Permanecí justo donde quería estar durante una media hora más, con Casey Nice a mi lado, mirando por sus propios binoculares, ambos mirando la estática escena e intentando extraer de ella todas las conclusiones posibles. Bennett estaba detrás de nosotros, tomando nota de las actividades que habíamos presenciado y respondiendo a las pocas preguntas que teníamos.
—¿Qué tipo de causa serviría para que pusieran ustedes un pie ahí dentro? —le pregunté.
—¿Además de un fogonazo? —contestó.
—Esperemos que la cosa no llegue tan lejos.
—Una identificación visual positiva de cualquiera de los dos bastaría.
—Pero no la han conseguido todavía.
—Todavía no.
Había luz en algunas de las ventanas, tanto en el piso de arriba como en el de abajo, detrás de lo que parecían unas cortinas enrollables. Pero no se proyectaba en ellas ninguna sombra: ni figuras, ni movimiento. Ni se veía el resplandor azulado de una televisión. Lo más probable era que la parte de la casa donde más vida se hacía fuera la de atrás o la que daba al otro lado, y no teníamos a la vista ninguna de las dos. Una cocina y una sala de estar, seguramente, con dormitorios de invitados arriba. O una suite independiente. Como una segunda vivienda, solo que con unas dimensiones un cincuenta por ciento mayores. Diseñada, bien para situaciones como la que nos ocupaba, bien para unos padres gigantescos e incapacitados dentro de veinte años.
—¿Tiene usted alguna opinión formada acerca de cuándo tomarán posiciones en Wallace Court? —le pregunté.
—Esa es la pregunta del millón, ¿no cree? —me contestó.
—¿Y cuál es la respuesta del millón?
—Cerraremos las carreteras uno o dos días antes de la reunión. Estoy seguro de que eso lo saben. Y estoy seguro de que saben que, a veces, uno o dos días significan, en realidad, tres o cuatro. Así que calculo que saldrán de ahí cinco días antes.
—Es una larga espera.
—A los francotiradores les pone cachondos toda esa mierda de permanecer tumbados. Es parte de la mística.
—¿Pueden detenerlos de camino?
—Podríamos, si supiéramos qué día y a qué hora van a salir. Podríamos llevar a cabo un control rutinario de tráfico. Una luz de freno rota o algo así. Pero no lo sabemos. Así que tendríamos que parar a todos los vehículos que salieran de la casa durante cosa de una semana, para asegurarnos. Después de la tercera o la cuarta vez, el viejo Charlie White empezaría a pedir que le devolvieran algunos favores. Tiene comprados a algunos políticos de la ciudad y, por lo que creemos, también a parte de la policía local. Podría merecer la pena aunque solo fuera por lo que íbamos a divertirnos. Tendríamos a media docena de ciudadanos íntegros y responsables dispuestos a jurar que sí, que vale, que quizás el viejo Charlie sea un chuloputas, un ladronzuelo y le guste traficar con armas pero que, desde luego, no es ningún terrorista.
—¿A quiénes se refiere cuando dice «podríamos» y «tendríamos»? —le pregunté.
—De momento, todo va fluido.
—¿Por qué?
—El objetivo es dejar esto visto para sentencia cuanto antes.
—Eso es lo que diría un político.
—Que hace y deshace como quiere. Levanta algunas barreras con un sencillo trazo de estilográfica. Suaviza ciertas regulaciones. De hecho, está deseando hacerlo. Es capaz de revocar lo que sea, aunque para ello tenga que llegar a la Carta Magna. Un ataque de esta naturaleza en territorio británico sería peor que una catástrofe. Sería embarazoso.
—¿Y por qué no cancelan la reunión?
—Eso sería más embarazoso todavía.
—¿Cuántas buenas posiciones de tiro han contado alrededor de Wallace Court? —le pregunté.
—Lo que pasó con usted en París nos ha hecho cambiar un poco la forma de pensar. Fue un disparo a más de mil cuatrocientos cincuenta metros de distancia que habría dado en el blanco de no ser por la ráfaga de viento. Así que si nos circunscribimos al patio trasero y a la zona verde de atrás y trazamos un radio de mil cuatrocientos cincuenta metros alrededor de estos, diríamos que hay unas seiscientas.
A mi lado, Casey Nice dijo:
—Lo que significa que tienen que registrar ciento veinte al día para asegurarse de que los encuentran allí. ¿Pueden hacerlo?
—¡Ni por asomo! —dijo Bennett—. Además, también nos preocupa la M25. No hay sitio mejor para disparar en el momento más apropiado, ¿no les parece? Imaginen, un tráiler de esos altos que aparca junto a la cuneta, con una especie de plataforma de disparo elevada construida en el interior y un agujero que pase inadvertido en un costado. Y unas miras enormes para los fusiles. Podrían cubrir todo el patio y todo el jardín.
—¿Y por qué no cierran la autopista? —le propuse.
