Según nos acercábamos empecé a reconocer parte de lo que habíamos visto desde el segundo minitaxi, el que habíamos reservado adecuadamente por teléfono. Ya había visto antes algunas de las calles, típicas de las afueras pero que parecían sentirse incómodas por llevar un tráfico más denso y veloz del que debieran y ser más estrechas de lo que les gustaría. Recordaba incluso alguna de las tiendas. Alfombras, telefonía móvil, pollo, hamburguesas con queso, kebabs. Y, de repente, una zona verde con una maravillosa casa antigua y aquella locura de muro, que seguía desafiando a Londres después de tantísimos años.
El mismo policía achaparrado y con cara de pocos amigos, el del chaleco de Kevlar y el subfusil, volvía a estar de servicio. Bennett le hizo un gesto con la cabeza y el agente dio un paso hacia la verja, pero cuando se fijó en mí, se acercó y me dijo:
—Usted es el señor de la guía turística. El de los seis peniques por ver los jardines. Bienvenido, señor.
Después volvió a la verja y la abrió. Ni comprobación por radio, ni papeles de por medio. Ni placas tampoco. Con un guiño había bastado. El policía iba, como quien dice, vestido para entrar en combate, pero con un uniforme azul con las palabras «Policía Metropolitana» aquí y allí, tanto bordadas como impresas en el Kevlar, en insignias apagadas, escritas con hilo negro o tinta negra, junto con versiones en blanco y negro de esos cascos altos, como si fueran una marca comercial, con lo que me quedaba tan claro que el hombre era policía como que Bennett no lo era; pero un simple guiño de este último había sido suficiente para que el otro se pusiera a mover el rabo.
«De momento, todo va fluido».
Condujimos por la avenida de entrada y aparcamos en la gravilla, junto a la puerta, donde había otro policía armado de servicio. La casa tenía salientes aquí y allí, donde se habían erigido las extensiones posteriores, pero, en esencia, era rectangular: mucho más ancha que profunda. No es que fuera estrecha. Ni mucho menos. Seguro que era muy espaciosa. Pero las proporciones estaban dominadas por la fachada, larga y un tanto mal trabada. De eso no había duda. Era como si hubieras puesto seguidas, en fila, cuatro cajas de zapatos. Puede que en la época de la reina Isabel fuera difícil encontrar troncos de roble tan largos como para hacer vigas que fueran desde el frontal hasta la parte trasera. El padre de Darby había construido la Marina Real. Muchos barcos de roble. Habían talado bosques enteros.
Bajamos del coche y Bennett le hizo un gesto con la cabeza al segundo policía, que se lo devolvió, y nos urgió a que entráramos, impaciente, como si le diese vergüenza que lo vieran con nosotros en público. O quizá le preocupasen las miras de los fusiles. Quizá no quisiera estar a mi lado a campo descubierto. El galés había sobrevivido en París y no tenía intención alguna de caer en Londres.
La puerta, para cuya construcción se había utilizado gran parte de un árbol, tenía casi quinientos años de antigüedad, refuerzos de hierro con forma de bandas y remaches con la cabeza tan grande como pelotas de golf. En el interior, el techo lo cubría un artesonado oscuro, casi negro por efecto del paso del tiempo, encerado y brillante; el suelo, gastado, era de baldosa; y había una enorme chimenea de piedra caliza. Había también escaños de roble y sillas tapizadas, y bombillas eléctricas en candelabros de hierro. Y retratos al óleo de hombres de gesto solemne con ropajes de estilo Tudor. Bennett tomó un pasillo que se abría a la derecha y le seguimos hasta una habitación modernizada, pintada de blanco y con techo falso. Al lado había otra, similar pero más pequeña, con una puerta muy grande en la pared del fondo.
—Aquella es la entrada lateral —dijo Bennett—. Allí es donde estará la carpa de su presidente. Suponemos que todos la utilizarán. Pasarán a esta habitación, desde donde tendrán acceso seguro a cualquier sitio de la casa. Todas las habitaciones tienen ventanales por los que entra mucha luz, pero son muy grandes, y aquellas en las que está previsto que se sienten los mandatarios tienen los asientos dispuestos en la zona central, por lo que en ningún momento quedará nadie tan cerca de los ventanales como para que lo vean desde el exterior. Los paseos espontáneos por el jardín y la fotografía son los únicos puntos débiles.
