—Ahora Kott es el único cuyo paradero se desconoce —comentó Bennett—. Y eso nos presenta dos posibilidades. Y que el pánico se adueñe de los de arriba, claro está. Porque ahora tienen que elegir. O está usted equivocado y el mismo tipo puede hacer ambos disparos, o los que están equivocados son ellos y hay en el mundo más francotiradores de los que creían.
—¿Por cuál de las dos se inclinan? —le pregunté.
—Estoy seguro de que les encantaría culparle a usted, pero se supone que han de comportarse de manera racional. Lo cierto es que no tienen ni idea.
—¿Ni siquiera el subcomité de Comportamiento Psicológico?
—Ni siquiera.
—Es la primera posibilidad. Kott está solo.
—¿En qué se basa?
—En un paleto desdentado de Arkansas.
—¿Está admitiendo que se equivocaba?
—Admito que hubo algo que hizo que me confundiera.
—¿El qué?
—Eso no importa todavía. No cambia lo que hay que hacer a continuación.
—Que es…
—Conseguir que el Pequeño Joey salga de casa.
—¿Cómo?
—Vamos a negociar con él. Cara a cara, dado la importancia del trato.
—Que es…
—Le vamos a vender a Charlie.
—¿Como un rescate?
Negué con la cabeza.
—Con un precio de venta al público. Lo único que saben de momento es que Charlie ha sido secuestrado por unos desconocidos, por lo que ahora lo podemos revender, en negro, y el Pequeño Joey podrá sacarle a palos toda la información que quiera, que nunca nadie lo sabrá. Gritará: «¡Trato hecho!». Porque pasará a tener todos los números de cuenta y las contraseñas, y sabrá dónde están enterrados los cadáveres. De golpe y porrazo se convierte en el nuevo jefe.
—¿De verdad cree que será eso lo que haga?
—¿Está de broma?
—Es decir, ¿será capaz de entender esa lógica?
—Esas cosas se llevan en el ADN. Como las ratas. Vendrá a todo correr. Que es lo que queremos.
—¿Por qué no le ha sorprendido más lo de Carson?
—Un pálpito.
—¿Debido a qué?
—El Pequeño Joey dobló la guardia. No la triplicó. Sin embargo, le encanta aparentar. En la casa solo había dos personas. Kott y él.
—¿Por qué no Carson y él?
—La bala de París la disparó Kott. Lo dice la química. Confíe en mí. Este asunto solo tiene que ver con John Kott.
—No, tiene que ver con el G8.
—El G8 está a salvo. Confíe en mí también a ese respecto.
—No estará a salvo hasta que no detengamos a Kott. Solo queda él.
—El G8 jamás ha sido su objetivo —le aseguré.
—Entonces, ¿cuál ha sido?
—Necesito la información acerca del cristal.
—Se la daré. ¿Cuál es el objetivo?
—Uno que no cambia lo que hay que hacer a continuación.
—No vamos a hacer nada a continuación. Aún están hablando.
—¿Quiénes?
—Los comités.
—John Kott está en casa del Pequeño Joey. Es lo único en lo que tienen que pensar. Dígaselo de mi parte.
—Dirán que su credibilidad está dañada.
—Y yo les diré lo mismo que me decía mi madre cada vez que me ponía farruco: «Voy a contar hasta tres».
—¿Qué significa eso?
—¿Sabe usted contar hasta tres?
—Por supuesto.
—Demuéstremelo.
—Un, dos, tres.
—Hágalo como si contase el paso del tiempo —le pedí.
—Un segundo, dos segundos, tres segundos —dijo.
—¿Es así como se hace en Gales?
—Es como se hace en todo el mundo.
—Ni mucho menos. Nosotros decimos «mil…, dos mil…».
—Se supone que debe sonar como un reloj. Que es como suena mi método. Segundos, segundos, segundos. Como el reloj con péndulo que hay en el salón de toda abuelita.
—Qué bonito.
—¿Adónde quiere llegar?
—John Kott está en casa del Pequeño Joey.
Bennett se quedó callado un instante, miró hacia la esquina de la caseta y dijo:
—Deberíamos pedirle al señor White que confirme ese rumor descabellado.
El bueno de Charlie se echó para atrás un poco cuando oyó aquellas palabras. Sin duda, de vez en cuando los Chicos de Romford tenían que hacer preguntas a fuentes reacias a responder y, también, sin duda, usaban para sacárselas métodos que comprendían todo el espectro: desde brutales hasta letales. Y era evidente que no esperaba que un agente del gobierno fuera a ser más tolerante.
El galés se le acercó y se quedó observándolo un rato largo. Luego sacó una navaja automática del bolsillo. De muelles. Una quitapenas en argot local. Pulsó el botón y la hoja salió de golpe, con un chasquido seco. Toda una antigüedad, probablemente. Eran ilegales hacía tanto tiempo que resultaba difícil encontrar una buena. Balanceó la empuñadura en el pulgar, con los cuatro dedos a lo largo de la cacha superior, y le acercó la hoja a la mejilla, como si fuera un barbero a punto de empezar a afeitar con una hoja recta.
Charlie White se echó hacia atrás, hasta que su cabeza chocó con la pared.
—¿Va a quedar constancia de todo esto? —preguntó Casey Nice.
—No se preocupe —le respondió Bennett.
