Los mapas del gobierno nos habrían sido de inestimable ayuda si hubiéramos querido arreglar algún albañal o tender cable de fibra óptica. Mostraban cantidad de detalles subterráneos, tanto debajo de las aceras como de la calzada. Si hubiéramos estado en una película, habríamos encontrado una boca de alcantarilla tan ancha como mis hombros que diese a la mismísima cocina, me habría metido por ella dos calles más allá y avanzado centímetro a centímetro hasta que una tormenta repentina hubiera amenazado con ahogarme antes de que llegara a mi destino. Habría sido una secuencia de mucha tensión. Pero en la práctica no había ninguna boca de alcantarilla. No había nada que fuera más ancho que mi muñeca. Tuberías de gas, líneas telefónicas, suministro eléctrico, cañerías de agua y colectores. De hecho, la casa se mostraba como un mero receptor de dichos servicios públicos. Estaba dibujada como un gran rectángulo vacío, sin detalles interiores de ningún tipo.
El proyecto del arquitecto, que nos habían conseguido en la Oficina de Urbanismo, era más útil. Se veía en pequeño, pero Casey Nice apoyó el pulgar y el índice juntos sobre la imagen y los alejó, lo que aumentó el tamaño de la misma, y luego la movió a uno y otro lado para que examináramos cada una de las zonas en detalle. O podíamos imaginar que éramos nosotros los que nos movíamos, no el plano, y dar paseos en miniatura por la casa, de habitación en habitación, e incluso subir y bajar la escalera. El plano estaba lleno de comentarios escritos a mano. Una letra que se parecía a la de cualquier otro arquitecto. Puede que fuera una asignatura de la carrera. Pero lo que ponía era de lo más normal. Daba los detalles estructurales. Madera, metal, ladrillo, yeso y cristal. Estaba bien saberlo. Casi todos los elementos estaban hechos a medida. Normal. Si necesitas una puerta de noventa centímetros de anchura, vas a la tienda. Si la necesitas de metro treinta, buscas a algún anciano que siga trabajando en su taller. Seguro que eso de que todo tuviera que ser un cincuenta por ciento mayor había hecho que el precio se disparase.
La casa solo tenía dos pisos. Nada de buhardillas habitables o sótanos. Arriba había dormitorios y cuartos de baño, además de una suite independiente para invitados compuesta por dos dormitorios con cuarto de baño y una sala de estar común. Abajo estaban la cocina, con un añadido para desayunar; el comedor y muchas habitaciones más: sala de estar, salita, biblioteca, estudio, despacho y rincones diversos. En un primer momento la planta baja parecía íntima, acogedora incluso, hasta que recordabas lo grande que era. Los rincones diversos eran tan grandes como la sala de estar de las casas normales. Y una vez y media más altos, lo más probable. Como salas de museo por la noche. Que, sin ser desproporcionadas, tampoco están construidas a escala humana y tienen mala iluminación y demasiado eco.
—¿Ve alguna forma de entrar? —me preguntó Casey Nice.
—No tenemos ningún vehículo blindado —le dije—, por lo que estamos limitados a las puertas y a las ventanas.
—Que estarán protegidas con una alarma.
—Lo que está de más. No van a necesitar que una campanita los avise desde el tejado de que ya estamos allí.
—¿Con «allí» se refiere a esa casa en la que quedarán cuatro matones y dos asesinos de primera fila, y que, por lo tanto, nos superan en tres a uno, y cuya estructura es mucho más fácil defender que atacar?
—Suponiendo que se trate de una pregunta retórica, creo que ha hecho un buen resumen.
—¿Cuánto tardaríamos en construir un altavoz de graves gigante?
—Debería haber comprado mecheros además de la bolsa.
—Ahora en serio —le dije—. Estuve un tiempo en Fort Benning. Nos decían que teníamos que repensar los planes desde cero al menos durante cien horas.
—¿Quién les decía eso?
—Los instructores.
—Que han conseguido vivir lo suficiente como para convertirse en instructores gracias a que improvisaron a cada paso que daban. Saben que los planes son inútiles.
—Reacher, hay que trazar un plan.
