La desmesurada corpulencia del Pequeño Joey empujó hacia delante a sus dos matones y no nos quedó sitio para retirarnos, así que acabamos todos apretujados, como en un vagón de metro, lo que supuso que estableciéramos contacto pronto y que uno de los que acompañaba al titán se pegara a Casey Nice, la agarrara del codo y se pusiera detrás de ella, lo más probable es que apuntándola con una pistola en la espalda, y que el otro machaca hiciera lo mismo con Bennett, con lo que me quedé sin ángulo de tiro. Dejé la Glock en el bolsillo. Lo único que podía hacer era intentar evitar que me diera un calambre en el cuello.
De cerca, el titán era peor de lo que me temía. No se parecía en nada a los atletas que había visto, años atrás, en las visitas que jugadores de fútbol americano o baloncesto universitarios hacían al campus de West Point. Aquellos tipos eran inmensos, pero callados y concentrados y, por encima de todo, contenidos, como cuando es el lóbulo frontal el que te dirige. Pero él no tenía ese aspecto. Era lo opuesto a un tipo bajito y nervioso, pero le daban los mismos espasmos. Como si estuviera trastornado. Tenía los ojos hundidos y el labio inferior le colgaba por encima de donde debería haber estado la barbilla. Tenía saliva entre los dientes. No dejaba de zapatear con el pie derecho. Tenía la mano izquierda cerrada con fuerza y la derecha abierta a más no poder, rígida.
Miró a Charlie White primero y apartó la vista. Miró a Casey Nice de arriba abajo; luego, a mí, lo mismo, de arriba abajo, y luego, a Bennett a los ojos, y le dijo:
—¿Creíais que no me había dado cuenta de lo del tablón de la valla? ¿Y de lo del árbol? ¿Creéis que soy idiota? ¿Creéis que sois los únicos que se pueden permitir prismáticos con visión nocturna? Creíamos que os habíais ido pero, aun así, hemos venido a comprobarlo. ¡Y mirad con qué nos encontramos!
Bennett no dijo nada. Reconocí a los dos matones del Pequeño Joey. Eran dos de los que estaban en el aparcamiento del supermercado. Del cordón de seguridad que salió del Jaguar negro. Dos de los cuatro. La flor y nata. Al lado de su capitán parecían seres humanos en miniatura. Supuse que los otros dos estaban fuera. Chupando frío, a oscuras. Supuse que el conductor seguía en el Bentley, en la otra punta del sendero de casi un metro de ancho. Metí las manos en los bolsillos. En el derecho tenía la Glock, y en el izquierdo, el cuchillo de linóleo. Miré por la ventana, los vagos contornos de la calle, a unos trescientos cincuenta metros, y deseé con todas mis fuerzas que Kott no tuviera una mira con visión nocturna para el fusil. Podría haber elegido cuál de los ojos atravesarme.
Detrás de mí, Charlie White dijo:
—Joey, sácame de aquí, ¿quieres?
Pero el titán no respondió, lo que me hizo albergar cierta esperanza. Puede que estuviera dando el primer pasito por un camino que a nosotros nos llevaría a un destino propicio. «Esas cosas se llevan en el ADN. Como las ratas».
—Están armados, Joey —le dijo Charlie—. Tienen pistolas y cuchillos.
El Pequeño Joey asintió, dos centímetros y medio hacia arriba y dos centímetros y medio hacia abajo, pero que parecieron milímetros, dado su tamaño. El que tenía a Bennett le soltó y empezó a cachearle. Encontró la navaja automática, ahora cerrada, y una SIG-Sauer semiautomática, una P226, me pareció ver, la preferida de las Fuerzas Especiales de todo el mundo. Acto seguido, el que tenía a Casey Nice hizo lo mismo y encontró la Glock, el cuchillo de linóleo y, por último, el botecito de pastillas, con su único ocupante repiqueteando con discreción. El Pequeño Joey alargó la mano, del tamaño de la tapa de un cubo de basura, y el matón le dio el bote, que sostuvo entre un pulgar y un índice enormes. Se lo acercó a los ojos.
—¿Quién es Antonio Luna? —preguntó.
Vacilante, Casey Nice acabó diciendo:
—U-un amigo mío.
—¿Eres adicta?