Desandamos parte del camino, pero esta vez giramos a la derecha bastante antes de llegar al vestíbulo, por otro pasillo, este con un suelo de madera de láminas anchas que crujía a nuestro paso y que daba a una habitación estrecha dispuesta de izquierda a derecha frente a nosotros y en cuya pared del fondo solo había unos ventanales franceses, cristal de arriba abajo, no todos ellos del mismo periodo, con el patio al otro lado.
—Esta habitación se usa de sala de espera —prosiguió Bennett—. Entran, se ponen en fila y los cuentan para asegurarse de que nadie se ha quedado encerrado en el baño. Después, salen.
Me quedé allí un instante, donde estarían ellos, como si fuera uno más, y miré a través de los cristales. Estábamos en la parte derecha del edificio, según la simetría del mismo, y el patio estaba construido con una suave curvatura, lo que significaba que saldríamos, más o menos, a uno de los lados de la zona más profunda. Lo que estaba muy bien. Haría que el grupo de colegiales pareciera natural en términos geométricos en vez de desesperado en términos políticos. Y también significaba que la escalera de peldaños poco altos que daba al césped estaba un poco más cerca, por lo que los presidentes de menor estatura tendrían menos distancia para dar simpáticos empujoncitos a los demás. Lo más probable era que los fotógrafos estuvieran acorralados en la esquina derecha, lo que significaba que la casa quedaría en diagonal por detrás, que era mejor que tener una pared de ladrillo de fondo, como si se tratara de una foto para una ficha policial.
Puse la mano en el pomo y me pregunté si los habría juzgado a la ligera al imaginar sus carcajadas forzadas y su cara de sorpresa fingida por tener que cambiar de marcha con tantísima rapidez. Quizá no fuera fingida. En la carpa, en la puerta lateral, por el acceso seguro, sin poder acercarse a los ventanales, aquella gente era esclava de una seguridad militar que les indicaba cuándo hacer esto y cuándo aquello, y también cómo hacerlo, cada segundo de su vida, hasta el punto de que, quizá, salir a un jardín les pudiera resultar, sinceramente, fascinante. Pisarlo, pasear por él, con la cabeza alta, mirando a otros tipos que tienen tanto miedo como tú, quedándose quietos después, mirando al frente, sacando pecho, sonriendo, sin moverse, con el cielo en lo alto y vete tú a saber qué en la distancia.
«No será lo mismo ahora que hay un francotirador buscándole».
Abrí la puerta, salí al jardín y me quedé quieto.
El aire de primera hora de la mañana era frío y un poco húmedo. El suelo del patio estaba recubierto de piedra de color grisáceo, ajada por el paso del tiempo y pulida por la lluvia. Fui hasta el centro del pavimento, me erguí y miré hacia el frente; di media vuelta a la izquierda y me quedé mirando en aquella dirección; giré a la derecha, caminé hacia delante, hasta donde la escalera y la hierba se encontraban, y me quedé como un buzo en la borda, y con las manos a la espalda, sacando pecho y con la cabeza alta, como si estuviera posando para una fotografía o ante un pelotón de fusilamiento.
Delante de mí había una ancha extensión de hierba y, a continuación, la parte de atrás del muro y, luego, una zona pública llena de maleza, una valla de seguridad después y, más allá todavía, la M25, que a esa altura debía de tener ocho carriles por los que iban vehículos a toda velocidad a derecha e izquierda. Y en aquel mismo instante deseché la idea de la autopista de Bennett. Desde allí no iba a hacerse ningún disparo. No era una buena posición de disparo. El tráfico era rápido y denso. Denso tanto por la densidad del tráfico por minuto como, literalmente, por los pesos pesados que lo recorrían. Algunos de los camiones eran gigantescos y los más grandes iban por el primer carril. Ahora bien, iban todos a gran velocidad. Proyectiles inmensos que cortaban el aire. A su paso, agitaban con violencia árboles que crecían más allá del arcén. A un camión aparcado lo zarandearía la aspiración provocada por los demás. En la plataforma construida en su interior se notaría muchísimo. Se balancearía y se estremecería casi de continuo, con momentos peores y otros más tranquilos, pero que tendrían lugar a intervalos impredecibles. La distancia debía de ser de unos mil doscientos metros, así que un balanceo o un estremecimiento, por ligero que fuera, provocaría que el disparo ni siquiera acertara en la casa. No era una posición inteligente. Descartada.