—Miremos las fotografías aéreas —le dije.
Las fotografías eran, por un lado, fantásticas, porque eran muy nítidas, precisas y en alta definición y a color, tomadas desde un satélite que orbitaba a varios kilómetros de la Tierra, por un dron silencioso que volaba tan alto que era imposible verlo y por un helicóptero sacudido por el viento a mil pies de altura. Por el otro, en cambio, eran inútiles, porque no nos mostraban nada que no hubiéramos visto con los binoculares de visión nocturna. La misma «nada», de hecho, solo que desde otro ángulo. En las fotografías tomadas por el helicóptero había una nota que decía que la casa no era el objetivo principal de la misión, sino una reunión que celebraron en el jardín mientras tomaban unas copas. Las imágenes se incluían a modo de referencia, pero en ellas solo se veía a tres hombres con las manos apoyadas en la cabeza. No obstante, y aunque por accidente, la cobertura de la casa era la mejor de las tres. Se veían las cuatro paredes bastante bien. Puertas, ventanas y los puntos fuertes y los débiles. Y eran muchos más los fuertes que los débiles. No era un objetivo sencillo, incluso sin plantearnos quién o qué nos encontraríamos dentro.
—Ya se nos ocurrirá algo —le dije—. Tenemos mucho tiempo. Al fin y al cabo, primero hay que encargarse del Pequeño Joey.
—¿Tiene un plan para eso? —me preguntó.
—Lo que hice la última vez funcionó bastante bien. Imagine que hubiéramos estado en aquel aparcamiento. Junto al pequeño supermercado. En las sombras. Habría sido imposible fallar.
—¿Quiere volver a hacerlo?
—Querer, querer… Estaré encantado de que me dé otras ideas.
—¿Cree que funcionaría de nuevo?
—Buena pregunta. Lo más probable es que no, si lo repetimos con un secuaz que tenga el mismo rango. El Pequeño Joey podría darse cuenta de que hay gato encerrado. Vamos a tener que apelar a su sentido de la cortesía. Tenemos que dar con alguien a quien no pueda negarle la ayuda.
—¿Como quién?
—El bueno de Charlie White sería el mejor. Pero supongo que estará siendo más precavido de lo normal. Así que creo que tendríamos que fijar la atención en Tommy Miller o en Billy Thompson. Lo que podría desatar algún tipo de disputa interna. Un conflicto por los despojos. En cuyo caso, puede que los tres aparecieran en el escenario, para vigilarse. En cuyo caso, podríamos conseguir que los Chicos de Romford sufrieran un serio vacío de liderazgo.
—Joey Green ha de ser la prioridad.
—Lo será. Pero si surgen casualmente otros blancos una vez que él haya caído, deberíamos estar preparados para reaccionar en consonancia.
—Debería comentarlo con el general O’Day.
—Adelante. Ahora bien, pregúntele primero a Bennett cómo es la seguridad de que disponen Miller y Thompson. Vamos, que si es igual, mejor o peor que la del Pequeño Joey. Y explíquele por qué se lo pregunta.
Sacó el teléfono móvil y sus pulgares empezaron a bailar. Oí el sonido del primer mensaje al salir, un sonido cómico, como el que haría un personaje de dibujos animados al resbalar con una cáscara de plátano. Y siguió tecleando, sin interrupción. Poniendo al día a O’Day, seguro. Complicidad total. El general provocaba aquel efecto en las personas. Me puse a pensar en el cristal antibalas.
—¿Le había comentado a O’Day que hoy por la mañana iríamos a Wallace Court? —le pregunté.
—Se lo estoy poniendo en el primer párrafo —me contestó.
—No, me refiero a si se lo dijo antes de que fuéramos; si le dijo que íbamos a ir.
Empezó a teclear más despacio y me habló también despacio, haciendo ambas cosas a la vez.
—No, no se lo había dicho. No tenía tan claro que fuéramos a ir. Porque no tenía claro para qué íbamos a querer volver. Así que pensé que sería mejor comentárselo en un informe retrospectivo.
—De acuerdo —le dije.