Tardó un instante en responder.
—Intento que no se convierta en una adicción —dijo.
Lo abrió con la uña, del tamaño de una pelota de golf, y la tapa cayó al suelo. Y vació el botecito en la palma de su mano, donde la solitaria pastilla parecía diminuta.
—¿La quieres? —le preguntó.
Casey Nice no respondió.
—¿A que sí?
No respondió.
—La quieres, ¿verdad?
No respondió.
El Pequeño Joey se llevó la palma a la boca con rapidez y se tragó la pastilla.
Tiró el botecito al suelo.
—Venga, Joey —le apremió Charlie White.
El titán adelantó un brazo del tamaño de la rama de un árbol y apartó a los suyos a uno y otro lado, con lo que uno apretó a Casey Nice contra la pared, y el otro, a Bennett contra la ventana, al tiempo que les pasaban el brazo alrededor del cuello y quedaban a la vista las pistolas con las que me apuntaban: Brownings GP-35 belgas.
Saqué las manos de los bolsillos.
El Pequeño Joey se puso de lado y pasó entre sus matones de una sola zancada monstruosa y se quedó parado frente a mí, cara a cara. O cara frente a clavícula, mejor dicho.
Medía quince centímetros más que yo. Y era quince centímetros más ancho de hombros. Todo músculo y hueso. Pero no era uno de esos culturistas. Un tipo normal, solo que muy fuerte e hinchado de manera uniforme, como su casa. Olía a sudor, acre y ácido, y le latía una vena en el cuello. Lo que activó a golpes las zonas más ancestrales de la parte trasera de mi cerebro, en especial, la más ancestral de todas, la que nos ha mantenido a salvo durante siete millones de años —y los que nos mantendrá—. El instinto de huir, y el mío me decía que saliera cagando hostias de allí. Pero no lo hice. No tenía por dónde. Detrás de mí había una pared, tenía otra a la derecha, otra a la izquierda y al Pequeño Joey delante. Lo miré a los ojos y, a pesar de las sombras que proyectaban sobre ellos aquellas cuencas profundas, vi que una de las pupilas se ponía casi del tamaño de una moneda de dos céntimos y la otra no era sino un mero puntito.
—¿Qué más estás tomando, Joey? —le pregunté.
—Cállate —me dijo.
Levantó las manos. Tenía los dedos largos y gruesos. Pero no como salchichas. Habría sido una mala descripción. Eran más anchos y más duros. Se parecían más a latas de refrescos con nudillos y las puntas eran el doble de anchas que las mías, y las uñas, el doble de grandes.
Metió esas puntas de los dedos en los bolsillos de mi chaqueta y rebuscó hasta bien adentro, diez centímetros, quizás, acercándose a mí, respirándome encima, y me arrancó el forro de los bolsillos. La pistola y el cuchillo cayeron al suelo con estrépito. Los pisó y los deslizó por detrás de él. Luego dio media vuelta y volvió a la puerta, con otra única zancada monstruosa.
—¡Joey, no me dejes aquí! —le espetó Charlie White.
El Pequeño Joey cambió el peso de un pie al otro y el suelo crujió, lo que provoco que la linterna se cayera y rodara, y proyectara su rayo de luz entre nuestros tobillos. Charlie White empezó a moverse, impaciente, intentando librarse de la cinta de las muñecas. El capitán tenía cosa de segundo y medio para tomar una decisión. Si tardaba más, no habría vuelta de hoja. Los lazos de la confianza se romperían. La desconfianza se instalaría ya para siempre entre ellos. Charlie jamás olvidaría que a su subordinado se le había pasado por la cabeza justo lo que yo le había bosquejado a Bennett.
Segundo y medio. Tomó la decisión incorrecta.
Giró su titánica cabeza y gritó a los de fuera.
—Entrad y llevaos al señor White a casa.
Lo que era imposible, al menos mientras él estuviera bloqueando la puerta. Así que volvió a agachar la cabeza, a encorvar los hombros, a doblar la espalda, a doblar las rodillas y salió con esfuerzo de la caseta, de lado. Primero la pierna derecha, agachándose, luego la pierna izquierda. Y, de pronto, ya no estaba.