En cualquier caso, ¿podrían bajar dos personas de un vehículo y disparar?
No tendría sentido. No había buenas posiciones de disparo entre la casa y la autopista. Ninguna, a menos que apoyases una escalera en el muro y disparases desde lo alto. Cosa de la que te disuadirían, sin duda, tipos achaparrados con cara de pocos amigos, chaleco de Kevlar y un subfusil.
La parte que tenía ante mí era muy segura.
Y que la parcela en la que se alzaba la mansión tuviera forma de trozo de pizza era una ventaja. Porque hacía que no solo la parte que tenía ante mí fuera muy segura. El terreno se curvaba hacia las esquinas con suavidad, en ambas direcciones, a mi derecha y a mi izquierda, describiendo un arco amplio y vacío desde las diez en punto hasta las dos.
La forma de trozo de pizza también hacía que las calles que flanqueaban la mansión no lo hicieran en paralelo. Se alejaban de nosotros: una hacia la derecha y la otra hacia la izquierda, como las varillas de un abanico. Lo que, a primera vista, estaba bien. Significaba que cuanto más lejos estuviera la casa, más oblicua sería su línea de visión, tanto que quizá también pudiéramos eliminar algunos edificios. Un francotirador no podía asomarse por la ventana y apuntar casi en paralelo al vidrio, como si cabalgase a mujeriegas.
Pero, una vez tenido esto en cuenta, tampoco estaba tan bien, porque el ángulo nos dejaba expuestos a tantas ventanas laterales como frontales. Unas veces se gana y otras se pierde. Comprobé todo aquello que alcanzaba a ver dentro de una zona que empezaba a partir de unos setecientos veinte metros de donde me encontraba y llegaba hasta unos mil cuatrocientos cuarenta. Primero la parte norte y la sur después. Había en ella miles y miles de ventanas, la mayoría de las cuales me devolvían el reflejo del sol de la mañana con un guiño, en una secuencia lineal desigual, con puntos móviles de color rosa, primero una calle y, después, había un espacio hasta la siguiente, como si el vecindario lo hubieran construido antiguos astrónomos para celebraciones solares.
Cuando acabé, tenía la impresión de que la zona sur era peor que la norte. Había más edificios y, en general, eran más altos. Elegí uno al azar, a unos mil trescientos cincuenta metros, más de un kilómetro, no más grande que la uña de un dedo gordo; un inmueble alto y estrecho, de ladrillo rojo, bonito, con un tejado a dos aguas bastante empinado. Parecía que tuviera buhardillas. Que bien podrían serlo. Con solo quitar una teja tenías una ventana más. Imaginé a John Kott tumbado sobre un saco de dormir, en un tablón dispuesto entre vigas, sobre un falso techo de escayola, con una rendija por la que entrase la luz justo delante de él, donde se había apartado la teja, imperceptible desde el exterior, demasiado arriba, sola entre en un mar de ellas. «El invierno pasado hubo vendavales», había dicho Bennett con su acento cantarín.
Imaginé el ojo de Kott, paciente y sin parpadear detrás de la mira, la rendija de dos centímetros y medio en el tejado que le proporcionaba a él casi veinte metros de margen, a años luz de donde se desarrollaba todo. Imaginé su dedo en el gatillo, relajado, pero listo para apretarlo, a la espera, quieto, moviéndolo después, como si pulsara el pequeño interruptor de un mecanismo; el tic silencioso de un componente de precisión que daba pie a una inmensa explosión química; el retroceso corcoveando; la bala lanzada a un largo, larguísimo, viaje. Más de tres segundos en el aire, «mil…, dos mil…, tres mil», un centímetro veinticinco de ancho, como el pulgar de un ser humano, volando como un misil, recta y precisa, sujeta solo a los inmutables efectos de la gravedad, la elevación, la temperatura y la humedad, el viento y la curvatura de la Tierra. Me quedé mirando el inmueble lejano y conté tres largos segundos con el pensamiento mientras intentaba imaginar el vuelo de la bala. Parecía que fuera posible verla venir. Directa hacia mí. Como un pequeño punto cada vez más grande.
Fogonazo, «mil…, dos mil…, tres mil», fin de la partida.
Que es cuando lo supe.
«Más de tres segundos en el aire».