Yo diría que atravesamos ilegalmente unas cinco propiedades hasta quedarnos detrás de un muro ornamental, justo al otro lado de la calle en la que estaba la casa del Pequeño Joey. La teníamos en primer plano. Mucho mejor que observarla con binoculares, por buenos que fueran. Había un Jaguar negro en el camino de entrada. Las verjas estaban cerradas. La enorme puerta estaba cerrada. Tenía un buzón de latón, un picaporte y un embellecedor con una sola bocallave. Sin duda, una de esas sofisticadas cerraduras de varias palancas; la recomendada por las compañías de seguros del mundo entero, aunque el único seguro que Joey Green necesitaba era su nombre.
Justo entonces empezaron a abrirse las verjas y la enorme puerta se abrió también y por ella salieron cuatro individuos, espaciados uno detrás del otro, como paracaidistas tirándose de un avión. Parecía que estuvieran confundidos. Inseguros. Tropezaban, miraban a derecha e izquierda, uno poniéndose bien el abrigo, otro peinándose con los dedos. Se subieron al Jaguar, salieron por la verja y se largaron a toda velocidad, cada vez más lejos, hasta que los perdimos de vista. Habían dejado las verjas abiertas.
John Kott no salió. Ni después de un minuto, ni de cinco, ni de diez. Se iba a quedar dentro para resolverlo a golpes.
Miré a Bennett y le dije:
—¿Ha conseguido la información sobre el cristal?
—Está en francés —me contestó.
La dispuso en la pantalla de su teléfono móvil. Era la imagen escaneada de la fotocopia o el fax de un documento clasificado. Muy larga. Tuve que deslizarla con el dedo por la pantalla varias veces. Estampillada como documento de máximo secreto en varios puntos diferentes.
—¿Se autodestruye en cinco minutos? —le dije.
—No, pero puede que yo sí —me respondió.
—Gracias por conseguirlo.
—No hay de qué. Tan solo espero que le sea útil.
Estaba en francés porque el cristal es muy importante en Francia. Una manufactura exitosa cuya historia ha dado la vuelta al mundo. Copas de todo tipo y menaje de hotel, con énfasis en la eficacia industrial y en la resistencia. Podías lanzar el vaso de un restaurante francés como si fuera una pelota de béisbol y lo más probable es que no se rompiera. ¿Qué mejores antecedentes para avanzar, para ir un paso más allá, en la tecnología antibalas moderna? Un laboratorio de investigación y desarrollo parisino había aceptado el reto. Como siempre, la misión era combinar la transparencia óptima con la resistencia óptima. No tenía sentido poner a un presidente detrás de un material seguro pero turbio. El efecto visual es importante. Las agencias de seguridad de los países principales de la OTAN habían contribuido con fondos. Los parisinos habían cogido el dinero y se habían puesto manos a la obra.
La primera sorpresa fue que no lo llamaban cristal antibalas. Lo llamaban «armadura transparente». La segunda, que no era cristal. Ni la más mínima parte de su composición. Los anteriores paneles antibalas eran laminados, compuestos por varias láminas de cristal recubiertas de policarbonatos suaves o de materiales termoplásticos. Algunas de las láminas eran duras y otras lo eran menos para favorecer la flexibilidad. Los resultados eran buenos, pero había dos problemas. Que, una vez montados, de canto parecían madera contrachapada. Y que el índice de refracción era diferente en el caso de cada capa, por lo que, dependiendo del ángulo, parecía que estuvieras mirando a través de seis piscinas. Un efecto visual imperfecto. No daba bien en televisión.
Así que los científicos le dieron la espalda al cristal y empezaron a hacer pruebas con el aluminio. Lo que me pareció rarísimo, pero en el campo de la química nada es lo que parece. La sustancia en cuestión era oxinitruro de aluminio, de la que explicaban que era una cerámica policristalina transparente con estructura de espinela cúbica compuesta por aluminio, oxígeno y nitrógeno. Se incluía una fórmula química llena de letras grandes, números pequeños y elegantes paréntesis. Había un dibujo de la molécula, que parecía la lámpara de araña que tenía mi abuela en el comedor de su casa de New Hampshire.