Los que sujetaban a Casey Nice y a Bennett seguían alerta, con el brazo alrededor de su cuello y la pistola en diagonal, lista para la acción, ni apuntándolos a ellos ni a mí, sino a medio camino entre ambos. Miré a Bennett y le pregunté:
—¿Cómo se llama ese nuevo equipo en el que le han puesto?
El que lo estaba agarrando me dijo de malos modos:
—Cállate.
—Oblígame —le dije.
Cosa que no hizo. No estaba autorizado a intervenir, supuse, excepto en caso de emergencia. Porque sin una emergencia de por medio, nuestro destino y el camino por el que nos llevaran a él lo decidirían las altas instancias, más tarde.
—Lo cierto es que no tenemos nombre —me contestó Bennett—. Aún no. Pero, de momento, todo va fluido.
—¿Trabajan las Fuerzas Aéreas con ustedes?
Asintió.
—Integradas al cien por cien.
—¿Podría conseguir que voláramos con ellos?
—¿Para llevarlos a casa?
—A Fort Bragg.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo sería genial. Pero digamos que dentro de un par de horas.
—Es usted optimista.
—Intento no perder la sonrisa, pase lo que pase.
—¿No les pone O’Day un avión?
—Quiero volar con la RAF —le dije—. Se lo cambio por conocer a la reina.
Entonces entraron los otros dos, pasaron entre todos y ayudaron a Charlie White a ponerse en pie. Le cortaron la cinta de las muñecas y de los codos con un cuchillo. El jefazo se frotó los brazos y movió los hombros para activar la circulación, después se estiró. Ya no era un rehén, sino que volvía a ser un líder criminal, lleno de energía, fuerza y seguridad en sí mismo. Me miró y me dijo:
—Has perdido, chico. Es una pena. Porque ahora es cuando entra en vigor la sentencia de muerte.
Miré fuera, hacia el campo de bolos, a la calle oscura que había a unos trescientos cincuenta metros. ¿Estaría observándonos Kott? Imaginé la ventana de un vestíbulo, un cincuenta por ciento más alta y ancha que las ventanas de los vestíbulos de los demás, con un trípode detrás de ella y un par de binoculares con visión nocturna, comprados por internet, quizás, o robados de un almacén militar de cualquier punto de Gran Bretaña o Europa. Y a Kott agachado tras ellos, con los ojos en los anillos de goma, mirando más allá de donde había estado la valla, de donde había estado el árbol; viendo todos los detalles con precisión plateada. Pero el campo de visión era estrecho. Nosotros podíamos ver la casa y él podía ver la caseta, pero ninguno alcanzaba a ver mucho más.
Lo que estaba bien.
¿Qué escucharía a trescientos cincuenta metros de distancia? La Browning GP-35 era una 9 mm y, al igual que todos los productos de la Fabrique Nationale, estaba muy bien hecha, por lo que no haría más ruido del imprescindible. Pero lo oiría. A trescientos cincuenta metros y a aquellas horas en un barrio residencial, los disparos se oirían.
Seguro.
Probablemente.
¿Tendría una mira con visión nocturna para el fusil?
—Charlie, espera —dije.
El jefe se detuvo y dio media vuelta, y le pegué un puñetazo en la cara, un derechazo colosal, con los dos pies bien apoyados en el suelo, con todas mis fuerzas, en parte porque no me caía nada bien y en parte porque tenía que llegar sin dilación hasta el tipo que sujetaba a Nice. Que vino a ser lo que sucedió. Le di justo en la nariz, cosa que no tenía mérito porque se trataba de un objetivo bien grande, y sentí que el puñetazo le traspasaba, que iba incluso más allá. El peso de su cuerpo tiró de él hacia abajo y apartó la cabeza como un latigazo de delante de mi mano, que aún se movía. Y noté que el impulso me empujaba, con el hombro por delante, a la altura de Casey Nice primero, y a la del que estaba detrás de ella después.
