Toda la parte delantera del traje de los funerales de Charlie White estaba manchada de sangre por el puñetazo que le había dado en la cara. Puede que tuviera la nariz aplastada o incluso rota, pero era difícil determinarlo. El pelo lo tenía revuelto. Pero estaba de pie. Lo que no estaba mal para un anciano de setenta y siete años.
—Me has mentido. Me has dicho que no llevabas —le solté.
—Y no llevaba —me contestó—. Es la de Joey. Sé dónde las guarda.
—Guardaba —puntualicé—. Ahora ya no guarda nada.
—Lo sé. Lo he visto.
—Como para no verlo.
—Deja a la puta en el suelo.
Cosa que hice de mil amores, porque así me quedarían las manos libres. Dejé a la mujer con cuidado sobre la moqueta del pasillo y la cabeza se le cayó hacia donde se encontraba Charlie, como si lo mirase.
—Esa es de las buenas —comentó—. Cuántas horas de diversión… De verdad. Hace lo que sea por un pico. Como lo oyes, lo que sea. Tú lo sueñas y ella lo hace realidad. Ver para creer.
Después pasó a apuntarme al pecho. Estaba a algo menos de dos metros y medio de mí. Menos de una centésima de segundo.
—Extiende los brazos —me ordenó—. Como si intentaras volar.
Aquel era el momento de la verdad. «Levanta las manos», «Pon las manos detrás de la cabeza» o «Junta las muñecas frente a ti» habrían sido órdenes convencionales previas a que te las ataran con unas esposas o con cuerda, o para que no supusieras ninguna amenaza para el rival mientras decidía qué paso dar a continuación. Pero si me pedía que estirara los brazos era porque iba a ejecutarme. Aquello me dejaría a uno, dos, tres, cuatro y cinco grandes pasos de la salvación. Bajar las manos, echarlas atrás, coger el arma, llevar la mano hacia delante y apuntar. Por lento o atontado que estuviera el viejo, me mataría antes de que yo hubiera llegado a empuñar la pistola. Casi dos metros y medio. Fogonazo, fin de la partida. Sin nada entre medias. En teoría vería el fogonazo. La luz es más rápida que las balas. El fogonazo estallaría cuando la bala hubiera recorrido veinte centímetros, tras lo cual las ondas de luz la adelantarían al instante e impactarían en mis ojos antes de que la bala lo hiciera en el pecho. Si iba a darme tiempo a pensar «eso parece un fogonazo», era harina de otro costal. Lo más probable era que no.
—Extiende los brazos.
Algo se movió detrás de él. Una sombra, en la escalera.
—Plantéatelo, Charlie —le dije—. Tienes que jubilarte.
La sombra se movió de nuevo. Había algo junto a las escaleras que se movía despacio, se detenía, se movía despacio, en el más absoluto silencio. Frente a una lámpara de mesa que había sobre un mueble del vestíbulo y que hacía que proyectase una sombra larga. Me di cuenta de que John Kott me habría visto desde arriba mucho antes de que asomase mi nuca.
—Este no es jueguecito para viejos, Charlie —continué—. Y acabas de perder a la nueva generación. El mundo está cambiando. Tienes que esfumarte mientras puedas.
—El mundo cambia constantemente. Por lo general, a peor. —Señaló la pistola con la cabeza—. Nada ha vuelto a ser lo mismo desde que estos cacharros reemplazaron a las palizas de toda la vida.
La sombra volvió a moverse. Alguien subía los enormes escalones en silencio, de uno en uno, treinta y cinco centímetros cada vez, como escalando las peñas de la falda de una montaña.
—Por eso, es hora de dejarlo —le dije.
—No tiene por qué —me contestó Charlie—. La de Joey no es una pérdida tan grave. Además, nos estamos apartando de todo eso. Ahora nos interesan los ordenadores. Se puede hacer mucho más dinero con números de tarjetas de crédito.
La sombra se convirtió en una cabeza y unos hombros. Que iban ascendiendo poco a poco. O, bueno, de treinta y cinco centímetros en treinta y cinco centímetros. No dejé de mirar a Charlie a los ojos en ningún momento. Confiaba en mi visión periférica. No quería darle pistas.
—Extiende los brazos —me ordenó.
—¿Quién es el familiar más cercano de Joey? —le pregunté.
—¡Qué más te dará!
—Estaba pensando en lo difícil que va a ser vender esta casa. El volumen de compradores va a ser muy pequeño. O grande, depende de cómo se mire.
La sombra siguió creciendo. Una cabeza, unos hombros, un torso, en una contrahuella, en un peldaño, en la siguiente contrahuella, en el siguiente peldaño. Como un animal de dibujos animados, aplastado, adaptándose a la forma de la escalera.
—Deberías venderles el negocio a los serbios. Antes de que se lo queden de balde —le dije.