De nuevo tecleaba a toda velocidad y me quedé observándola. Acabó el mensaje un rato después, lo repasó y lo envió. Salió con el mismo sonido de resbalón con cáscara de plátano de antes.
—¿Tenemos la dirección de Miller y de Thompson? —le pregunté.
—No estaban en las fichas —respondió.
—Pues envíele otro mensaje a Bennett. Seguro que él las conoce.
La mayor parte de la siguiente hora se la pasó cruzándose mensajes con Bennett y con O’Day, haciendo y respondiendo preguntas, y reuniendo datos. Miller y Thompson también vivían en Chigwell, a cuatro manzanas el uno del otro, y a cuatro del Pequeño Joey. No por razones logísticas. Sencillamente, porque Chigwell era a donde te mudabas cuando empezabas a hacer dinero en Romford. Sus medidas de seguridad eran las mismas que las del titán, al menos, en teoría. Cada uno tenía un conductor y cuatro guardaespaldas. Tres turnos diarios. Miller tenía un Range Rover último modelo, negro, y Thompson, un Range Rover Sport último modelo, también negro. Tan buenos como el Bentley, en opinión de muchos. Tres capitanes, todos con el mismo rango. Al menos, en teoría. Ahora bien, Bennett decía que los matones asignados a Miller y a Thompson eran de segunda. Por lo visto, era el Pequeño Joey quien tenía a la flor y nata. En parte, porque era el Pequeño Joey y, en parte, porque Miller y Thompson eran meros funcionarios. Vitales, pero no llegaban a ensuciarse las manos. De ahí que su peso específico fuera tan diferente. No había nada por lo que elegir a uno frente al otro. Cualquiera de los dos sería un objetivo igual de blandito.
—En comparación, querrá decir —comentó Casey Nice.
—Necesitamos un vehículo —le dije.
—El general Shoemaker nos dio tarjetas de crédito. Alquilemos uno.
—No es buena idea. Demasiado papeleo.
—Quizás el señor Bennett nos preste uno.
—Seguro que todos los suyos tienen un rastreador por satélite, en cuyo caso le preocuparán las citaciones ante un comité.
—¿Entonces?
—La segunda opción es robar uno. Lo ideal sería encontrar a otro par de soldaditos y robarles una furgoneta panelada. Eso nos daría unos segundos de ventaja tanto con Miller como con Thompson. No verían llegar la amenaza. Pareceríamos de los suyos. Al menos, al principio.
—En ese caso tendríamos que llevar a cabo dos ataques, no uno.
—Y faltarían dos más. Los soldaditos, luego Miller o Thompson, luego Joey Green y, para acabar, quienquiera que haya escondido en la casa.
—Así que tenemos que sobrevivir a cuatro enfrentamientos. ¿Cuántas probabilidades hay?
—Tantas como en las Series Mundiales de Béisbol. Es complicado, pero todos los años hay alguien que lo consigue.
—Suman un total de dieciocho personas.
—Veinte. Se está olvidando de los conductores. Miller y Thompson tienen uno cada uno y el Pequeño Joey otro. Pero no hay que enfrentarse a los veinte al mismo tiempo. Esa es la buena noticia. Como máximo, a seis a la vez, que será cuando vayamos a por los peces gordos, que van acompañados de un conductor y cuatro matones.
—Algunos de los cuales son la flor y nata y acompañan a un tipo que mide dos metros diez.
—Siempre podemos apuntar por encima de la cabeza de los machacas.
—Me parece una locura.
—Porque no está segura de lo que ha de esperar. Pero ¿qué digo yo al respecto?
Lo pensó y lo repitió punto por punto. Tenía buena memoria para las palabras.
—Dice que nadie lo sabe. Nunca. En ninguno de los bandos. Pero que eso es bueno. Significa que la partida se la llevan los que piensan más rápido. Y que es en eso último en lo que tengo que concentrarme.
—Así es. Vamos a vivir situaciones extrañas, otras cambiarán sobre la marcha y es probable que el suelo tiemble bajo nuestros pies. Pero si seguimos pensando rápido, no nos pasará nada.
—¿Está seguro?
