La escalera ascendía hacia la izquierda la mitad del camino, hasta un descansillo, después giraba ciento ochenta grados y ascendía hacia la derecha. Y como todo en la casa, los escalones eran normales y corrientes, solo que más grandes, por lo que tuve que hacer un esfuerzo un cincuenta por ciento mayor para subir cada uno. Es decir, que para llegar al siguiente escalón tenía que levantar las piernas una mitad más de lo que mi memoria muscular esperaba, y repetir el proceso una y otra vez. Además, era consciente de que, en un momento dado, mi nuca iba a empezar a asomar por el pasillo del piso de arriba a través de los balaustres que el carpintero hubiera tenido a bien poner. Kott bien podía estar allí arriba, tumbado, con la boca del fusil apuntando al pasamanos. Me dispararía por la espalda antes de que llegara al descansillo. A unos tres metros y medio de distancia. Algo menos de cuatro yardas. Y yo no estaba hecho de oxinitruro de aluminio.
Así que me pegué a la pared y subí hacia atrás hasta que tuve a la vista el pasillo del piso de arriba. Vacío. Ni rastro de Kott. Subí deprisa el resto de los escalones y llegué a lo que parecía un calco del pasillo de abajo, solo que el suelo estaba enmoquetado. Una extensión tan ancha que parecía una pradera recién segada. Vi un puñado de puertas, todas ellas de dos metros setenta y cinco, tres con el marco. Un pasillo con más puertas. Todas cerradas. Dos a la derecha, dos a la izquierda y una al fondo, que era la de la suite de invitados, supuse. Tendría que caminar de frente hacia ella.
La ventaja de caminar de frente por la casa de un titán hacia aquella puerta en concreto era que tenía mucho espacio para hacerlo zigzagueando. Por lo normal, el pasillo de un piso superior sería un campo de tiro estrecho. Pero un cincuenta por ciento de tamaño más me daba la oportunidad de no estar tan próximo al eje. Porque puede que Kott tuviera algo preparado. Su arma, apuntada de antemano, fija, lista para disparar a través de la madera. Quizá tuviera una mira de infrarrojos. O quizá tuviera gafas de rayos X.
Pero llegué a la pared del final sano y salvo, me puse de espaldas junto a la puerta y usé el cañón de la Browning para llamar.
—Kott, ¿estás ahí? —grité.
No respondió nadie.
Volví a llamar, esta vez más fuerte.
—Kott, abre la puerta —dije.
Cosa que supuse que quizás hiciera. En términos balísticos, de hecho, ya estaba abierta. Cualquiera de los dos podríamos haber disparado a través de ella. En su caso, de hecho, podría haber disparado a través de lo que le viniera en gana. Si hubiera querido dispararme guiándose solo por el sonido, podría haberlo hecho. Para él no existían ni el suelo ni las paredes. Vivía en una casa transparente.
Pero puede que quisiera verlo. Lo más seguro. Un tipo que pone tu foto a tamaño natural en su pared —lo último que ve antes de cerrar los ojos cada noche, lo primero que ve al abrirlos por la mañana— tenía que querer contemplar cómo recibía la bala. Tenía que querer contemplar cómo caía. Lo más probable era que se lo hubiera imaginado cada día en clase de yoga. «Visualiza el éxito». Había esperado dieciséis años. Seguro que abriría la puerta.
—Kott, primero deberíamos hablar —dije.
No respondió nadie.
—El que nada hace, nada teme. Tú te olvidas de mí y yo me olvido de ti —continué—. Cada cual por su lado. Ya lo superarás. No hace falta ponerse así. Envié a muchos más a la cárcel y ninguno se ha puesto como tú.
Oí un crujido y, por un segundo, pensé que era la puerta, pero era detrás de mí, en lo alto de la escalera. Por el rabillo del ojo vi como a un chiquillo revolotear. Increíblemente deprisa. Subir la escalera, cruzar el pasillo y ponerse a cubierto. Un niño pequeño, me pareció. ¿Cómo es que Bennett no me había avisado? ¿Dónde estaba la madre? ¿Qué cojones estaba pasando? Relajé el dedo con el que tenía presionado el gatillo de la Glock.
Entonces, la parte trasera de mi cerebro me dijo que no se trataba de un niño. Ni rollizo, ni huesudo, ni elástico. Sino rígido, cascado, tenso, como un adulto. Un hombre de baja estatura, de un metro setenta, corriendo junto a una balaustrada de metro y medio de altura, y zócalos de cuarenta y cinco centímetros, bajo techos de cuatro metros y medio.
No era un niño pequeño.
Era John Kott.
Volví al plano del arquitecto. Quería recordar los detalles. El pasillo del piso de arriba recorría la casa desde la parte frontal a la trasera, desde lo alto de la escalera hasta la ventana que había encima de la puerta principal, y también de lado a lado, hacia la suite de invitados por uno de ellos, que era donde yo estaba, y por el otro hacia el dormitorio principal. Kott no había pasado por delante de mí y supuse que tampoco había estado colgando de la ventana que había sobre la puerta de entrada. ¿Por qué iba a hacerlo? Así que había ido al dormitorio del Pequeño Joey.