Por el rabillo del ojo vi pelo y una frente. Pelo rubio. Ojos verdes y un rostro en forma de corazón. Subía mirando hacia atrás, como había hecho yo. Una chica lista.
—Los serbios no se van a quedar con nada —me contestó—. Permanecerán en la zona oeste, como siempre.
—¿Piensas dividir el negocio de Libor en partes iguales?
No respondió.
Por el rabillo del ojo la vi de cintura para arriba. Llevaba la Glock en la mano, levantada, cerca del hombro.
—Así que tu idea es no darles ni las migas de lo de Libor, ¿eh? —le pregunté—. ¿Y piensas que se van a quedar tan panchos?
—Nosotros estábamos primero.
—¿Y quiénes había antes que vosotros? Les arrebatasteis el negocio, ¿no? Fueran quienes fuesen. Me hago a la idea. Cuando eras joven y estabas lleno de vitalidad. Te acuerdas, ¿verdad? Pues ahora los jóvenes y vitales son los serbios. Deberías llevarte toda la pasta que puedas ahora que todavía estás a tiempo.
Llegó al descansillo. Lista para dar el giro de ciento ochenta grados. Lista para el segundo tramo de escalera.
—No he venido para hablar de negocios —me soltó Charlie.
Subió el primer escalón. Treinta y cinco centímetros.
—Entonces, ¿para qué has venido? —le pregunté.
Otro escalón. Otros treinta y cinco centímetros.
—Hay reglas —me respondió Charlie—. Te las has saltado todas.
Otro escalón.
—Te estaba ayudando —le dije—. Apartándote del resto del ganado. Darwinismo en estado puro. Tienes una tripulación débil, Charlie. No veo el talento por ningún lado. Y no veo que tengas a ningún cerebrito para lo de las tarjetas de crédito.
—Nos arreglamos muy bien. No te preocupes por nosotros.
Llegó al pasillo de la planta de arriba. Estaba a seis metros de él. Era corpulento, de hombros redondos. Con la espalda ancha. Seis metros por delante de ella. «Soy una tiradora mediocre sin aptitudes para el combate cuerpo a cuerpo».
—Lo saben todo de tus sobornos —le comenté—. En cuanto dejes de hacerlos, caerán sobre ti como lobos.
Se acercó más. Silenciosa sobre la moqueta. A unos cinco metros, quizá.
«Sigue adelante —pensé—, después, apunta al centro de masas. No quieras lucirte. Nada de tiros a la cabeza».
—Nunca voy a dejar de pagar los sobornos —dijo Charlie—. ¿Por qué iba a hacerlo?
Un paso más en silencio. Cuatro metros y medio. Se detuvo.
«¡Demasiado lejos!».
Levantó la Glock.
—¿Alguna vez has disparado una pistola, Charlie? —le pregunté.
Aguantó la respiración.
—¡Qué más te dará! —me contestó.
—El FBI tiene unos diagramas. Al otro lado del charco. Investigación y análisis. La distancia más adecuada para disparar un arma con éxito es de algo menos de tres metros y medio.
Bajó la Glock. Dio un paso adelante.
—Pues estoy incluso más cerca —me dijo.
Y otro más.
Asentí.
—Solo te lo comentaba. Es más difícil de lo que parece. Aunque no tendría por qué serlo. La gente se complica la vida. Lo mejor es relajarse. Hacerlo con naturalidad. Como si apuntases con el dedo. De esa manera, es imposible fallar.
Y otro paso adelante.
—No voy a fallar —aseguró—. Aunque quizá debiera hacerlo. A propósito. Quizá debiera herirte primero. Para darte una lección.
Y otro más. A dos metros setenta y cinco.
—No necesito lecciones —le contesté.
—Sí, tienes que aprender modales.
Otro paso. Estaba a poco más de dos metros.
—No te preocupes por mí —le dije—. Me las compongo bien.
—Puede que antes. Ahora no tanto —me replicó.
Estiró los brazos. Tenía la pistola a un metro veinte de la espalda de Charlie White. Momento en que empecé a preocuparme. Por un montón de cosas. El viejo la olería. Olería el arma. Notaría cierta alteración en el aire que lo rodeaba. Ese instinto primitivo. Setecientos años de evolución ancestral por cada año que llevábamos siendo modernos. Además, si disparaba a metro veinte de distancia, la bala lo atravesaría y me pillaría también a mí, de lleno, igual que si hubiera disparado él.
Lo miré a los ojos y le dije:
—Dentro de un segundo voy a caer redondo.
—¿Qué? —exclamó.
Y lo hice. Me dejé caer al suelo como un abrigo que se cae de un perchero, y ella le disparó por la espalda a un metro veinte, y vi que del pecho le salía un escupitajo de sangre y carne, y oí que la ventana que había detrás de mí, sobre la puerta principal, se hacía añicos, y caí al lado de la mujer envuelta en la toalla, que se revolvió en sueños y me pasó un brazo por el cuello, me besó en la oreja y me dijo:
—Ay, cariño.