—¿La M25? Inadmisible. Se colapsaría todo el suroeste de Londres. Estamos hablando de cortar el arcén que da a Wallace Court y el primer carril con la excusa de que se está reparando el pavimento, pero hasta eso es mucho pedir. La dinámica del tráfico es muy extraña en esa carretera. Como la teoría del caos. Una mariposa bate las alas en Dartford y doscientas personas pierden el avión en Heathrow, a sesenta y cinco kilómetros.
Me recosté.
—En definitiva, que tenemos que pillarlos antes de que salgan de casa del Pequeño Joey —dije.
—Yo diría que ese sería un resultado muy conveniente.
—Y de acuerdo con todo eso de lo que está seguro al cien por cien van a estar en ella, por lo menos, varios días más.
—En realidad, eso solo es una suposición. Pero muy convincente.
Oí que, a mi lado, Casey Nice respiraba hondo.
—Esta noche no —dije.
—¿Demasiado pronto? —preguntó.
—Las cosas hay que hacerlas bien y a la primera.
—Entonces, ¿cuándo?
—Le enviaremos un mensaje. Tenemos su número.
Bennett cerró la puerta del club de bolos con la llave, la dejó debajo de la piedra y volvimos por donde habíamos venido: desde el claro de gravilla al sendero largo, recto y estrecho, y por las silenciosas calles después, hasta el pub, que rodeamos para llegar a donde nos esperaba el Vauxhall, obediente, donde lo habíamos aparcado, incólume y sin que lo hubieran encajonado.
—¿Adónde vamos? —preguntó Bennett.
—A una farmacia que no cierre por la noche —le contesté.
—¿Por qué?
—Queremos comprar un par de cepillos de dientes.
—¿Y después?
—Al hotel.
—Pensaba que los estadounidenses tenían una ética del trabajo.
—Empezaremos a primera hora —le dije—. Esté listo, esperándonos. Nos llevará usted.
—¿Adónde?
—A Wallace Court.
—¿Para qué?
—Quiero ver el patio de atrás.
—Wallace Court da lo mismo si los pillamos antes de que dejen la casa —dijo Bennett.
—Espera lo mejor, prepárate para lo peor. Podría resultar que el partido tuviera que resolverse en los cinco últimos minutos, justo antes de que aprieten el gatillo. Hay que conocer el terreno. Tenemos que hacer una selección entre esas seiscientas ubicaciones. Me gustaría saber cuáles son las diez mejores. O las cincuenta mejores.
—Esas calles están llenas de Chicos de Romford.
—Mejor que mejor. Quiero que me vean, incluso aquí, husmeando. Así, antes le llegará el mensaje a John Kott.
—¿No sería mejor lo contrario? Podrían cogerlos por sorpresa.
Asentí.
—El factor sorpresa está bien. Pero a veces es preferible ponerlos nerviosos.
—No son el tipo de gente que se pone nerviosa.
—A mil cuatrocientos cincuenta metros de distancia no se necesita mucho para fallar. Un par de latidos por minuto, quizá. Kott me odia porque lo envié a la cárcel. Se odia porque me permitió penetrar en sus defensas. Cada uno de esos pensamientos suma un par de latidos por minuto. Si ambos se le pasan por la cabeza, dos y dos son cinco. Quiero que tenga presente que voy a por él, porque esa es la única manera que tengo de sobrevivir el tiempo suficiente para llegar a la casa.
Bennett nos dejó en la puerta del Hilton y entramos en el hotel. Él se fue y nosotros quedamos en encontrarnos al cabo de veinte minutos en el famoso restaurante del último piso. Una cena tardía, los dos solos. Sabía que ella quería ducharse, y yo también lo hice. Llegamos casi al mismo tiempo hasta el maître, que aguardaba detrás de un atril. Casey Nice tenía buen aspecto, parte de lo cual se lo atribuí a su carácter resuelto y parte, a que tenía veintiocho años y, por lo tanto, estaba aún llena de energía y resistencia, e incluso de cierta cantidad de optimismo.
Nos dieron una mesa cuadrada junto a una ventana desde la que teníamos una vista espectacular de una ciudad donde todo centelleaba excepto el negro rectángulo del parque. Además, el cristal era reflectante, lo que nos permitía ver la zona del comedor que teníamos a la espalda. Ambas eran interesantes y resultaban seguras al mismo tiempo. Un dos por uno. Pedimos las bebidas: una botella de agua para ella, café solo para mí. Había velas, cristal y las notas de un piano nos llegaban desde algún lado.
—Qué sitio tan glamuroso —comentó Casey Nice—. Es como en las películas.
—Supongo que sí —dije.
—Y esta es la escena en la que intenta deshacerse de mí, ¿no?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque ahora se complica el asunto.
—Entonces sería más inteligente mantener el número, no reducirlo.
—Pero usted se preocupará por mí. Me mirará y verá a Dominique Kohl. Y eso sumará un par de latidos por minuto.
—Suponga que le digo que no voy a preocuparme por usted.
—Entonces le diría que debería hacerlo. La única manera de cumplir esta misión es encargarse primero del Pequeño Joey. Alguien de quien será difícil encargarse. Al que le gusta montárselo a lo bruto con las putas novatas. Si lo capturan a usted, le meterán un tiro en la cabeza. Si me capturan a mí, imploraré que me lo metan.
