La linterna la llevaba Casey Nice. Yo, una pistola en cada mano, digamos que porque no iba muy sobrado de bolsillos. Bennett iba detrás de nosotros, zigzagueando, vigilando la retaguardia, vigilando los flancos. Casey Nice movía el haz de luz a uno y otro lado, muy rápido, pintando la noche, iluminando los objetos como un estroboscopio, dejando que fuera la persistencia de la visión la que imaginara el resto, como si fuera un ejercicio de rellenar los huecos.
Ni rastro del Pequeño Joey. Al principio. La linterna iluminó buena parte del sendero de algo menos de un metro de ancho, y allí no estaba. Y si hubiera echado a correr hacia él, tendría que haber estado. Porque, desde luego, una vez dentro no podría haber corrido. Habría tenido que seguirlo de lado, desplazando los pies en lateral, lo que lo habría obligado a ir despacio. Miramos en la esquina en la que me había quedado esperando a Bennett, pero allí tampoco estaba. Miramos en la esquina contraria. Tampoco.
Nos quedamos callados y escuchamos. No se oía nada. El fulgor amarillento seguía iluminando el cielo, pero las casas que nos rodeaban estaban más a oscuras. Llega un momento en que la gente se acuesta. Y apaga la luz. Los niños ya estaban en la cama. Dentro de muy poco estaríamos rodeados de gente durmiendo. Aquí y allá yo veía el parpadeo azulado de la televisión de algún noctámbulo, que lo más probable era que estuviera viendo una película, un partido de fútbol o un documental, que ojalá fuera esclarecedor en el plano educativo porque, desde luego, en el visual no estaba siéndolo. Intentábamos cazar un titán a oscuras. Y no llegábamos a ninguna parte.
Hasta que hice en cuarto lugar lo que tenía que haber hecho en el primero, que era ponerme en su pellejo, pensar como él, ser como él, aunque solo fuera durante unos instantes. ¿Qué habría hecho yo? Sin armas, sin guardaespaldas, con el chófer demasiado lejos para pedirle ayuda, sin poder huir por el sendero porque habría ido demasiado lento. Aunque no es que necesitase echar a correr, ni tampoco ayuda. Podía arreglármelas muy bien solo. Era el Pequeño Joey Green y lo había sido toda la vida.
Pero me gustaba tener público.
Cosa de la que allí estábamos escasos, al menos en aquel momento en particular. El mundial de bolos sobre hierba no se estaba celebrando aquellos días. A nuestro alrededor la gente estaba cerrando las cortinas y los ojos. Solo había un lugar en el que podría tener público. A lo mejor. Un solo espectador, sí, pero entregado. Un aliado, quizás, incluso un amigo a aquellas alturas. Hasta podría ser que el Pequeño Joey lo considerase ya un colega.
Puede que John Kott estuviera observando a través de los binoculares con visión nocturna.
O de una mira de precisión con visión nocturna.
Le hice una señal a Casey Nice, que apagó la luz, y avanzamos muy poco a poco hasta el extremo más alejado de la caseta, a la altura de las ventanas, lo que significaba que estábamos a uno o dos grados de la misma vista que habíamos tenido con los binoculares y desde la que se veía el campo de césped tan bien cuidado. Solo que esta vez el Pequeño Joey estaba justo en medio. El titán, a solas bajo el nocturno cielo amarillo, bailando, balanceando las caderas, moviendo los pies, agitando los brazos arriba y abajo, y girando la cabeza de lado a lado.
Entendí enseguida qué pretendía, el cómo y el porqué. Era una especie de astucia animal. Una especie de inteligencia de roedores. «Esas cosas se llevan en el ADN. Como las ratas». No empuñaba ningún arma. ¿Cómo podía neutralizar las nuestras? «Dentro de muy poco estaríamos rodeados de gente durmiendo». «Los niños ya estaban en la cama». Bailaba para que falláramos el tiro. Cosa que no podíamos permitirnos. Allí no. No es que fuéramos a fallar. Acertaríamos noventa y nueve de cada cien veces. O un poco más. «Es como una de esas cuestiones filosóficas que dejan caer los periódicos y sobre las que la gente debate después». ¿Qué porcentaje de probabilidad necesitaría una persona responsable para disparar? Porque, aunque acertáramos, la bala podría atravesarle. El tejido blando del cuello, por ejemplo, no detendría la bala. Siguiente parada: un dormitorio pintado de azul o de rosa. O la bala podría arañarle el hueso y rebotar en un ángulo impredecible, bajo y amplio. Y podría darle a un noctámbulo antes de que acabase el partido. Empate, quizás, y a punto de ir a la prórroga. Nunca sabría cómo había acabado todo.