Metió la punta de la hoja por detrás de la cinta americana con la que le habíamos rodeado la boca. Levantó un poco la cinta y la sostuvo con la uña. Le hizo un corte de algo más de medio centímetro y volvió a empezar, levantando, sosteniendo y cortando. Algo más de medio centímetro cada vez. Hasta que la cortó de arriba abajo. Con la navaja levantó una solapa, que cogió con el índice y el pulgar de la mano izquierda. Acto seguido, la despegó de los labios. Ni despacio ni rápido, como una enfermera que cambia un vendaje. Charlie tosió y se llevó la boca al hombro para limpiársela.
—¿Quién está viviendo en casa del Pequeño Joey? —le preguntó Bennett.
—No lo sé —respondió Charlie.
El galés no había cerrado la navaja. Charlie seguía teniendo las manos atadas a la espalda. Estaba tan agazapado como podía contra la esquina de la caseta. No podía moverse.
—Vende armas a todo tipo de matones del país —le dijo Bennett—. Trafica con heroína y cocaína. Le presta a un hombre con bocas que alimentar cincuenta libras, pero o le devuelve cien o le rompe las piernas. Trae adolescentes de Letonia y Estonia, y las exprime hasta la última gota de jugo, y cuando están secas se las entrega al Pequeño Joey. Así que, en una escala del uno al diez, ¿qué probabilidades hay de que a alguna persona, a lo largo y ancho del planeta, le importe una mierda lo que yo le haga a continuación?
No respondió.
—Necesito una respuesta, señor White —dijo Bennett—. Para que nos entendamos. En una escala del uno al diez. Donde diez es «muy probable» y cero «nada probable». Diga un número.
No respondió.
—Ah, ya entiendo —prosiguió—. No sabe qué responder. Porque es una pregunta con trampa. La escala tendría que ser más baja. A ninguna persona, a lo largo y ancho del planeta, le va a importar una mierda. A ninguna. Aunque tampoco se van a enterar. Mañana estará usted en Siria o en Egipto, o quizás en la bahía de Guantánamo. Las reglas han cambiado. Sabemos que su organización está dando cobijo a un francotirador que planea disparar al primer ministro británico y al presidente estadounidense. Es usted el nuevo Osama Bin Laden. O, como poco, el nuevo Khalid Sheikh Mohammed.
—Eso es una gilipollez —soltó Charlie White.
—¿El qué?
—Todo. Jamás permitiría que disparasen al primer ministro.
—¿Por qué?
—Le voté.
—¿Quién está viviendo en casa del Pequeño Joey?
—No sé quién es.
—Pero sabe que hay alguien.
—Pero nunca lo he visto.
—Ha matado a Karel Libor para usted —le dijo Bennett—, le ha procurado una gran suma de dinero, le ha persuadido para que se diera la mano con los serbios y le están proporcionando ustedes alojamiento y seguridad veinticuatro horas al día, y me quiere hacer creer que, con un trato de esa magnitud, ¿nunca ha hablado con él cara a cara?
No respondió.
—Pues yo diría que han hablado largo y tendido —continuó Bennett—. Diría que está usted al tanto de todos los detalles. Incluido quién es el objetivo.
—Quiero hablar con mi abogado —dijo Charlie.
—¿Qué parte de «bahía de Guantánamo» no ha entendido? —le preguntó Bennett.
No respondió.
—Hablemos hipotéticamente, entonces —prosiguió Bennett—. Por ahora. Si alguien en su situación se viera envuelto en un trato de ese tipo, ¿no cree que querría aprobar ciertos detalles?
—Pues claro que querría. Hipotéticamente.
—¿Incluido el objetivo?
—El objetivo en especial.
—¿Por qué?
—Tendría que ser admisible.
—¿Qué no lo sería?
—Mujeres y niños, qué duda cabe. Y la Casa Real.
—¿Y el primer ministro?
—Eso sería dar un paso muy grande. Yo diría que esa gente de la que habla, hipotéticamente, ni siquiera se acerca a políticos de esa envergadura.
—¿Solo se atreve con los de andar por casa?
—Hipotéticamente.
—Así que sabe cuál es el objetivo. Porque ha dado su beneplácito.
No respondió.
—Es como una de esas cuestiones filosóficas que dejan caer los periódicos y sobre las que la gente debate después —dijo Bennett—. Suponga que tiene hasta el amanecer para encontrar la bomba. ¿Hasta dónde llegaría, tanto en términos legales como éticos?
No respondió.
—¿Cuál es el objetivo, señor White?
No respondió. Miraba a Bennett, me miraba a mí, a Bennett de nuevo, una y otra vez, con una especie de súplica en la mirada, como si quisiera permiso para darnos una respuesta diferente a cada uno de los dos.
—Déjelo por ahora, Bennett —dije—. No cambia lo que hay que hacer a continuación.
El galés me miró, miró a Charlie y miró a Casey Nice; después se encogió de hombros y volvió a donde estaba al principio: junto a la ventana. Y justo cuando llegó allí la puerta reventada se abrió de golpe y un hombre con una pistola entró en la caseta seguido de inmediato por otro. Y, de pronto, aquello estaba abarrotado de gente, y aún se puso peor la cosa. Apareció una pierna del tamaño del tronco de un árbol, y una rodilla doblada, y un descomunal hombro, y una espalda doblada, y una cabeza agachada, justo por debajo del dintel, donde ponía «Club de bolos». Y allí teníamos al Pequeño Joey delante, en la caseta, de pie, dos metros diez de altura, con el tejado a un agua enmarcando su cabeza y sus hombros descomunales.