Oí una voz en el piso de abajo. Era Bennett, desde el vestíbulo.
—¡Reacher! ¿¡Todo bien ahí arriba!? —preguntó.
—¡Márchese! ¡No tiene por qué involucrarse! —le contesté.
Me mantuve a la espera de una posible respuesta, pero no oí nada más.
Intenté abrir la puerta de la suite de invitados. No estaba cerrada con llave. Entré. Miré a mi alrededor. Había visto habitaciones parecidas en hoteles, pero más pequeñas. Alojamientos con todas las comodidades, independientes. Un pequeño recibidor propio, un aseo, una cocinita, una sala de estar y dos dormitorios, uno a la derecha y el otro a la izquierda, cada uno con su propio cuarto de baño. El dormitorio que quedaba a mano izquierda no estaba ocupado. En el que quedaba a mano derecha estaban las pertenencias de Kott. Aunque no eran gran cosa. Un saco de dormir y una mochila, había supuesto Casey Nice en Arkansas, y casi había dado en el clavo. El saco de dormir era una funda de dormir militar y la mochila, un morral de cuero negro cosido a arañazos y lleno de camisetas, calzoncillos y munición.
Había balas de 9 mm Parabellum y otras del calibre 50 preparadas para competición. Incluso a ojos vista había gran diferencia entre ambas. Las de la pistola parecían pequeñas y refinadas. Como joyas. Las del fusil, proyectiles de cañón vistos desde un bombardero. Las cajas de cartuchos medían diez centímetros de largo.
Miré en todos los lados que se me ocurrieron y no encontré pistola alguna. El rifle sí que lo encontré. Estaba debajo de la cama, metido en una maleta hecha a medida. Un Barrett Light Fifty, un bicharraco de más de metro y medio, y algo más de trece kilos y medio con la mira, y cargado. Hecho en Tennessee. Que cuesta como un cinco puertas de segunda mano. Le pegué una patada a la mira para estropearle la alineación, que era lo único a lo que me daba tiempo, y volví corriendo al pasillo.
El plano decía que tenía que caminar nueve metros y girar a la derecha, y caminar seis metros más y girar a la izquierda, hasta llegar a una especie de antecámara que había justo delante del dormitorio. En el plano se la consideraría un simple hueco o rincón, sin duda. La puerta del dormitorio estaba en la pared que daba al pasillo. Seguía llevando la Browning en la mano izquierda y la Glock en la derecha, como uno de aquellos pistoleros de las películas en blanco y negro. No es que me creyera aquellas historias. Jamás había conocido a nadie capaz de apuntar con ambas manos a un mismo tiempo. Al menos bien. Era mejor concentrarse en la Glock, como si fuera la única que empuñaba y si, además, conseguía disparar la Browning al mismo tiempo, sin apuntar ni sincronizarla, pues mucho mejor. Daño no me iba a hacer.
Doblé la primera esquina. Delante de mí tenía la ventana que descansaba sobre la puerta principal. Todavía me quedaba un largo trecho. Empezaba a descodificar con facilidad las dimensiones de aquella casa de parque de atracciones. Con la Glock apuntaba a la esquina de la antecámara que más cerca me quedaba, a una altura equivalente a tres zócalos, es decir, a un metro treinta y cinco centímetros, donde se encontraría el pecho de Kott. En ese momento estaba a cuatro metros y medio, y la 9 mm Parabellum es una bala rápida y pequeña. Si Kott se asomaba, estaría muerto un octavo de segundo después. A lo que había que sumarle mi tiempo de reacción. Que sería muy pequeño. Joder, tenlo por seguro.
Pero Kott no se asomó. Llegué a la antecámara. La puerta del dormitorio estaba cerrada. Dos metros setenta y cinco centímetros de altura, tres con el marco; el pomo por las costillas.
Oí una voz de mujer al otro lado.
Pero no palabras. Inarticulada. No era un grito ni un quejido, sino una especie de jadeo de frustración. Algo quería hacer, o conseguir, o alcanzar, pero no podía. No, «querer» no era la palabra adecuada. No estaba molesta. Estaba desesperada. Necesitaba hacer algo, o conseguirlo, o alcanzarlo.
Pero no podía.
Di un paso atrás y pregunté por encima del hombro:
—¿Bennett? ¿Sigue ahí abajo?
No respondió nadie.
Repentino silencio en el dormitorio.
Me aparté a un lado por si acaso disparaba a través de la puerta.
No lo hizo.
«¿Cómo se consigue que salgan por voluntad propia? Nadie lo sabe. Nadie lo ha sabido nunca». Por lo general, habría permanecido con la espalda pegada a la pared y hubiera abierto la puerta alargando el brazo cuanto pudiera, fuera de su campo de visión, pero las puertas de aquella casa eran demasiado anchas. Aquel entorno era tan nuevo para mí como para el chiquillo, así que me incliné hacia delante, giré el pomo, le pegué una patada a la puerta, me incliné hacia atrás y apunté.
