Entrar en la sala de espera me costó mucho menos de lo que me había costado salir de ella. Bennett me observaba y le pregunté:
—El cristal antibalas de París era nuevo, ¿verdad?
—Sí —me respondió—. Al menos, mejorado.
—¿Sabe algo de él?
—No, aparte de que es de cristal y que es a prueba de balas.
—Quiero saberlo todo acerca de él. Quién lo diseñó, quién lo desarrolló, quién lo financió, quien lo fabricó, quién hizo las pruebas y quién dio el visto bueno.
—Eso ya se nos ocurrió a nosotros.
—¿El qué?
—Pedir prestados los cristales y traerlos en avión desde París. Poner uno a cada lado. No son muy anchos pero, dado cómo están dispuestas las calles, cada uno de ellos reduciría el campo de tiro, digamos, un diez por ciento. Al final decidimos no hacerlo. Los políticos son civiles. Permanecerían detrás de ellos, acobardados. Quizás inconscientemente. Además, no podrían pasarse ahí todo el rato, con lo que, antes o después, los malos los tendrían a tiro en el ochenta por ciento del tiempo. Así que con todo esto en cuenta decidimos que no tenía sentido.
—No es eso en lo que estaba pensando. Solo quiero la información. Sin que nadie se entere, a ser posible. No quiero levantar la liebre. Como si fuera algo entre usted y yo. Una aventura que corriéramos usted y yo nada más, saliéndonos de lo convencional. Como un pasatiempo. Pero a toda prisa.
—¿Cuánta prisa?
—Tanta como le sea posible.
—¿Qué pinta en esto el cristal antibalas? Ya le he dicho que no vamos a utilizarlo.
—Puede que quiera utilizarlo yo. O que quiera saber si se vende al por menor.
—¿Lo dice en serio?
—Es una aventura aparte, señor Bennett. Una pequeña investigación. No tiene nada que ver con nada en concreto. Pero a toda prisa, ¿vale? Y solo cara a cara. Nada escrito. No informe al resto de la cadena. ¿Entendido? Como si fuera un pasatiempo.
Asintió y miró el pasillo que, sin lugar a dudas, llevaba a otros pasillos, y a escaleras, y a habitaciones, y me preguntó:
—¿Necesita ver algo más?
—No, hemos terminado —le dije—. Nos vamos y no volveremos jamás. Como los Darby cuando construyeron la autopista, por muchos años que llevaran aquí. No quiero saber nada más de Wallace Court.
—¿Por qué?
—Porque no vamos a tener que llegar tan lejos.
—¿Está seguro?
—Al cien por cien.
No dijo nada.
—Dijo usted que ese sería un resultado muy conveniente. Dijo que nos estábamos ayudando mutuamente. Dijo que así es como se supone que funcionan las cosas.
—Así es —afirmó.
—Entonces, relájese. Confíe en mí. Esboce una sonrisa. No vamos a tener que llegar tan lejos.
No esbozó ninguna sonrisa.
Nos llevó de vuelta al hotel, esta vez sumergidos en un embotellamiento. Puede que fuera el periodo crítico de la hora punta de la mañana, una hora más o menos después de que hubiera amanecido, o quizá justo después del mismo. En cualquier caso, era igual de malo. La ciudad, cada vez más grande, cada vez más descontrolada, iba barajando a los que llegaban, pero no solo acababa de empezar, sino que lo hacía muy despacio. Llegamos a Park Lane dos horas después de habernos marchado, tres cuartos de las cuales las habíamos pasado en el coche. Peor que Los Ángeles.
Bennett le dio las llaves al aparcacoches como si fuera un civil más y subimos los tres al restaurante de la última planta, pues supusimos que aún estarían sirviendo desayunos. Nos sentamos a una mesa que había tras una columna de carga y cuyos sofás tenían un respaldo muy alto. Peores vistas, pero una privacidad mucho mayor. Bennett pasó un buen rato tecleando algo en el móvil. Dijo que estaba pidiendo material para nosotros, incluidos mapas gubernamentales muy detallados, el proyecto presentado por el arquitecto, que conservaban las autoridades de urbanismo de la zona, y tres grupos de imágenes aéreas. Tomadas por satélite las de uno. Las de otro por un helicóptero que, digamos, se había desviado de su rumbo por accidente. Y por una fuente desconocida las del tercero, lo que según el galés quería decir que las había sacado un dron estadounidense, pero como oficialmente en Gran Bretaña no había drones estadounidenses, las catalogaban como fuente desconocida. Dijo que los suyos cargarían la información en una tableta segura y que la traerían al hotel.
