En un aula, y mediante algún método socrático, quizás hubieran podido desentrañar alguna de las implicaciones de las palabras del Pequeño Joey que, por lo visto, hablaban de afrontar grandes riesgos y se basaban en concepciones irreales de la lealtad, el honor y el sacrificio. O puede que le gustase pelear, sin más, y no consiguiera oponentes si no era pagando. En cualquier caso, no le presté más atención, porque dio un paso atrás y flexionó un poco las rodillas, como si estuviera esperando a que sonase la campana. Que debió de oír antes que yo, porque salió disparado contra mí de entre las sombras como si fuera una bola de demolición, el doble de rápido que en el aparcamiento del supermercado, con el codo derecho por delante, como un relámpago, lanzándolo de arriba abajo, una versión escalofriante del golpe que le había dado yo al de la furgoneta. Quería fulminarme a las primerísimas de cambio. «La única manera de enfrentarse a un codazo repentino es girarte, moverte hacia delante y recibirlo en la parte carnosa del brazo, la superior», que es lo que hice. «Lo que siempre resulta doloroso y a veces, incluso, te lo deja dormido», que es lo que sucedió. «Pero, por lo general, evita que te tumben», cosa que, en efecto, evitó.
Pero por muy poco. Trescientas ocho libras, en medidas y pesos locales, todas lanzadas contra mí con gran fuerza. Ante eso la única respuesta posible era deslizarse por su costado y ponerme detrás de él. Lo que me dejaba de espaldas a su casa, pero Casey Nice y yo habíamos convenido que en situaciones así me alumbraría con la linterna, poco rato, dos segundos, pues considerábamos que aquello sería suficiente para cegar cualquier mira con visión nocturna y me proporcionaría la ventaja de distraer al titán, aunque fuera un instante. Así que aproveché para soltarle un gancho de izquierdas en el cuello y un derechazo corto y rápido en el riñón, más fuerte de lo que le había pegado a nada en la vida, muy bien colocados. Después me retiré describiendo el mismo círculo amplio, de manera que si Kott disparaba a ciegas, le diera al Pequeño Joey en vez de a mí y, además, para comprobar cuánto daño le había causado.
Que no había sido mucho. Lo que no resultaba alentador. El tamaño no importa. No en sí mismo. Los tipos de los que de verdad tienes que cuidarte son esos que se hinchan tanto que acaban no sintiendo el dolor. Algo tendrá que ver con la química. El cuerpo es incapaz de decirles que paren. En ese caso, el tamaño sí que importa. Y mucho. Y, claro, era el caso del Pequeño Joey. Le había dado dos golpes, dos golpes muy buenos, pero no solo seguía en pie, sino que ni siquiera le había borrado la sonrisa de los labios; seguía sacándome quince centímetros de altura y pesando casi treinta kilos más que yo.
—Diez minutos, eso es lo que tienes —me advirtió—. Un poco menos ahora, supongo.
Lo dijo con cara de felicidad, como uno de esos antiguos púgiles profesionales que luchaban sin guantes, un hombre del siglo XIX suelto por el XXI, un londinense, como uno de esos personajes de pelis basadas en obras de Charles Dickens. Un tipo joven al que le gustaba lo viejo, anticuado hace tiempo. Un mero rompepiernas, nada más. Mientras tanto, la parte trasera de mi cerebro me decía que siguiese golpeándole en el riñón derecho, con la esperanza de que, por accidente, le rompiera el móvil que llevaba en el bolsillo y Gary no obtuviera respuesta, lo que les facilitaría la misión a Casey Nice y a Bennett.
El Pequeño Joey movía los pies. Un púgil, sí, pero no de los buenos. Me lanzó un gancho derecho que vi venir a kilómetros y me agaché, abajo y arriba, como cuando haces sentadillas en el gimnasio, y su puño zumbó por encima de mi cabeza. El impulso le obligó a describir una curva, lo que significaba que su riñón derecho venía directo hacia mí, así que volví a golpeárselo, otro derechazo corto y rápido, un puñetazo colosal, un puñetazo capaz de quebrar un árbol joven o matar a un mulo en el acto. Entre mis tres mejores de todos los tiempos, que ya era decir. Y sufrió todos los efectos mecánicos correspondientes. Se dobló con violencia hacia atrás por efecto de la fuerza del golpe, soltó un ¡ufff! cuando la sacudida le llegó a la parte trasera de los pulmones, se tambaleó y una pierna se le puso rígida.
