Me aferraba a dos suposiciones cruciales, la primera de las cuales era que el tipo bajito que conducía el Rolls-Royce se consideraba una especie de artista. Puede que fuera un conductor veterano, un viejo profesional capaz de adaptarse a cualquier circunstancia, ya fuera huir a toda velocidad tras el robo de un banco o ser el chófer silencioso del jefe, de esos que acababan adoptando en secreto sus obsesiones, como lo de la puntualidad, en especial a la hora de llevarlo a destinos importantes. Por lo tanto, supuse que empezaría a pisar el acelerador justo cuando la verja se hubiera abierto una distancia concreta, de manera que, cuando el coche llegase a ella estuviera tan abierta como para pasar sin tener que esperar, pulcra y diligentemente, a pocos centímetros, como si la precisión mecánica del chófer fuera una especie de homenaje a la precisión cronológica de su jefe. Imaginaba que era así como se comportaría un artista.
Siendo así, tenía que calcular cuándo pisaría el acelerador el artista y pisar yo el mío unos tres segundos antes, porque no estaba aparcado justo al lado de la casa y tenía que recorrer cierta distancia. Ahora bien, como no podía permitirme llegar ni pronto ni tarde, empecé a rodar despacio, lo que me pareció normal, porque un taxista podía necesitar tomar alguna nota o guardar el bolígrafo antes de levantar la mirada y prepararse para incorporarse al tráfico. El Rolls-Royce empezó a moverse cuando la verja se había abierto dos tercios, despacio y con suavidad, con una aceleración leve, susurrante, como si el conductor pretendiera salir a la calle sin detenerse y con fluidez.
Me fijé en la velocidad de la verja y en la del coche, en la anchura del camino, en la distancia que había entre donde yo estaba y donde iba a tener que estar, y dejé que fuera la parte trasera de mi cerebro la que tomase la jodida decisión de cuándo acelerar, cosa que hice a fondo en cuanto me lo indicó. El mugriento y viejo Ford pegó un salto hacia delante, diez metros, veinte, entonces pisé a fondo el freno, y se detuvo en seco justo donde el Rolls-Royce quería ponerse, por lo que su conductor tuvo que pisar el freno a fondo y su magnífica rejilla se quedó a sesenta centímetros de la puerta de Casey Nice, y, detrás de él, el coche de apoyo se quedó a sesenta centímetros de su parachoques.
En el instante siguiente, Casey Nice salió, deslizándose por el estrecho hueco que quedaba al abrir su puerta, y se dirigió a la izquierda, empuñando la pistola como todos los agentes federales, mientras yo volaba alrededor del capó por el otro flanco, también con la pistola en la mano, hacia la derecha, a toda hostia, hacia el lado en el que iban los guardaespaldas, a por las manillas casi juntas en mitad del coche, de manera que podías asirlas y tirar de ambas al mismo tiempo.
La segunda suposición crucial a la que me aferraba era que los automóviles modernos tienen un sistema de cierre automático de puertas que baja el seguro cuando se ha alcanzado cierta velocidad. Que era imposible que hubieran alcanzado. A esas alturas no. Todavía no.
Sujeté la Glock con el pulgar y el índice, y agarré ambas manillas.
Y tiré.
Ambas se abrieron.
En el lado de Casey Nice también se abrieron ambas, lo que nos dejó justo donde queríamos estar en relación con el coche de apoyo, que era a salvo: cada uno de nosotros tras un bloque de acero blindado y cristal a prueba de balas. «Solo las puertas y los cristales traseros están blindados», había dicho Bennett con aquel acento cantarín suyo. Y las puertas traseras se abrían hacia atrás, y del todo, noventa grados, en perpendicular con el vehículo, como las orejas de soplillo del Pequeño Joey, de manera que nos protegerían mientras íbamos a lo nuestro. «Y solo contra pistolas», había seguido diciendo el galés, lo que me parecía bien, pues no creía que los del segundo coche llevasen algo más grande. Aunque tampoco creía que fueran a ponerse a disparar. Corrían demasiado riesgo de acertarle a Charlie. Seguro que sabían que el parabrisas trasero también estaba blindado; pero Bennett no había mencionado nada más, así que no se arriesgarían a que una bala se desviase y atravesase una chapa de nada, como la del maletero o la del arco de una de las ruedas traseras, porque podría entrar desbocada por el tapizado y acertarle a alguno de los pasajeros de los asientos de atrás en cualquier sitio entre el culo y el cuello. Así que yo esperaba que se quedasen paralizados un segundo, que reaccionaran después, que cambiaran de idea de inmediato y que, al final, acabasen haciendo lo que deberían haber hecho en un primer momento: salir cagando leches del coche y lanzarse sobre nosotros. Pero eso sería lo cuarto que hicieran, no lo primero, lo que me daría tres segundos enteros para encargarme de lo mío, «mil…, dos mil…, tres mil», como el largo y solitario vuelo de la bala de John Kott a través del frío aire parisino.
«Lo mío» consistía en apuntar la Glock a la cabeza de Charlie White con aire amenazador mientras usaba el cuchillo de linóleo que llevaba en la otra mano para cortar el cinturón de seguridad del guardaespaldas del asiento de atrás en dos puntos, «ras, ras»; luego, inclinarme sobre él y darle un codazo como de revés en la nuca para que cayera fuera del coche; después, tenía que dar un paso lateral y hacer lo mismo con el del asiento del copiloto. «Ras, ras», codazo de revés, el tipo se cae fuera. Y más tarde girarme y darle una patada en la cabeza al del asiento de atrás y otra al del asiento del copiloto para mantenerlos en el suelo, fuera de combate, y volver corriendo al Ford, apartarlo de en medio y salir de un acelerón. Momento en que se cumpliría el cuarto segundo y los demás guardaespaldas bajarían del coche de apoyo.
En cualquier caso, tenía que disparar. Era parte del plan. Pero no a las ruedas. El ángulo no era el más adecuado. La bala habría rebotado. Es curioso lo duros que pueden llegar a ser los neumáticos. La mejor manera de inutilizar un coche moderno es disparar a través de la rejilla. Bajo el capó. Allí hay un montón de cables, chips y sensores.
Y eso es lo que hice. Cuatro tiros, espaciados pero rápidos, agachado tras la puerta blindada, «bang, bang, bang, bong», lo que obligó a los cuatro a dar un paso atrás y me dio tiempo a mí para girarme y estirar el brazo, cerrar de golpe la puerta delantera de mi lado, saltar sobre los guardaespaldas tumbados en el suelo, girar sobre mí mismo, sentarme junto a Charlie y cerrar la puerta. Entonces, Casey Nice, al volante ya, pisó el acelerador, después de haber usado su Glock y su cuchillo para deshacerse del conductor bajito. Y el Rolls-Royce salió encabritado hacia delante y aullando calle abajo. Los del coche de apoyo corrieron media manzana detrás de nosotros, como en las pelis, al poco se detuvieron y se quedaron mirando cómo desaparecíamos.