El Rolls-Royce era tal como suponía, dado lo que va contando por ahí la gente. Muy silencioso y muy suave. El asiento de atrás era como el sofá de un club de oficiales. Profundo, ancho y mullido. A mi lado, Charlie White seguía con el cinturón de seguridad puesto. Tenía el cuerpo hacia el frente, pero tenía la cabeza ladeada y me miraba con atención. Se le había despeinado un mechón. De cerca, su nariz se parecía más a un aguacate. En general, no obstante, era como cualquier otro jefe criminal. Lleno de energía, fuerza y seguridad en sí mismo.
—Charlie, ¿llevas armas? —le pregunté.
—Chico, sabes que acabas de firmar tu sentencia de muerte, ¿verdad? —me dijo—. Espero que lo tengas claro. Nadie hace lo que acabas de hacer.
—¿Pero?
—Pero nada.
—Siempre hay un pero, Charlie.
—¿Te haces una idea del problema tan gordo en el que te acabas de meter?
—¿Tanto como para decidir que lo mejor es pegarte un tiro en la cabeza y largarme ahora que puedo?
—Eso o que decida suspender tu ejecución el tiempo suficiente para que salgas del país —contestó—. Es mi oferta. Pero solo digo las cosas una vez y me quedo con la primera respuesta que me dan. Así que será mejor que te pongas el gorro de pensar, chico, y te plantees la que se te viene encima, lo duro que va a ser y lo complicados que te van a resultar todos y cada uno de los días que te quedan de vida.
—¿Y qué quieres que hagamos a cambio de eso?
—Bajaros del coche.
—Respuesta incorrecta, Charlie. Te he preguntado que si llevas armas.
—Voy de camino a un funeral. Claro que no llevo armas.
—¿Es por lo de la importancia de la cortesía?
—¿Qué?
—¿Llevas teléfono móvil?
—¿Es que te parezco el tipo de persona que hace sus propias llamadas?
—Si nos ponemos puntillosos, ibas de camino a unas honras fúnebres. Ahora vas de camino a otra parte. Voy a tener que atarte las muñecas con cinta americana. No admite discusión. Y sería mejor para mí si también te tapara la boca pero, para serte sincero, me preocupa que no respires bien por esa nariz.
—¿Que te preocupa qué?
—Que te asfixies si te tapo la boca.
—A mi nariz no le pasa nada.
—Me alegra saberlo. Pues decidido.
—¿Qué pretendes? —preguntó.
—No te preocupes por eso —le contestó—. No eres más que parte de los daños colaterales.
—Pero ¿de qué? Tengo derecho a saberlo.
—No, señor White, no lo tiene —soltó Casey Nice desde el asiento del conductor—. Es más, no tiene usted ningún tipo de derecho. La ley no está de su parte. Su socio, Joseph Green, está dando amparo a personas que cualquier juez del mundo consideraría terroristas.
—No estoy al tanto de que Joseph esté amparando a nadie.
—Tiene invitados.
—Serán amigos suyos.
—Usted es responsable de lo que él hace.
—No ha hecho nada.
—Pero lo va a hacer —dije.
Casey Nice redujo la velocidad y giró en dirección a Chigwell.
Dejamos atrás el pub, que ambos recordábamos bien, en aquel enorme coche que se sentía más cómodo allí que en Romford, e hicimos cuanto pudimos por seguir los giros que habíamos dado a pie, hasta que llegamos a la larga valla de tablas de madera al final de la cual, antes de que empezara la siguiente, había un hueco de casi un metro de ancho. Casey Nice aparcó, apagó el motor y yo ayudé a Charlie White a quitarse el cinturón de seguridad y a que me diera la espalda. Le até las muñecas, los codos y le tapé la boca, vuelta tras vuelta alrededor de la cabeza. Después me incliné hacia su puerta, la abrí y lo empujé hacia fuera, salí detrás de él y lo guie hacia la boca del sendero.
Casey Nice se llevó el coche a algo menos de cien metros y aparcó frente a cinco casas opulentas, al lado de las cuales un hueco de casi un metro entre dos larguísimas vallas era invisible. Vino corriendo, veloz, alerta, intranquila, y entró en el sendero por detrás de nosotros. Apretó el paso para adelantarnos y encabezó la marcha. Yo iba empujando a Charlie detrás de ella. El viejo no dejaba de resollar, aunque no sé si por indignación o porque no estaba en forma. En cualquier caso, había sido honesto al decir que a su nariz no le pasaba nada.