Y disparé. Y le di a John Kott en el centro de la frente. Solo que no fue así. Era un espejo que había en una de las paredes laterales. El disparo rugió y el cristal plateado se rompió en grandes láminas. Y, al poco, el mundo volvió a quedarse en silencio. Kott soltó desde dentro:
—¿Qué ha pasado con eso de que ibas a olvidarte de mí y seguir tu camino?
Hacía dieciséis años que no oía su voz, pero no había duda: era él. Ese acento de Ozark, el deje quejumbroso, el tono de ofendido…
—No has respondido —le contesté.
—No merecía la pena.
—¿Quién está contigo?
—Entra y compruébalo.
Volví a imaginar el plano del arquitecto.
—Estás en la planta de arriba de una casa muy alta —le dije—. Estoy en la única puerta por la que podrías escapar. Acabo de disparar una pistola en Londres. En cinco minutos habrá cinco mil policías ahí fuera. Aguantarías cosa de tres semanas sin comida. Y después, ¿qué?
—La poli no va a venir —aseguró.
—¿Tú crees? —le pregunté.
—Bennett les dirá que ha sido uno de los suyos.
—¿Qué sabes de Bennett?
—Mucho.
—¿Quién está contigo?
—Podría habértelo enseñado en el espejo, pero lo has hecho trizas. Vas a tener que entrar.
Retrocedí un paso y grité:
—¡Bennett, ¿sigue ahí abajo?!
No respondió nadie.
—Nice, ¿está usted ahí?
No respondió nadie.
Volví a acercarme a la puerta y dije:
—Supongo que sabes que el Pequeño Joey ya no está con nosotros. Y que los suyos han huido. Así que puedo quedarme aquí tanto como sea necesario. Aunque la policía no venga, te morirás de hambre igualmente.
—Entonces volverás a mancharte las manos de sangre inocente. Porque no estoy solo. Pero eso ya lo sabes, ¿no?
Después musitó algo, no a mí, puede que un «díselo, nena», y volví a oír la voz de mujer, inarticulada todavía, no como un jadeo de frustración esta vez, sino como un grito amortiguado. Estaba amordazada. Y si estaba amordazada, también estaba atada. Volvió a gritar.
—¿Se supone que eso debería impresionarme? —le pregunté.
—Es lo que esperaba —respondió Kott.
—¿Por qué me has tomado, por un asistente social?
Otro grito, el tercero, largo y fuerte, pero amortiguado por la mordaza. Se iba apagando hasta convertirse en un sollozo burbujeante, cargado de dolor y resquemor, tristeza y humillación.
—Pues a mí me está impresionando la hostia —le dijo Kott.
El plano decía que el dormitorio era cuadrado y que tenía, más o menos, nueve metros de lado, con un vestidor a la derecha y un cuarto de baño a la izquierda. Me situé en el mismo punto desde el que había disparado y miré el espejo, en el que solo vi una madera áspera y manchada que nadie había esperado que quedase jamás a la vista, pero en la que había visto a John Kott cuando el cristal estaba intacto. Apenas tenía ángulo desde donde me encontraba, por lo que él tampoco lo tendría mejor. De hecho, tenían que ser iguales. Física del instituto. Óptica básica. Era probable que la cabecera de la cama estuviera cerca de mí, al otro lado de la pared, y la cama era un sitio lógico en el que poner a una mujer atada y amordazada. En cuyo caso, Kott estaría sentado a los pies del mueble, lo más probable. Suposición que tenía mucho sentido hasta que repasé los ángulos y me di cuenta de que a los pies de la cama estaría demasiado cerca de mí. Disparejo. Imposible. Pero entonces recordé que seguramente la cama del titán mediría dos metros setenta y cinco, puede que tres, y la suposición volvió a cobrar sentido.
Di un paso. No entendía ni de herrajes domésticos ni de construcción, pero tenía ojos y memoria, y calculé que todas las bisagras de las puertas que había visto en la vida tendrían un eje de un centímetro veinticinco de ancho, por lo que en esa casa serían de unos dos centímetros, pues una bisagra ha de acomodarse al tamaño de la puerta para cumplir bien con su cometido: que esta encaje en el marco, se abra y se cierre. Las matemáticas más sencillas decían que la separación máxima entre la puerta y la jamba, en el lado de las bisagras, se daría cuando estuviera abierta noventa grados. Que en el caso de las de aquella casa sería de algo más de dos centímetros y medio. Pero la puerta no estaba abierta noventa grados. Estaría abierta unos treinta y cinco grados. Puede que un par más. Lo que significaba que la separación era un pelo superior a dos quintos de pulgada en el sistema imperial. Es decir, diez milímetros en el métrico decimal.
Y una 9 mm Parabellum tiene nueve milímetros de ancho.