54

Miré la casa del Pequeño Joey por encima de su muro. Las verjas seguían abiertas y las luces, encendidas. Pero no sucedía nada. Le devolví el móvil a Bennett y le dije:

—¿Por qué no se va a dar una vuelta?

—¿Por qué iba a hacerlo? —me contestó.

—Quiero hablar con la señorita Nice a solas.

—¿Qué le va a decir?

—Algo que usted no va a poder oír desde donde se encuentre.

Dudó unos instantes, después desapareció entre la oscuridad de la noche. Como por arte de magia, como en la terraza del apartamento de París. Casey Nice y yo nos agachamos uno al lado del otro, apoyados de espaldas en el muro.

—Esta es la escena en la que intento deshacerme de usted —le dije.

No dijo nada.

—No por las razones que usted cree —continué—. Su ayuda me sería muy útil en una decena de situaciones diferentes. Pero esto es entre Kott y yo. Quiere borrarme del mapa, por lo que yo también quiero borrarle a él. No sería justo implicar a otras personas en una disputa privada. A Bennett le voy a pedir lo mismo.

—Bennett se mantendría al margen de todas formas. No le queda otra. Hay reglas. Pero yo tengo libertad para hacer lo que quiera.

—Esto es entre Kott y yo. Lo que también tiene reglas. Ha de ser el uno contra el otro.

—Eso lo establece usted.

—Porque lo pienso de verdad.

—Está intentando ser amable.

—Esa es una acusación que no escucho a menudo.

—¿Por qué el Pequeño Joey se ha tomado la pastilla? —me preguntó.

—¿Tomar en el sentido de apropiarse de ella o en el sentido de tragársela?

—De tragársela.

—Yo diría que tomaba todo tipo de pastillas. La gente tan grande tiene molestias y dolores. En la espalda, en las articulaciones. Así que se aficiona a los opiáceos y a los analgésicos. Y acaba probando todo lo que pasa por sus manos. Pastilla que ve, pastilla que prueba. Gajes del oficio.

—No quiero volver a tomarlas. ¿Ha visto su boca? Era asqueroso…

—Desde luego, ahora mismo no puede tomarlas. Aunque quiera.

—¿Es por eso? Cree que voy a perder los papeles, ¿verdad?

—¿Va a hacerlo?

—No por ansiedad, en cualquier caso. En estos instantes no sé ni qué significa esa palabra.

—No nos va a pasar nada.

—¿Nos?

—A usted aquí y a mí allí.

—Debería ayudarle.

—Esto es entre Kott y yo —le dije de nuevo—. No pienso atacarle en grupo. No me sentiría bien, después.

Las verjas seguían abiertas, pero no iba a ir por delante. Era la entrada más obvia. La parte que más vigilada iba a tener Kott. Seguro que el MI5 le asignaría un valor numérico. «Kott pasó el sesenta y uno por ciento del tiempo vigilando la zona delantera». La segunda parte más vigilada sería el patio trasero. La tercera y la cuarta, las paredes laterales. Pero ¿cuál de ellas sería la tercera y cuál la cuarta? Yo diría que la tercera sería la que se veía desde el club de bolos. Allí era donde había transcurrido la acción hasta el momento. Así que me dirigí al lado contrario, a la cuarta opción, lejos de la visión nocturna, arrastrándome por las sombras, trepando el muro después. Lo que no fue sencillo, pero tampoco imposible, porque la reja tenía detalles que hacían las veces de los peldaños de una escalera. Al bajar me encontré en un macizo de flores. El lateral de la casa estaba allí mismo, al otro lado de un caminito estrecho. Había ocho ventanas en la planta baja. Seguro que el niño con la cera las había dibujado todas pequeñas, pero incluso alguien de mi altura podría entrar de pie por cualquiera de ellas.

Me fijé en la más cercana. El alféizar me llegaba por el pecho. Daba a una habitación pequeña. En términos relativos, claro. Una antecámara, una salita. Una biblioteca, un despacho o una sala de estar. Pasé a la siguiente ventana. Daba a un pasillo. Mucho mejor. Se veía el pie de una escalera a unos diez metros. Supuse que el pasillo giraba noventa grados a la derecha en un momento dado y que daba a la puerta principal.

Permanecí inmóvil y tomé aire. Respirar y espirar. Y una vez más. Después usé la culata de la Browning para romper el cristal, «clac, clac», allí donde alcanzaba, hasta que abrí un hueco tan grande como para caber por él. Supuse que Kott lo interpretaría como un farol. Una mera distracción. Para hacerle venir a investigar y que, mientras, entrara yo por la puerta delantera y lo atacara por la espalda. Es lo que iba a pensar. Así que iría a vigilar la puerta. Solo que era un profesional paranoico, por lo que, nada más darle forma a aquel razonamiento, se le ocurriría que podía tratarse de un doble farol y vendría hacia la ventana para enfrentarse a mí cara a cara. Así que decidí echarme un triple farol. Corrí a la puerta principal. Sabía que estaba abierta. Con ese tipo de cerraduras tienes que echar la llave tanto desde fuera como desde dentro. Y los matones que habían salido a la carrera no se habían detenido a hacerlo. Se habían subido al Jaguar a toda prisa y habían pisado el acelerador, sin demorarse lo más mínimo.