Pero no cayó al suelo aullando de dolor, que es lo que debería haber pasado. Una persona normal estaría en coma. Todos los órganos internos en llamas, como si le hubieran clavado un millón de cuchillos en la espalda, sin aire suficiente para gritar. Pero aquel titán solo había resollado una vez y se había retorcido como un quiropráctico aficionado antes de volver a ponerse en guardia. Puede que el Zoloft le estuviera echando un cable. Nota mental: preguntarle a Casey Nice cuáles eran los beneficios físicos.
Así que cambié de plan y pasé a una guerra de movimientos. Si no podía derribarle, quizá consiguiera que se cayera solo. Porque la partida no acabaría hasta que no estuviera tendido sobre la hierba. No había otra forma. Lo había aprendido cuando era niño. Bailé para aquí, para allá, a su alrededor y vuelta atrás, ridículamente torpe para los estándares boxísticos pero, a su lado, y por una vez en la vida, yo era el pequeño, el que se movía arriba y abajo, el que zigzagueaba y soltaba picotazos.
La hierba estaba blanda y él pesaba mucho, por lo que trastabilló en tres ocasiones. Seguí moviéndome con rapidez, en especial por Kott, y en parte por la inexacta teoría que defiende que, en todo combate, el grandote se cansa antes. Dimos vueltas y revueltas y, en un momento dado, sus pies quedaron por detrás de su cuerpo durante medio segundo y entonces lancé un codazo, que bloqueó como yo había hecho con el suyo, lo que nos alejó y me obligó a empezar de nuevo.
Cambié de plan por segunda vez. Tampoco iba a caerse solo. Iba a necesitar ayuda. Y me alegraba de poder proporcionársela. Y me alegraba más y más por momentos. «¿Crees que me vas a poder?». Puede que Scarangello tuviera razón. «No soportaba que lo desafiasen». Aunque eso tampoco era exacto. No tenía que ver con el desafío. Tenía que ver con el rival, siempre. Joey Green no me caía bien. En parte por las razones que eran de cajón, como lo de las quinceañeras de Letonia y Estonia y el hombre con bocas que alimentar, pero también por otras, ancestrales y salvajes, ya que por cada año que los humanos llevamos siendo modernos, hemos sido primitivos setecientos, lo que te deja un poso, y para ese momento del combate la parte trasera de mi cerebro tenía el control absoluto. «Mi tribu quiere que te vayas, amigo. Y, además, eres feo. Y un mierda».
Bailé hacia la derecha, hacia la izquierda, y aposté por la pierna que se le iba quedando atrás, a cuya rótula le solté un taconazo, en el mismo ángulo y con la misma extensión de la pierna que usaría para reventar la cerradura de una puerta, pero más fuerte que contra ninguna de las que había pateado en la vida. Juntas. Puede que su respuesta al dolor estuviese trastornada, pero el hueso es hueso y, si se rompe, se rompe, que es lo que le pasó al suyo. Noté el chasquido a través del zapato. Pero la rótula no es un hueso estructural. Y no se cayó. Por el contrario, avanzó con la pierna buena y me golpeó en el pecho, otro gancho de derechas, pero más rápido, demasiado para verlo venir, y que me tiró al suelo y me dejó jadeando, tosiendo e intentando respirar, girar sobre mí mismo y ponerme a cuatro patas. Cosa que conseguí, y me hice a un lado antes de que me matara de una patada, con la rótula destrozada o sin ella.
A esas alturas de la pelea estaba embravecido, y al verme en el suelo vino a por mí con desorden y confusión, con algún que otro renqueo en la zancada, quizá, pero en tropel. Tanto que me obligó a escabullirme a todo correr. Me puse de pie, lo esquivé y empecé de nuevo. Se me habían acabado los planes y me quedaban unos seis minutos. Seguí moviéndome, sin quitarme su casa de la cabeza, maniobrando siempre y, en un momento dado, conseguí que se retorciera tanto que aproveché para darle otra patada en la rótula rota, fuerte, toda una infracción por exceso de velocidad, que, no obstante, tuvo un precio, porque me soltó un revés, puede que solo como reacción furiosa, puede que tras calcular con cuidado dónde iba a encontrarme, pero con el que, en cualquier caso, ganó la apuesta. Me sacudió tal manotazo en la frente que sentí como si me estampase a toda velocidad contra las cuerdas de un tendedero de ropa.