¿Podía disparar? Claro que sí, joder. El Pequeño Joey era muy grande. ¿Debería hacerlo? ¿Con niños durmiendo a sus espaldas, a su derecha y a su izquierda, detrás de delgadas ventanas de cristal?
Volvimos a escondernos en las sombras y nos apoyamos en la pared de la caseta. Podíamos permitirnos dejarle bailando un minuto más. Quizá se cansara. Lo que nos sería muy útil. Confiaba.
Casey Nice y Bennett se deslizaron alrededor del terreno de juego hasta el lado más alejado por lo que parecía una pista de gravilla deteriorada. Puede que fuera por donde los árbitros corrían arriba y abajo. O «jueces», llámalos como quieras. Desconocía las reglas. Bennett se alejó más que Nice, hasta que los separaban unos seis metros, triangulando, de manera que a ambos les quedara la caseta justo detrás del titán. Así, si se veían obligados a disparar, porque no les quedaba otra, al menos había muchas posibilidades de que aquella madera de sesenta años detuviera los disparos fallidos. O, al menos, los ralentizara.
Yo no tenía bolsillos en la parte delantera, así que guardé las pistolas en los de atrás del pantalón. Luego entré en el terreno de juego. Avancé hacia la izquierda para que el enorme volumen del titán quedara delante de su lejana casa y de las numerosas y excelentes posiciones de disparo de sus descomunales ventanas. Algo más de trescientos cincuenta metros. Menos de un segundo. Fogonazo, «mil…, dos mil…», fin de la partida.
Yo caminaba despacio. Hacia el Pequeño Joey. Observó cómo me acercaba. Se alzaba amenazador bajo el fulgor amarillento. Vi un relampaguear, unos dientes cuando sonrió y retrocedió hacia la esquina más alejada del campo, dando los mismos pasos que yo, dirigiéndome, manteniéndome a tiro de la lejana casa. No era idiota. Con tres pasos que dio hacia atrás, salió de la zona de seguridad de Casey Nice, y con el cuarto, de la de Bennett. Noté que encorvaba los hombros y, en aquel silencio, oí el tintín que hacía el teléfono del galés al recibir un mensaje. Esperaba que fuera la información acerca del cristal. Lo que podría ser interesante. Siempre y cuando yo sobreviviera para leerla.
El titán miró hacia atrás para comprobar su posición, ajustó su alineamiento con la casa y se detuvo. Empezó a bailar de nuevo, saltando a uno y otro lado, inclinándose hacia aquí y hacia allí. Sus enormes pies estropeaban la perfecta hierba al caer sobre ella. Me dio la impresión de que el club de bolos se iba a cabrear de lo lindo. Esperé que tuvieran seguro. O una bolsa enorme de semillas.
—Escucha, Joey, la cuestión es la siguiente —le dije—. Tengo que entrar en tu casa. Sin que estés tú dentro, claro. La primera opción es que accedas ahora mismo.
—¿Y la segunda? —me preguntó.
—Te aconsejo que elijas la primera.
—El hogar de un inglés es su castillo.
—Eso lo comprendo. De verdad. Pero considérame un vikingo. O un saqueador. O un invasor de cualquier tipo. Voy a asaltar tu castillo. Si te interpones, saldrás mal parado.
—¿Y si eres tú el que sale herido?
—Me vendría bien tu ayuda. Podrías decirme dónde está Kott, y sus guardaespaldas, e indicarme los demás peligros. ¿Hay alguna alfombra suelta? ¿Alguna lámpara colgada demasiado baja? No quiero resbalarme y caerme.
—Estás muerto.
—Ah, ¿sí? ¿Acaso llevas armas?
No respondió.
—A mí me parece que no —le dije—. ¿Hay alguien más contigo, aparte de los cuatro que están en la caseta, inconscientes y con los huesos rotos?
