Nos habíamos cuidado muy mucho de que no nos captaran las cámaras y resulta que ahora los británicos nos pedían que asomásemos la cabeza y les dijéramos dónde estábamos.
—Creo que deberíamos hacerlo —comentó Casey Nice.
No dije nada.
—Ha estado apremiándolo para que le consiga la información —continuó—. Lo del cristal antibalas. Pues ya la tiene. Debe enterarse de lo que ha descubierto. Podría ser importante. De hecho, seguro que lo es. Mire cómo ha escrito.
—A menos que esté fingiendo. Puede que esté cabreado porque hemos desaparecido del mapa. Él es quien está al mando. Se supone que debería saber dónde estamos. Quizá se lo haya tomado como un desafío.
—Es un soldado como nosotros. Mire lo que ha puesto. ¿Iba a mentirle hasta tal punto?
—No gobernaban el mundo porque fueran amables.
—Usted sabrá —dijo ella.
Puse el dedo sobre el botón de apagado del móvil y lo mantuve así, tocándolo pero sin presionarlo. Pero cambié de opinión y le tendí el teléfono a Casey Nice. Sus pulgares eran más rápidos. Y pequeños.
—Dígale que tiene que venir solo —le pedí.
Yo no tenía claro cuánto tiempo habría estado esperando Bennett en las inmediaciones de la enorme intersección del oeste de Londres, pero lo más probable es que se hubiera coscado bastante pronto de que las cosas no estaban yendo según el plan, por lo que puede que ya hubiera cerrado el chiringuito y fuera camino de casa. En cuyo caso podía estar en Chigwell al cabo de veinte minutos. O cuarenta si, en realidad, se había quedado hasta el final. No había manera de saberlo.
Para un peatón solo había una manera de llegar al club de bolos, que era el sendero de apenas un metro de ancho. Seguro que había antiguas servidumbres y derechos de paso por los terrenos colindantes, para los cortacéspedes y los rodillos pesados y cualquier otro trasto necesario para mantener bien la hierba. Si venían los SWAT, lo harían en helicóptero y aterrizarían en el campo de juego. Pero si Bennett venía solo, lo haría por el sendero.
Charlie White seguía observándonos. Inseguro. Pasé la mayor parte del tiempo mirando por la ventana; pero sin la visión nocturna y el aumento de la imagen no había mucho que ver. Solo un espacio oscuro, un esbozo de árboles y el fulgor lejano de la calle del Pequeño Joey a algo más de trescientos cincuenta metros. Sin detalles. Apenas era capaz de adivinar su casa, y mira que era grande. Casey Nice se sentó sobre una bolsa de lona llena de bultos, con las manos metidas en los bolsillos de la cazadora, una de ellas, sin duda, alrededor de la culata de la Glock, y la otra, quizás, alrededor del botecito de pastillas. Me daban ganas de decirle: «Supongo que no es la noche para dejar de tomar Zoloft», pero no lo hice, porque supuse que preferiría que me tomase la situación en serio. Además, cabía la posibilidad de que no estuviera pensando en las pastillas, en cuyo caso no quería recordárselas bajo ningún concepto. Quizá solo quisiera mantener las manos calientes. El aire era frío. Había hecho un día agradable, pero la temperatura había descendido nada más ponerse el sol.
A los quince minutos salí, cerré la puerta reventada tras de mí y caminé por la gravilla hasta la zona más alejada del claro de hierba, lo que me proporcionaba una vista lateral de lo que quedaba entre la boca del sendero y el club de bolos. Que era el mejor sitio en el que me podía poner. No quería estar en el mismo sendero. No quería estar en la calle. Quería tener una ruta por la que huir, por si acaso, y nuestra mejor opción era hacerlo por los jardines y céspedes circundantes, no por vías y senderos públicos, que estaban llenos de peligros.
Además, quería ser un poco precavido. Si Casey Nice tenía que liarse a tiros, dispararía desde la parte frontal de la caseta, por lo que era lógico que yo disparase en un ángulo de noventa grados respecto al suyo. Triangulación básica. Por muchas buenas razones. Y no es que viera muy bien. Era evidente que el club de bolos no había aprobado en junta poner iluminación exterior de ningún tipo. Algunas de las casas cuya parte trasera daba al claro tenían ventanas iluminadas, y también se veía en el cielo el típico fulgor urbano y que la ciudad recibía reflejado en las nubes nocturnas más bajas y se convertía en un amarillo nublado. Pero, aparte de tan débiles fuentes de luz, la noche era negra como boca de lobo. La parte trasera de mi cerebro me recordó que Bennett era de estatura mediana y que su centro de masas estaría noventa y cinco centímetros por debajo del fogonazo de su disparo.
Aguardé.
Estuve allí, aguantando el frío, siete minutos más, que, sumados a los quince del principio, hacían un total de veintidós, lo que me confirmaba que, en efecto, Bennett se había ido pronto y se había escondido en algún punto céntrico para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Oí sus pasos en cuanto entró por la boca del sendero. Un sonido suave, como un susurro, amplificado y modificado al mismo tiempo por las vallas paralelas. Cuando se fue acercando oí el crujido apagado de las suelas de sus zapatos sobre la gravilla diseminada y, en un momento dado, una especie de corto martilleo, como si se hubiera tropezado con aquel terreno irregular y algo que llevara en la mano hubiera golpeteado las tablas de madera. Algo de cuero, me pareció, dado el sonido.
Entró en el claro y se detuvo. Veía su cara, aunque imprecisa, un mero resplandor pálido, pero no veía nada más. No le veía las manos.
Aguardé.