Llegamos al claro de gravilla. Casey Nice la primera, mirando a derecha e izquierda; luego Charlie, trastabillando, con sus mejores pantalones ondeando, y después yo, comprobando la retaguardia, el flanco derecho, el izquierdo y la caseta de madera que había delante de nosotros con las palabras «Club de bolos» pintadas encima de la puerta. Casey Nice se acuclilló, movió la piedra, volvió a ponerse en pie y dijo:
—No está la llave.
Charlie White respiraba con dificultad.
No dije nada.
—Y, sí, estoy segura de que he mirado en la que era —me dijo.
—¿Han cambiado la cerradura? —le pregunté.
—¿Por qué iban a hacerlo?
No respondí. Una caseta de madera, construida mucho antes de que yo naciera. «Eso háblelo con el carpintero, aunque debió de morir hace cincuenta años», había dicho Bennett. Un buen artesano, sin duda, pero trabajar con los pobres materiales de después de la guerra, además de los sesenta veranos y los sesenta inviernos que, más o menos, debían de haber pasado, significaba que, por fuerte que hubiera sido la construcción en su momento, ya no lo sería tanto. Di tres zancadas, golpeé la cerradura con el talón y la puerta se abrió de golpe y rebotó contra la pared.
Los binoculares no estaban.
Los taburetes de cocina no estaban. Los trípodes no estaban. La franja de espacio libre que había frente a las ventanas ya no estaba.
—¿Es esta una de las situaciones extrañas que íbamos a vivir? —me preguntó Casey Nice.
—No —le dije—. Esta es aún más extraña pero, como se suele decir, te toca lo que te toca.
Empujé a Charlie White para que entrase y le obligué a sentarse en un rincón, apoyado en una bolsa llena de chismes típicos de un club de bolos. Encendí el teléfono móvil, marqué el número de Bennett, que recordaba de su mensaje de texto del día anterior, y le envié uno. «Tenemos a Charlie White».
Imaginé unos superordenadores zumbando en el condado de Gloucestershire y apagué el móvil de inmediato.
—¿Saldrá bien? —me preguntó Nice.
—No tengo ni idea —le contesté—. Pero seguro que algo pasa.
Charlie White nos observaba. Sus ojos siempre habrían ocupado un lugar secundario frente a su nariz a la hora de describir su cara, pero eran bastante bonitos, y vivarachos, y saltaban de Casey Nice a mí, o quizás entre dos interpretaciones diferentes del aprieto en que se encontraba. La primera podría estar representada por mí, una especie de enorme matón estadounidense, lejos de su hogar e intentando abarcar más de lo que era capaz de masticar, tan tonto como para ir a por el pez gordo, lo que era una garantía de supervivencia para él, no para mí. Solo era cuestión de tiempo. Puede que tuviese que padecer algunas situaciones incómodas, pero el resultado final no admitía discusión. Era un mierda seca demasiado valioso como para que le diéramos pasaporte. ¿Y qué eran unas cuantas situaciones incómodas para un chico de Romford? En peores situaciones se había visto.
Ahora bien, Casey Nice representaba la segunda interpretación posible: joven y con tremenda energía, y ese acento de Illinois, del sur del estado, pero tamizado en Yale y Langley, todo ello impregnado de esa claridad resonante que lo más probable era que se debiera a que había crecido en una granja con más de un perro. Un estereotipo, un producto del mundo moderno, puede que reconocible hasta en Londres. Federal, no había duda. En cuyo caso, el chiste del daño colateral podría ser cierto, que era como decir que lo considerábamos un mero peón. Y ni por el forro iba a permitir Charlie White que lo considerasen un peón. Ahora bien, a veces también hay que sacrificar alfiles y caballos. Porque los gobiernos mundiales son los reyes, con todas sus agencias con siglas de tres letras y unidades que operan en las sombras, que era de donde la chica debía de provenir. ¿De dónde, si no? Debía de formar parte de alguna importantísima operación internacional, cosa que, por una vez en la vida, no tenía nada que ver ni con Londres ni con Charlie White, lo que anulaba su garantía de supervivencia. Y, desde luego, un peón no era un mierda seca demasiado valioso.
Charlie no sabía qué pensar.
—Compruebe si le ha respondido. Ya debería haberlo hecho.
Encendí el móvil de nuevo y vi cómo buscaba una señal, la encontraba y me presentaba todo lo que me había perdido entre tanto, que no era más que un mensaje de texto de Bennett. «DÓNDE ESTÁN MUY URGENTE NUEVA INFORMACIÓN REPITO EXTREMADAMENTE URGENTE NUEVA INFORMACIÓN TENEMOS QUE HABLAR DE INMEDIATO». Ni puntuación ni nada.