No respondió.
—A mí me parece que no —repetí.
Seguía bailando, pero menos. Se movía a derecha, a izquierda, y yo me movía con él, manteniéndolo siempre entre la casa y yo. Lo tenía a un par de pasos, lo que significaba que él me tenía a mí a uno. Tan cerca como para preocuparme, dado lo rápido que lo había visto moverse en el aparcamiento del supermercado.
Se llevó la mano al bolsillo. A la derecha de su chaqueta. Una mano enorme. Un bolsillo enorme. Sacó un teléfono móvil. Se lo puso frente a la boca y dijo:
—Llama a Gary.
Luego se lo llevó a la oreja, como una persona normal. Tenía los dedos demasiado grandes para marcar. Su teléfono obedecía órdenes de voz. Y por lo visto funcionaba, porque alguien descolgó al otro lado.
—Gary, soy Joey —dijo—. Llámame dentro de diez minutos. Si no respondo, abandona la nave. Sálvese quien pueda. ¿Entendido?
Seguro que sí, porque el titán cortó la llamada y guardó el teléfono en el bolsillo. Después se quedó allí, de pie.
Mi madre tenía reglas para las peleas. Estaba educando a dos niños en bases de los marines, por lo que no podía prohibirles que pelearan. Pero podía freírlos a restricciones. La primera regla era de tipo práctico: «No se pelea cuando se lleva ropa nueva». Que, ironías de la vida, era mi caso en aquel momento. La segunda regla podía considerarse ética o moral, pero para mi madre era simplemente «lo que estaba bien», un concepto muy diferente en francés. Decía que nunca debíamos empezar una pelea. Ahora bien, la tercera decía que, de igual manera, tampoco debíamos perderla jamás.
Las dos últimas me suponían cierto conflicto cuando era pequeño. A veces tienes que pegar el primer puñetazo, porque si no lo haces no ganarás, jamás. Aquellas dos reglas me parecían incompatibles. Basándome en la experiencia. Eso se convirtió en un asunto importante en la familia. Teníamos discusiones de todo tipo al respecto. Corría la década de 1960 y mi madre era francesa. Acabó admitiendo que las reglas eran, en efecto, incompatibles. Así que quizás hubieran sido un test de Rorschach. ¿Eras un muchacho de la regla dos o de la regla tres? Mi hermano era un muchacho de la regla dos. Yo, de la tres. Por primera vez nuestros padres nos miraban de manera un tanto diferente. No sabíamos quién de los dos hacía bien. Nos enviaban señales equívocas. Eran personas decentes, pero también marines.
Yo era de los de la regla tres. «Nunca pierdas una pelea». Me había sido útil. Aunque supusiera tener que pisotear la regla dos de vez en cuando. A veces tienes que ser quien empiece la pelea. Como, por ejemplo, en aquel instante. Estaba claro que tenía que pegar al Pequeño Joey antes de que él me pegara a mí.
Y entonces me vino con:
—Soy un Chico de Romford.
—Alguien tiene que serlo, ¿no? —le dije.
—Mantenemos nuestra palabra. Para acercarte al señor Kott, tendrás que pasar por encima de mi cadáver.
—Pues va ser como ir al dentista. Si no me queda más remedio, voy.
—¿Crees que me vas a poder?
—Lo más probable.
—El señor Kott no me cae muy bien —me confesó.
—A mí tampoco —le dije.
—Pero soy un Chico de Romford. Mantengo mi palabra.
—¿Y?
—Hagámoslo interesante. —Y se quedó callado de repente, pensativo, como si hubiera encontrado la manera de resumir una explicación larga y tediosa. Se señaló el bolsillo—. Has oído la llamada, ¿no?
—Sí —le contesté.
—Gary es el jefe de equipo de esta noche. Del que protege al señor Kott. Ya has oído lo que le he dicho. Si respondo a su llamada significará que estás fuera de combate y que podemos seguir con lo nuestro como de costumbre. Soy un Chico de Romford y habré mantenido mi palabra. Pero no quiero que los míos tengan que encargarse de esta mierda si no estoy yo para supervisarla. Así que, si no respondo, se esfumarán y el señor Kott será todo tuyo.