La cerradura era fastuosa, de pulcro estilo georgiano, con una plancha que mediría unos setenta y cinco centímetros de alto. Al girarla me di cuenta de que el picaporte era del tamaño del antebrazo de una persona normal. Una vez dentro me encontré en un vestíbulo con suelo de mármol blanco y negro, y con una araña del tamaño de la copa de un manzano.

Ni rastro de Kott.

Lo que estaba bien, porque me permitió abrir la puerta del todo, como si se tratara de un campo de tiro sin restricciones. Del vestíbulo salía una larga sección de pasillo que acababa en una escalera, lo que significaba que la parte de este que daba a la ventana rota quedaba a la izquierda, a noventa grados.

Entré.

Ni rastro de Kott.

Eso significaba que si solo había doblado el farol que yo había triplicado, se encontraba frente a una ventana rota o buscando, una por una, en las habitaciones vecinas, en toda antecámara, salita, biblioteca, despacho y sala de estar.

Estaba a mi izquierda. A noventa grados.

Avancé hasta el pasillo. Al igual que cualquier otro pasillo, era rectangular, mucho más largo que ancho, con las típicas decoraciones que se ponen en los pasillos y con puertas a derecha e izquierda que darían a ese tipo de habitaciones que suele haber en las casas grandes. Pero aunque no era la primera casa grande en la que estaba, la del titán no se parecía a ninguna de ellas. Yo recordaba puertas que estaban más alejadas de lo normal las unas de las otras, lo que implicaba que las habitaciones que había al otro lado eran enormes y que, una vez dentro, resultaban incluso más grandes de lo esperado, en especial porque las paredes no acababan nunca, como si la propia habitación te dijera: «Soy grande, mis paredes siguen y siguen». Proporción, en otras palabras. Pero aquella era una casa normal, solo que hinchada por todos los lados por igual. Las habitaciones eran descomunales, sí, pero no era la impresión que transmitían, porque las puertas estaban a la distancia normal, solo que medían dos metros setenta y cinco, tres con el marco, lo que hacía que la «distancia normal» no fuera sino una ilusión óptica.

Las baldosas de mármol del suelo, que habrían sido de sesenta centímetros de lado en cualquier revista de decoración, eran de noventa. Casi un metro. Los zócalos de una elegante casa victoriana tendrían unos treinta centímetros de altura. En casa del Pequeño Joey tenían cuarenta y cinco. Los pomos normales me llegaban casi a la cadera. Los de aquella casa, a las costillas. Etcétera. El efecto hacía que me sintiera muy pequeño. Como si un científico loco me hubiera encogido. Puede que fuera el siguiente proyecto que acometieran los del aluminio cristalino.

Y me sentía lento. Evidente. Tardaba un cincuenta por ciento más en llegar a cualquier lado. Los tres pasos para ir de A a B se convertían en cuatro y medio. Era como caminar a paso de tortuga. O hacerlo hacia atrás. Como si fueses corriendo a todas partes y nunca llegases a ningún lado. Como intentar subir por la escalera mecánica que baja. Desorientaba, como si se tratara de una dimensión diferente.

Me detuve a lo que parecían algo menos de dos metros del codo del pasillo. Aunque bien podrían haber sido algo más de dos y medio. En cualquier caso, contuve el aliento y escuché. Pero no oí nada. No se oía el crujido de cristales pisoteados, ni de puertas que se abrieran o se cerraran. Así que avancé de centímetro en centímetro hacia la esquina, o de tres cuartos de centímetro en tres cuartos de centímetro, o de centímetro y medio en centímetro y medio. Lo que fuera. Llevaba la Browning en la mano izquierda y la Glock en la derecha, con una bala en la recámara y doce en el cargador. Ya había disparado cinco: cuatro contra la rejilla del Jaguar en casa de Charlie White y una contra el suelo del club de bolos, a través del Pequeño Joey.

Supuse que si Kott estaba esperando que una cabeza asomase por el pasillo, esperaría, por mero instinto, que lo hiciera a una altura normal. Pero ¿qué consideraría normal? ¿A la altura de los ojos, más o menos a un metro sesenta y siete del suelo que era, probablemente, el cincuenta y cinco por ciento de la altura de una habitación normal? Lo que traducido a aquella casa de parque de atracciones serían unos dos metros y medio. Eso significaba que Kott estaría mirando bastante por encima de mi cabeza. Aun así, decidí no jugármela. Me aseguré de que estuviera mirando muy por encima. Me arrodillé y me asomé a la altura del zócalo, que, dada la exagerada carpintería, no parecía arrodillarse mucho. Imaginé mis cejas y mis ojos, visibles de repente, pero pequeños al lado de la extravagante moldura.

Ni rastro de Kott.

Vi esquirlas de cristal sobre el mármol. De la ventana. Vi todas las puertas cerradas. A salitas, bibliotecas y salas de estar. No vi a Kott. ¿Estaría detrás de alguna de ellas? Puede que durante un rato. O puede que ni siquiera se hubiera movido de donde estaba. Puede que siguiera en el piso de arriba, en la suite de invitados, paciente, como son los francotiradores, con su Barrett del calibre 50 sobre la mesa, apuntando a la puerta.

Pensé en el proyecto del arquitecto que habíamos visto horas antes. La suite independiente estaba en el cuadrante izquierdo de atrás. Sobre la cocina, como quien dice. Subiendo la escalera y girando a la derecha. Me puse de pie y miré en las cuatro direcciones, tomé aire y lo expulsé.

Empecé a subir la escalera.