Y añadió:
—No podemos permitirnos daños colaterales. Allí no. Algunas de las personas que hay por esa calle son inocentes. No muchas, pero algunas lo son. Lo que es una vergüenza. Deberíamos habernos ocupado de esto hace mucho tiempo. Deberíamos haber puesto una bomba y decir que había sido un escape de gas.
Acto seguido se fue pero Casey Nice y yo nos quedamos un rato más, disfrutando de un café yo y de unas tostadas mini ella.
—¿Por qué le interesa tanto el escudo antibalas de repente? —me preguntó.
—Tengo una teoría —le dije.
—¿Y no debería ponerme al tanto?
—Aún no. No cambia lo que hay que hacer a continuación.
—¿Le conseguirá Bennett esa información?
—Creo que sí.
—¿Y por qué? ¿Acaso ahora le debe un favor? ¿Me he perdido algo?
—Camaradería entre soldados. Debería probarlo. Estaría mucho más contenta.
—¿Es del Ejército británico?
—Piense en eso que no para de decir de que todo va fluido. Eso solo puede significar que están utilizando todas las unidades especiales. Lo mejor de lo mejor. Todas las diferentes agencias, como un combinado deportivo de estrellas. ¿Quién estaría al mando?
—Todos querrían estarlo.
—En efecto. Tanto, que la cabeza les explotaría si no lo estuvieran. Pero ¿qué cabeza explotaría con más violencia? ¿Quién es el que aparece con una pistola bien explosiva en las reyertas con navajas?
—No lo sé.
—El SAS, el Servicio Aéreo Especial. Por no gustarles, no les gustan ni sus propios oficiales. Así que está claro que no van a trabajar para otros. Lo más sencillo es ponerlos a ellos al cargo. Que obviamente es lo que han hecho. Un buen movimiento, por otro lado. Porque son los que mejor se las arreglan. Además, se consideran parte interesada. Carson es un renegado. Bennett tiene tantas ganas de cazarlo como yo a Kott.
—¿Bennett es del SAS?
—Sin lugar a dudas.
—¿Y qué es lo que tenemos que hacer a continuación?
—Entrar en casa del Pequeño Joey.
—¿Entrar?
—Preferiría que fueran ellos los que salieran. Pero conseguir eso es muy difícil. De hecho, es una cuestión táctica para la que nadie tiene respuesta. Lo estudiamos en clase. Es mucho más sencillo asegurarse de que no volverán a salir nunca, pero ese no es el asunto. ¿Cómo se consigue que salgan por voluntad propia? Nadie lo sabe. Nadie lo ha sabido nunca. Recuerdo que mi padre lo estudiaba cuando éramos niños. Solía involucrarnos en esos temas. Con las preguntas que nos hacía después. A mi hermano se le ocurrió usar una máquina gigantesca, una especie de altavoz de graves que emitiera contra ellos ondas infrasónicas: frecuencias muy pero que muy bajas a un volumen muy pero que muy alto, porque argumentaba que algunos científicos creían que el ser humano moderno tiene poca tolerancia a dicho tipo de sonidos.
—¿Y cuál fue su respuesta?
—Tenga presente que yo era el pequeño.
—¿Qué dijo?
—Prender fuego a la casa. Porque estaba segurísimo de que el ser humano moderno tiene poca tolerancia a las llamas. Supuse que saldrían, antes o después.
—¿Va a prenderle fuego a la casa de Joey Green?
—Es una opción, qué duda cabe.
—¿Qué otras baraja?