Caí de espaldas cuan largo era, pero los golpes que le había dado en la rodilla me salvaron la vida. No podía darse la vuelta. Era incapaz de encontrar la manera de hacerlo. Tenía la articulación hecha puré. Puede que no le doliera, pero la ingeniería es la ingeniería. Me incorporé como pude y tuve que apoyarme para ponerme en pie. Me quedé parado un segundo, con las manos en las rodillas, resollando, sorprendido, sin poder creer lo que veían mis ojos, como un ordenador incapaz de procesar la orden que acabas de darle. Lo había golpeado en cinco ocasiones: un zurdazo, dos derechazos, dos patadones a la rodilla, y el tipo seguía en pie. Y el segundo derechazo habría tumbado a cualquier ser humano. O caballo. O gorila. O elefante.
Tenía un problema.
Entonces me acordé del partido de fútbol que debían de estar viendo los noctámbulos y miré la hierba, suave, lisa y uniforme, resbaladiza por efecto de la niebla nocturna. El titán estaba de espaldas a mí. Tomé carrerilla, eché a correr, me tiré al suelo y me dejé resbalar de lado, con la cadera besando la hierba justo cuando mis espinillas golpeaban sus corvas, en ángulo; una clara falta en fútbol, merecedora de tarjeta amarilla, incluso de roja si había mala intención, como era el caso. Mucha mala intención. Lo segué: corvas, tobillos y tacones. Salió volando por los aires y cayó de espaldas, echándole tanto teatro como una de esas consentidas estrellas futbolísticas europeas.
Después solo tuve que ponerme de pie, darme la vuelta, dar un paso largo, coger la Glock del bolsillo trasero, saltar, como un niño que se lanza emocionado y con las rodillas por delante sobre un montón de nieve, solo que esta vez no había emoción alguna y que el montón de nieve era la tripa del Pequeño Joey, y golpearlo también con la Glock, de manera que los tres puntos impactaran a un tiempo, en un triángulo perfecto: mi rodilla derecha, mi rodilla izquierda y la boca de la pistola. Que se clavó en su plexo solar con toda la fuerza de mi peso, ciento diez kilos en movimiento. Y apreté el gatillo.
Yo era de los de la regla tres.
En clase de ciencia forense lo habrían denominado «orificio de entrada aracniforme». El cañón había estado presionado con fuerza contra el cuerpo y, como es natural, la primera cosa en salir había sido la bala, que le hizo un limpísimo agujero de nueve milímetros en la carne; pero que no aguantó limpio mucho rato porque lo siguiente en salir fue una explosión de gas, la cual no tenía otro sitio por el que ir que el orificio de la bala, que llegó hasta bien adentro del cuerpo del Pequeño Joey, cuerpo que, dado que no era tan duro como el cañón de acero de una pistola, dio pie a que el gas se hinchara de inmediato, a gran temperatura, hasta alcanzar el tamaño de una pelota de baloncesto que le reventó la piel en el punto de entrada. De manera que, después de que el gas se dispersara y el cuerpo recuperase su forma habitual, la herida parecía una estrella de cinco puntas.
La primera ventaja era que había muerto al instante. En esa zona, por el centro más o menos, dentro de un cuerpo humano había un montón de cosas. La columna, el corazón, los pulmones, arterias a porrillo. La segunda ventaja era que, si la bala lo había atravesado, lo único que habría matado a su paso serían lombrices de tierra. Puede que larvas de insectos parásitos también. En cuyo caso, el club de bolos tendría que agradecérmelo. La tercera ventaja era que el interior del pecho del Pequeño Joey había amortiguado el sonido. Como si le hubiese puesto al arma un silenciador del tamaño de un barril de petróleo. Y lo había hecho muy bien. El sonido del disparo había sonado muy apagado.
No obstante, Bennett quería jugar sobre seguro. Se acercó y me dijo:
—Lo he oído.
—Claro que lo ha oído. Solo estaba a quince metros —le dije.
—Si lo he oído yo, lo han oído los vecinos.
Sacó el móvil y mandó un mensaje con una sola palabra.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—Quiere decir que ha sido uno de los nuestros. Si alguien llama a la policía, le dirán que ha sido el petardeo de un motor o de un tubo de escape y que no se preocupe.
—¿Eso se puede hacer?
—Acabo de hacerlo.
—¿Desde cuándo?
—Algunos inconvenientes se eliminaron en las primeras etapas del proceso.
No dije nada.
El teléfono del Pequeño Joey empezó a sonar. Y a sonar. Y dejamos que sonara hasta que se calló.
—Hay que ir moviéndose —dije—. Tenemos que asegurarnos de que Kott no escapa con los guardaespaldas. Tenemos que vigilar el frontal de la casa. Pero más de cerca.
—La distancia más corta entre dos puntos es la línea recta —dijo Casey Nice antes de ponerse a caminar en la dirección de la que venía la tormenta.
Y la seguimos por encima del tocón del árbol de un vecino y por el hueco en la valla de un vecino.