Empezaban trabajando el oxinitruro de aluminio en forma de polvo, que se tamizaba con cuidado, como la harina de un pastel, tras lo cual se compactaba en un chisme llamado «prensadora isostática en caliente», después se horneaba a una temperatura elevadísima y más tarde se lijaba y se pulía hasta que parecía más cristal que el propio cristal. El efecto óptico era perfecto. Pesaba mucho, pero no tanto como para herniarse.
Y era resistente. El informe de las pruebas aseguraba que aguantaba el impacto de un proyectil perforante del calibre 50 y se explicaba el procedimiento de las mismas con todos sus pormenores y gran minuciosidad. Lo leí con mucha atención. Entendía la mayor parte de lo que ponía, aunque cierta parte del lenguaje era demasiado técnica y se me escapaba. Pero los números son iguales aquí y en Sebastopol, y no me costaba reconocer un cien cuando lo veía. Los paneles de prueba habían obtenido un cien por cien de efectividad contra pistolas de 9 mm y contra Magnum del calibre 357 y del 44 a diferentes distancias, desde quince metros hasta a quemarropa, como en el caso del Pequeño Joey.
Así que enviaron por avión unos paneles hasta Draguignan, en el sur de Francia, cerca de donde mi abuelo había acuchillado a la serpiente, a una enorme base militar con fusiles capaces de disparar a muchísimas distancias. Dispusieron los paneles a noventa metros y obtuvieron un cien por cien de efectividad contra las Remington del calibre 223 y los proyectiles de 7,62 milímetros de la OTAN. Momento en el que los científicos decidieron jugársela. Debían de estar contentos. Redujeron la distancia a sesenta metros, increíblemente corta para los calibres más grandes, motivo por el que quedaron en ridículo contendientes de lo más capaces, como el Winchester del 308 y el British del 303, y fueron directos a por el Remington Magnum del 44. A sesenta metros. Como un acorazado disparando al muelle.
Obtuvieron un cien por cien de efectividad.
Entonces llegó el momento de la verdad. Cargaron el proyectil del calibre 50 y se prepararon para dispararlo. Munición perforante. Para la que una distancia de sesenta metros era todavía más increíblemente corta. Pero entendí lo que pretendían demostrar.
Obtuvieron un cien por cien de efectividad.
Y a treinta metros. Y a quince. Incluso a siete y medio. Eso sí, los científicos aconsejaban que los paneles en los que hubiera quedado alguna que otra marca después de un incidente debían ser reemplazados. Hasta ellos entendían lo suficiente de política como para saber que un candidato no se pondría detrás de un panel con marcas de disparos de anteriores intentos fallidos de asesinato. Parecería que era de los que salen escopeteados a las primeras de cambio. Y eso no es bueno para la imagen. La gente se forma una opinión.
Había mucho dinero extranjero en el proyecto y la vida de muchos extranjeros importantes dependían del resultado, así que las pruebas las supervisaron, paso a paso, cada uno de los representantes de las partes interesadas. Comprobaron los números, hicieron preguntas, miraron hasta debajo de las piedras. Todos eran especialistas en inteligencia militar, en espionaje, pero de ciencia sabían lo justo. La vieja guardia, que no tenía nada mejor que hacer, todos ellos de lo más experimentados. A los parisinos no les importó. Era como una evaluación más. Solo que llevada a cabo en mucho menos tiempo. Deslicé hacia arriba el documento para consultar la lista de participantes, no tuve que bajar mucho, buscaba la «E», de «États-Unis d’Amérique».
Estados Unidos de América.
El Pentágono había enviado a Tom O’Day.