómo se despedía con la mano y se marchaba. Me tendí en el asiento y observé las estrellas hasta que oí acercarse el autobús.

Estuve en varios pueblos y ciudades, no los recuerdo todos, pero sé que un mes después, en Texas, en un autobús que pasaba cerca de Fort Hood, un soldado uniformado dejó el Army Times en el asiento. La cara de O’Day aparecía en primera plana. En el interior estaba su esquela. Había artículos anteriores editados con nuevos añadidos. El disparo había sido accidental. Estaba examinando un arma desconocida capturada en Europa. Era posible que el hecho de que fuera tan tarde explicara el incidente. No era cierto el rumor de que un avión de la RAF hubiera aterrizado minutos antes en la base. Iban a concederle tres medallas póstumas y a ponerle su nombre a un puente que cruzaba la estatal de Carolina del Norte sobre un riachuelo que estaba seco la mayor parte del año.