—Como bien ha dicho antes, todo depende de con qué se compare. En conclusión, tenemos que pensar más rápido que Joey Green. Y la historia dice que tenemos ventaja. El ser humano moderno sobrevivió al hombre de Neandertal.
—¿Qué ha querido decir con eso de que vamos a vivir situaciones extrañas?
—Que nada sale como uno espera.
—Parecía que se estuviera refiriendo a algo más concreto. ¿Me está ocultando algo?
No respondí.
Cuando Bennett volvió subieron las apuestas. Recibimos una llamada en la habitación de Casey Nice con la que nos comunicó que se encontraba abajo. Nos pidió que nos reuniéramos con él en el restaurante. Que nos invitaba a almorzar. Casey Nice apagó la tableta, que guardó aquellas fotografías medio útiles tras teclear nuestra contraseña gemela, cogimos el ascensor y lo encontramos en una mesa junto a la ventana. Ya había pedido nuestras bebidas: una botella de agua para Casey Nice y café solo para mí, momento en el que me di cuenta de que nos iba a pedir un favor muy muy gordo.
Cosa que, en efecto, hizo.
Nos explicó que el subcomité de Comportamiento Psicológico se había reunido para estudiar el informe que les había enviado aquella mañana. Y por lo visto se había excedido en su cometido, estudiar, y se había puesto a pensar. Lo que se había debido a que habían llegado a la misma conclusión que yo, a lo de las luchas internas. Si Miller o Thompson caían, entonces, dependiendo de cómo se repartieran las ganancias Charlie White y sus capitanes —cosa que nadie sabía—, quizás entre el quince y el veinte por ciento del beneficio neto de los Chicos de Romford quedase sin dueño. Para quien lo quisiera reclamar. Lo que daría pie a una situación interesante.
Aunque, probablemente, no tanto como la que se daría si las apuestas subían un poco más todavía. Una situación, digamos, mucho más edípica. Supongamos que el primer ataque lo lleváramos a cabo contra el propio Charlie White. Sería como cortarle la cabeza al pulpo, no solo un tentáculo. Y, sin lugar a dudas, eso haría que los tres capitanes entraran en escena. Yo no tendría que encargarme de ellos; serían ellos mismos los que se destripasen entre sí, porque no tardaría en desatarse una guerra de sucesión. Las dos cabezas viejas enfrentándose al joven usurpador para quedarse con todo el pastel. Las dos cabezas viejas conocían los entresijos del negocio y el joven usurpador medía dos metros diez, lo que haría que las primeras escaramuzas fueran de lo más entretenidas, lo que quizá provocaría que durante los primeros compases se olvidaran de que el bueno de Charlie pagaba a la poli y a los concejales puntualmente cada semana, lo que podría dar pie a un corto periodo sin sobornos que desembocara en arrestos y denuncias.
Así que ¿qué se nos ocurrió?
—¿Qué tal le va con la información que le pedí acerca del cristal antibalas? —le pregunté.
—Falta poco —me contestó.
—¿Cuánto?
—¿Tan urgente es?
—La quiero al minuto de que la reciba. Y quiero que la consiga cuanto antes.
Asintió.
—¿Qué vamos a hacer con Charlie White? —preguntó.
—¿Vamos?
—Bueno, van.
—¿Dónde vive? —le pregunté.
—Él sigue en Romford. Nació y se crio allí. Se considera un hombre del pueblo.
—¿Vive en una casa?
—¿Cómo «en una casa»?
—Se refiere a si es un edificio unifamiliar —añadió Casey Nice como si fuera la traductora.
—Por supuesto. De proporciones normales, pero también tiene un muro alrededor, como la del Pequeño Joey. Y una verja, o como quieran llamarlo. Ladrillo y hierro forjado. Para mantener alejado al proletariado.
—¿Seguridad?
—Seis guardias y un conductor.
—¿La flor y nata?
—Competitivos.
—¿Sale a menudo?
—Esta noche va a salir, por ejemplo.
—¿Adónde?
—A reunirse con los serbios. A expresarles sus condolencias.
—¿Una de esas importantes cortesías?