—Todas ellas conllevan sacarlo de allí y lidiar con él por separado. Lo primero. Antes de nada. Porque, de esa forma, cuando entremos en el rancho nos recibirá un gran vacío de liderazgo. Lo que nos dará mucha ventaja.
—¿Porque nos enfrentaremos a un enemigo menos efectivo?
—Exacto.
—Pero a alguien nos enfrentaremos.
—El que no arriesga, no gana.
—Dijo que no pelearían gratis. Porque tras eliminar al Pequeño Joey los habríamos mandado al paro. Dijo que se esfumarían.
—Espera lo mejor, prepárate para lo peor.
—Que será…
—Lo mismo de siempre.
—Que es…
—Algo intermedio entre lo mejor y lo peor.
La tableta llegó una hora después. La trajeron los de Bennett. Tenía un aspecto muy moderno, y «los suyos» tenían el mismo aspecto que en todas partes, es decir, de lo más normal pero con un algo inquietante. Uno de ellos era hombre; el otro, una mujer. Ambos habían dejado bien atrás los años de novato, ambos se mostraban callados, contenidos y competentes, y, a simple vista, a ninguno le incomodaba aquella tarea de correo que les habían asignado, sin lugar a dudas, por haber sacado la pajita más corta. Era evidente que se les daba muy bien jugar en equipo. Lo mejor para los mejores. Nos explicaron que, en circunstancias normales y dado lo sensible del contenido, nos pedirían que firmáramos la entrega, pero que el señor Bennett había dicho que en esa ocasión no era necesario. Nos explicaron que la tableta requería dos contraseñas. Nos explicaron que las contraseñas eran el número de la Seguridad Social de la madre de la señorita Nice y el nombre del prisionero al que el señor Reacher había disparado cuando intentaba escapar. Nos explicaron que reconocían mayúsculas y minúsculas y que había que introducirlas a la primera. Nada de tres intentos; los programas informáticos británicos no se andaban con paños calientes.
Después se fueron.
Subimos con la tableta a la habitación de Casey Nice. Era como la mitad de un ordenador portátil. Sin el teclado. Solo la pantalla. Una pantalla vacía.
—Recuerda el nombre, ¿verdad? —me preguntó Nice.
—Recuerdo el de ambos —le respondí.
—Supongo que la contraseña será el del primero. El importante.
—El objetivo.
—Eso es. ¿O acaso el otro también intentaba escapar?
—De hecho, él fue el único que intentó escapar. El objetivo ya había caído. No me vio llegar.
—¿Por cuál de los dos lo investigaron?
—Técnicamente, por el segundo.
—¿Hablaba la gente del caso?
—No si querían seguir con vida. Se trataba del asesinato de un ciudadano estadounidense en suelo estadounidense.
—Pero si hubieran hablado de ello, ¿cómo lo habrían llamado? Al caso en general, me refiero.
—Seguro que como el primer tipo.
—Que era el objetivo. Y el señor Bennett es británico y, por lo tanto, irónico. Lo que significa que debemos suponer que su mención de la huida es una broma. Lo que vuelve a llevarnos al objetivo. Que fue el que cayó primero. Que es el nombre que deberíamos utilizar.
—¿Nombre o apellido?
—El apellido. Era del Ejército de Estados Unidos, ¿no?
—¿O el nombre en clave?
—¿Tenía un nombre en clave?
—Tenía dos. Uno se lo pusimos nosotros. Otro, los iraquíes.
—¿Se despierta en mitad de la noche, sudoroso, pensando en ello?
—¿Pensando en qué?
—En esa operación.
—Lo cierto es que no.
—Si lo hiciera, ¿cómo lo llamaría? No sé, algo así como «no debería haberle hecho eso a…».
—¿Piensa que hice algo malo?
—Desde luego, ese tipo no estaba ayudando a viejecitas a cruzar la calle para llegar a una biblioteca de África.
—Es usted tan mala como Scarangello. Tenemos que sacarla de ahí cuanto antes y alistarla en el Ejército.
—¿Cómo se llamaba?
—Hábleme de su madre —le pedí.
—¿Qué pasa con ella?
—¿Sabe cuál es su número de la Seguridad Social?
—Le echo una mano con el papeleo. Está enferma.