Entonces habló con ese acento cantarín, como si estuviéramos en la misma habitación y me encontrase a dos metros de él:
—¿Reacher? Supongo que está usted a noventa grados a mi derecha o a mi izquierda. Llevo una linterna. No le voy a alumbrar con ella. Me voy a alumbrar a mí mismo, y después voy a alumbrar el sendero para que vea que vengo solo.
No dije nada.
Oí un clic y un haz de luz empezó a bailar sobre el suelo, acto seguido vi cómo le daba la vuelta y se enfocaba a uno y otro lado a toda velocidad, como si aquel chisme lanzara espuma y él estuviera en llamas. Iba con la ropa habitual. Lo que llevaba en la mano era un maletín. Acabó enfocándose la cabeza, desde arriba, como si estuviera bajo la alcachofa de una ducha.
—Vale, le creo —dije.
Miró en mi dirección, dentro aún de su cono de luz, dejó de alumbrarse y se dirigió a la caseta. Lo seguí adentro y dejó la linterna apoyada boca arriba en el suelo, con lo que su luz se reflejaba en el techo y nos iluminaba a todos. Lanzó a Charlie White una mirada larga y dura, y se volvió hacia mí.
—¿Qué ha pasado con los prismáticos? —le pregunté.
—Ordené que se los llevaran —me respondió.
—¿Por qué?
—No eran unos prismáticos cualesquiera, ¿recuerda? Eran grabadoras. Piense en qué suele suceder. ¿Quién se mete en menos problemas, el tipo que sale en la cinta o el que no sale porque, para empezar, ni siquiera había cinta?
—¿Lo ha hecho por nosotros?
—Tenemos que ayudarnos mutuamente.
—Gracias.
—Esperaba que esta noche hubiera algo de acción.
—¿Tiene la información que le pedí?
Se quedó callado un segundo. Luego dijo:
—Tengo información.
—Pero no la mía.
—En cierto modo, creo que sí. Creo que debería dársela. Muchas de las ideas fueron suyas.
—¿Qué ideas?
—Las equivocadas —me dijo.
Se acuclilló y abrió el maletín. Dentro vi una fotografía en blanco y negro que cogió y puso a la luz. Nos la ofreció tanto a mí como a Casey Nice al mismo tiempo, como una ceremonia, por lo que ella cogió el borde izquierdo y yo el derecho y la sostuvimos entre ambos. No estaba impresa en papel fotográfico, sino mediante un ordenador. El papel era fino, con la superficie mate. Puede que fuera el adjunto de un correo electrónico y que lo hubieran impreso en una oficina.
En la imagen salía un hombre muerto en lo que parecía la cama de un hospital. De uno extranjero. Las paredes eran muy diferentes. De un país tropical, quizás. El típico donde el suelo de un establecimiento así podría ser de baldosas amarillas. La cama era estrecha y de tubos de hierro pintados de blanco. Las sábanas estaban lisas, sin una arruga, y la manta era blanca y no ponía nada en ella. Tal pulcritud quizá se debiera a que el equipo de enfermeras tenía un grado de exigencia muy alto. O a que lo habían preparado así para la foto. Porque era evidente que la instantánea formaba parte de los documentos de un informe oficial. Alguien se había puesto al pie de la cama y había tomado una imagen para un archivo. El ángulo y el encuadre elegidos así lo revelaban. Como las fotografías del escenario de un crimen. Había también una fecha y una hora. Dependiendo de en qué parte del mundo la hubieran hecho, o era muy reciente, o era increíblemente reciente.
El hombre de la cama no había muerto por causas naturales. Eso estaba claro. Tenía en la frente lo que parecía una herida de bala. La piel estaba hecha trizas. No era un orificio de entrada. Tampoco de salida. Era un surco. Como un golpe dado de refilón, que corta la piel pero solo raja el hueso, en vez de perforarlo. Quizá fuera un rebote desafortunado.
No era una herida nueva. Ni mucho menos. Casi podía olerla a través del papel. Había visto heridas como aquella. Tenía entre doce y veinte días. A mi entender. Y no se había curado. Ni siquiera había empezado a hacerlo. Parecía que se había infectado enseguida, y complicado, lo que, sin duda, le provocó una fiebre alta que lo tumbó, que hizo que se retorciera y sudase, se sacudiese y tiritase, adelgazase, palideciese, se convirtiera primero en poco más que piel reluciente recubriendo unos pómulos altos y luego, al final, en el protagonista de la foto de un apático funcionario del gobierno. Descanse en paz, donde sea que esté. Era imposible saber qué aspecto tenía aquel hombre tres semanas antes, a excepción de que lo más probable era que fuera de raza blanca y que su cráneo tuviera un tamaño normal.
—¿Y? —le pregunté.
—Es uno de los francotiradores retirados a los que les seguíamos la pista —contestó.
—¿Y?
—Lo contrataron en Venezuela. Pero el asunto se torció. Ya sabe cómo va. Los unos traicionan a los otros. Se vio envuelto en un tiroteo con la policía y, aunque escapó, lo alcanzaron en la cabeza. Y nadie le trató la herida porque estaba en busca y captura. Se escondió en un gallinero de vete tú a saber dónde e intentó aguantar allí. Comía huevos crudos y bebía de un caño por las noches. Pero la infección era grave. Una mujer lo encontró delirando y lo llevó al hospital en la trasera de su camioneta. Para entonces, los análisis de sangre decían que estaba podrido por dentro. Murió un día después. Desconocían su nombre y tampoco llevaba nada que le identificara. Pero les parecía extranjero, así que metieron sus huellas en la base de datos de la Interpol.
—¿Y?
—Es William Carson.