—Una de las fundamentales. Comparten el negocio y los serbios han sufrido una baja. Lo mismo sucedió anoche, pero al revés, por lo del tipo al que usted golpeó en la garganta.
—¿Va a pedirnos el subcomité de Comportamiento Psicológico dentro de una hora que les quitemos de encima también a los serbios?
—Nada nos gustaría más pero, a decir verdad, no deberían cargárselos a todos al mismo tiempo.
—No hemos accedido a cargarnos a nadie.
—El subcomité me ha pedido que señale que podríamos haber infravalorado la calidad de la seguridad de Miller y de Thompson. Es mejor de lo que creíamos. Con eso quieren hacerles ver que no habría tanta diferencia con ir a por White.
—¿Es eso cierto?
—No. Hay mucha diferencia.
—Y, claro, son un subcomité psicológico.
—Harán lo que sea necesario.
—Como investigarnos, ¿verdad? ¿Ha visto ya nuestros expedientes?
Sonrió y dijo:
—Veo que lo han pillado. Por lo de las contraseñas, me refiero. Fue O’Day quien me las pasó.
—¿Por qué?
—Porque se las pedimos.
—En otra época le hubiera mandado al cuerno.
—Ya no es lo que era. Está de capa caída. Su estrella lleva desvaneciéndose un par de años.
—Khenkin me dijo lo mismo en París.
—Podríamos ayudarlos, si lo necesitan. Cuatro de los guardaespaldas de Charlie irán en otro coche, como es obvio. Podríamos encargarnos de ellos. Un control rutinario de tráfico, o algo así. Entonces solo tendrían que ocuparse de dos, además del chófer y del propio Charlie.
—¿Un guardaespaldas delante con el conductor y el otro detrás con Charlie?
—Así es.
—¿En qué coche?
—Un Rolls-Royce.
—¿Negro?
—Cómo no.
—¿Blindado, como el Range Rover de Karel Libor?
—Solo las puertas de atrás y el parabrisas trasero. Y solo contra pistolas. Creo que a ese extra lo denominan «antiasesinos oportunistas». Para esos clientes que tienen enemigos a los que les gusta descerrajarles un tiro cuando pasan por su lado.
—¿Y el coche de apoyo es un Jaguar?
—Tienen decenas.
No dije nada.
—Los controles rutinarios de tráfico son caros —continuó Bennett—. No solo por lo que cuestan. Nos quedamos expuestos, y hay riesgos y responsabilidades. Supongan que una embarazada no llegara al hospital. Que un anciano sufre un infarto por los nervios. En las altas esferas se harían preguntas. Es una táctica que no podríamos justificar a menos que la recompensa potencial fuera significativa.
Era mi turno de sonreír.
—Bueno, no gobernaban ustedes el mundo porque fueran amables —le dije—. Lo que está diciendo es que si vamos a por Charlie White se encargarán ustedes del segundo coche. Pero que no lo harán si decidimos encargarnos de Tommy Miller o de Billy Thompson. Así que tenemos que elegir entre enfrentarnos a dos de los guardaespaldas de Charlie o a cuatro de cualquiera de los otros. Los de Charlie serán mejores, pero dudo mucho de que el doble de mejores. Por lo tanto, nos está presentando un incentivo. Propuesto y recomendado por el subcomité de Comportamiento Psicológico, ¿a que sí?
—Tenemos que ayudarnos mutuamente. Así es como se supone que funcionan las cosas.
—¿Y cuándo me va a proporcionar la información acerca del cristal antibalas?
—Al minuto de que la reciba.
—¿Que será cuándo?
—Cuanto antes.
—¿A qué hora saldrá de casa el bueno de Charlie para hacer esa visita?
—Tarde. Tiene que haberse puesto el sol. Una manía cultural. Ellos también tienen sus rituales. Tenemos algunos detalles, incluida una posible ruta. Y creemos que hemos encontrado el punto en el que librarlos del segundo coche. Les enviaré lo que tenemos con otra tableta.
Y se marchó.
—¿Ha sido esta una de las situaciones extrañas que íbamos a vivir? —preguntó Casey Nice.
—No, esto era predecible —le respondí.