—Lo siento.
—Tiene un tumor cerebral. No se lo pueden extirpar. Y no puede pensar con claridad. Me encargo del seguro, la minusvalía y todo eso. Yo diría que conozco más en detalle sus asuntos que los míos.
—Lo siento —le dije—. Debe de ser joven.
—Demasiado para tener que pasar por eso.
—¿Tiene usted hermanos?
—No —me contestó—, soy hija única.
—¿Cree que, por lo normal, la gente sabe el número de la Seguridad Social de su madre? —le pregunté.
—No tengo ni idea. ¿Sabe usted cuál era el de la suya?
—Ni mucho menos. ¿Suele ir a visitarla?
—Tanto como puedo.
—¿Al sur del estado de Illinois? Es un vuelo muy largo.
—Me mantiene ocupada.
—Y, además, cuando no puede ir se preocupa, ¿verdad? Como ahora.
—No puedo hacer nada al respecto.
—¿Cuándo se lo diagnosticaron?
—Hace dos años.
—Lo siento —repetí.
—Así son las cosas —dijo ella.
—¿Cuándo empezó a ir al médico Tony Moon?
—Eso no tiene nada que ver.
—¿Está del todo segura?
—Mi madre no está aquí, ¿no le parece?
—Pero piensa usted en ella.
—Un poco.
—Y, por lo tanto, siente cierta ansiedad.
—Pero no por ella. No tiene nada que ver.
No dije nada.
—Me queda una pastilla —me dijo.
—¡Se ha tomado la otra!
—Anoche. Tenía que dormir.
—¿Saben sus jefes lo de su madre? —le pregunté.
Asintió.
—Es un requisito. Hay que informar de las situaciones familiares. Me han apoyado mucho. Me dan los fines de semana libres siempre que pueden.
—Así que en alguna parte de Langley hay un expediente de Recursos Humanos en el que pone que su madre está enferma y que se encarga usted de sus papeles. Cosa que tendría que ser confidencial. Como lo es todo lo que tiene que ver con la CIA. Y hay otro en alguna del Pentágono en el que pone el nombre de un fulano al que disparé en la cabeza hace veinte años. Expediente que no me cabe duda que tendría que ser confidencial. Pero, por alguna razón, el MI5 de Londres tiene acceso a ambos y los utiliza para obtener dos contraseñas inviolables: una para usted y otra para mí. Contraseñas que son como el ADN o las huellas dactilares.
Asintió.
—Puede que las teorías del señor Bennett acerca del pirateo sean ciertas. En cuyo caso, con esto está alardeando.
—A menos que sea O’Day quien le ha enseñado los expedientes.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Eso se lo preguntaremos a Bennett.
—¿Cómo se llamaba el tipo?
—Archibald —le dije.
—No es un nombre que se oiga a menudo.
—El nombre proviene del sur de Escocia. A donde llegó vía el francés antiguo y el alto alemán antiguo. El tercer conde de Douglas se llamaba Archibald el Negro. En el de mi caso, en cambio, no había nada de romanticismo. El mío se llamaba Archibald el Gran Pedazo de Mierda.
Pulsó un botón, la pantalla se iluminó y apareció una ventana de diálogo. Le dio un suave toque con el dedo y un cursor empezó a parpadear en ella al tiempo que la imagen de un teclado aparecía por debajo. Tecleó «Archibald», nueve letras, con la «A» en mayúscula y el resto en minúscula. Comprobó que lo había escrito bien: «A-r-c-h-i-b-a-l-d», me miró con las cejas enarcadas y asentí a modo de confirmación. Pulsó «Intro» y, tras una pausa, apareció un símbolo de color verde detrás del nombre que había tecleado y la ventana desapareció, reemplazada por una segunda, exacta a la anterior. Pulsó una tecla que cambiaba el teclado de letras a números y tecleó tres dígitos, un guion, dos dígitos más, otro guion, y cuatro dígitos más. Lo repasó y pulsó «Intro»; el símbolo de color verde volvió a aparecer y la ventana desapareció, reemplazada por una serie de columnas de imágenes en miniatura.