En aquel momento éramos ocho en la caseta, y lo bueno de pelear en un sitio tan estrecho, con una linterna dando vueltas por el suelo, eran todos los empujones, tirones y tropezones a los que daría pie un combate cuerpo a cuerpo casi a oscuras, lo que haría casi imposible atinarle a nada, en especial con el jefazo por en medio, a punto de convertirse en un daño colateral, en particular porque Bennett ya estaba forcejeando con uno de los matones, y yo, con otro. Casey Nice sabía muy bien lo que estaba sucediendo y se quitó de en medio como un espectro, pero no sin antes sacarle partido al poco espacio que ocupaba, dándole un rodillazo en los huevos al suyo mientras se giraba. Lo que me resultó de considerable ayuda, porque hizo que la cabeza del fulano estuviera descendiendo justo cuando mi codo ascendía, lo que multiplicó por dos la potencia del golpe y me permitió ponerme de inmediato con los escoltas de Charlie que, a aquellas alturas, todavía tenían las manos vacías y se estaban yendo, convencidos de que el jefe los seguía de cerca, cosa que, en efecto, así había sido hasta que había caído redondo.
Uno de ellos puso los puños como un boxeador, bastante altos, por lo que le golpeé en la tripa que, de hecho, era un golpe mucho mejor en un espacio tan reducido, un golpe fuerte al cuerpo, sin necesidad de extender el brazo. El otro se me echó encima como si fuera a darme un abrazo de oso, lo que habría sido un movimiento razonable si hubiera conseguido llevarlo a cabo pero, por atestado que esté un espacio cerrado, siempre hay sitio para pegar un cabezazo, que impactó en el objetivo con un chasquido. Una fuerte crispación de los músculos a cambio de un par de centímetros de impulso. Cayó al suelo y me giré hacia el tipo al que había golpeado en la tripa, le solté un rodillazo bajo el mentón y también cayó al suelo. Debían de haber pasado tres segundos, muy ruidosos, sí, pero no me preocupaba que el Pequeño Joey entrase, en parte, porque era imposible que lo hiciera deprisa por ninguna puerta de tamaño normal y, en parte, porque, aunque lo consiguiera, no iba a preocuparme por él de inmediato.
Había una cosa que sabía de él.
Bennett se las estaba arreglando muy bien. Tenía el pulgar metido en el ojo a su contrincante y con la otra mano estaba deformándole la garganta a un segundo matón. En el sentido más literal de la palabra. Tenía las yemas de los dedos en el cuello, agarrándole la laringe, estrujándosela y desgarrándosela. No habían gobernado el mundo porque fueran amables. Y me estaba quedando muy claro. Recogí la linterna y esperé a que el del galés cayera redondo. Después busqué por el suelo y por las chaquetas de los tipos que se habían desmayado, y encontré nuestras tres pistolas y cuatro Browning GP-35 idénticas: las de los matones del titán. Las Browning eran un modelo reciente, con las mejoras de seguridad para ambidiestros. Más seguras, más complicadas de disparar. Estaban cargadas hasta arriba. Ahora bien, la recámara estaba vacía. Habíamos estado más a salvo de lo que había supuesto. Las repartí, una para cada uno, y a la cuarta le quité el cargador y se la di a Casey Nice para que se la guardara en el bolsillo.
—Vamos a por el Pequeño Joey —dije.
Di media vuelta y me dirigí a la puerta, pero Bennett me agarró del brazo y me dijo:
—No podemos salir. Y menos con una linterna. Seremos objetivos fáciles.
—No nos pongamos a pensar demasiado —le contesté.
El galés miró a Casey Nice, suplicándole en silencio, como si me considerase un demente.
—Seguro que no nos pasa nada —dijo ella.
Sonreí. Ella también se había dado cuenta. Lo más probable era que a raíz de lo del botecito de pastillas.
—No va armado —dije—. Téngalo por seguro.
—¿Cómo vamos a estar seguros? —soltó Bennett.
—Porque no ha disparado una pistola en su vida adulta. Ni una escopeta, ni una carabina de aire comprimido, ni ninguna otra arma del estilo.
—Insisto, ¿cómo está tan seguro?
—Porque no hay gatillo en el mundo tan grande como para que le quepa el dedo. Jamás conseguiría meterlo. Es imposible, no hay manera. No ha tocado un gatillo desde que tenía, digamos, siete años. Y me apuesto lo que sea a que incluso entonces le costaba que le cupiese el dedo. Ahora mismo está ahí fuera, en el solar, desarmado, mientras que nosotros tenemos ciento cuatro balas y una linterna.