—Suponga que no nos capturan a ninguno de los dos. Es lo más probable. No debería ser tan difícil encargarse de él. Es un objetivo grande. Tiene varios centros de masa.
—Con un chófer y cuatro guardias en un Jaguar que lo acompañan allí a donde va.
—Hasta que los mandemos al paro. Entonces se esfumarán. No van a pelear gratis.
—¿De verdad quiere que le acompañe?
No respondí. Dominique Kohl me había preguntado: «¿Tiene inconveniente en que sea yo quien haga el arresto?». Que era una pregunta que deseaba haber respondido de forma muy diferente.
Vino un camarero y nos tomó nota. Pedí un entrecot y Casey Nice, pato, y cuando el camarero se marchó, volvió a preguntármelo:
—¿De verdad quiere que le acompañe?
—No soy yo quien toma esa decisión —le dije—. La jefa es usted. Es lo que me dijo Joan Scarangello.
—Creo que la estrategia es sensata.
—Yo también.
—Pero su ejecución va a ser compleja.
—Aceptaré toda la ayuda que me ofrezcan.
—Suponga que no hubiera cogido aquella revista —me dijo—. ¿Dónde estaría ahora?
—En Seattle, lo más probable. O en la siguiente parada.
—Y todo esto estaría sucediendo sin usted. ¿Se lo ha planteado?
—Lo cierto es que no. Porque cogí la revista.
—¿Por qué llamó? ¿Por curiosidad?
—Lo cierto es que no —le repetí—. Sabía que O’Day estaría metido en el asunto. Y prefiero no sentir curiosidad por su manera de hacer.
—Entonces, ¿por qué llamó?
—Le debía un favor a Shoemaker.
—¿De cuándo?
—De hace unos veinte años.
—¿Qué tipo de favor?
—Mantuvo la boca cerrada en un asunto.
—¿Me lo cuenta?
—Preferiría no hacerlo —le dije.
—¿Pero?
—Podría argumentarse que la naturaleza del incidente tiene relevancia en la misión. En cuyo caso tiene usted derecho a conocer la información.
—¿Qué es…?
—En resumen: disparé a alguien que intentaba escapar.
—¿Y eso es malo?
—Lo de que intentaba escapar se inventó para el informe. Fue una ejecución rutinaria. La seguridad nacional es un tema peliagudo. Lo único que importa es la imagen pública. Por lo tanto, a veces, los castigos son públicos y a veces no. A algunos traidores los arrestan y los llevan a juicio y a otros no. Algunos acaban sufriendo trágicos accidentes, quizá sean víctimas del disparo mortal de unos atracadores en una esquina de un barrio peligroso de la ciudad.
—¿Y el general Shoemaker lo sabía?
—Fue testigo accidental.
—¿Y puso alguna objeción?
—En principio no. Lo entendió. Estaba en inteligencia militar. Pregunte por ahí. La CIA era igual. Vivíamos un periodo pragmático.
—Entonces, ¿por qué le debe un favor?
—También disparé al amigo del que intentaba escapar.
—¿Por qué?
—Me dio mala espina. Y resultó que hice bien, porque llevaba una pistola en el bolsillo y su casa resultó ser un cofre del tesoro. Dio la casualidad de que era el contacto del fulano del que tenía que encargarme. Algo que tenía que ver con el espionaje. Consiguieron dos por el precio de uno. Incluso más, al final. Hicieron arrestos tanto en las bajas como en las altas esferas. Pero el comité de investigación quería tener bien claro que había visto el arma antes de dispararle. Zarandajas legales. Pero no, no la había visto. Y Shoemaker no me delató.
—Y ahora va a luchar usted esta batalla por él. Le está devolviendo un favor muchísimo mayor. Me parece desproporcionado.
—Así es como funciona lo de los favores. Igual que en las pelis de la mafia. Uno de los personajes dice: «Algún día tendrás que hacerme un recado». No te da la posibilidad de elegir. Además, puede que al principio fuera la batalla de Shoemaker, pero ahora también es la mía. Porque O’Day tenía razón. Este es un mundo muy grande, pero no puedo pasarme la vida mirando hacia atrás. Así que Kott ha conseguido que le dé la revancha.
—¿Quiere que le acompañe?
—Solo si usted quiere hacerlo. En el plano ético, para empezar. Lo del favor es una excusa. Como si fuera un guion que debo seguir. O’Day quiere un verdugo. No quiere ni arrestos ni juicios.
—En el plano que sea, ¿quiere que lo acompañe?
—¿Dónde quiere estar usted? —le pregunté.
—Quiero formar parte del asunto.
—Ya forma parte del asunto.
—Entramos en una fase que no se adapta del todo a mis habilidades.
—¿Qué tienen de malo sus habilidades?
—Soy una tiradora mediocre sin aptitudes para el combate cuerpo a cuerpo.
—No importa. Nos complementaremos. Porque la parte física es la menos importante. La partida se la llevan los que piensen más rápido. Que es lo que se le da bien. En cualquier caso, dos cabezas son mejor que una.
No dijo nada.
—Empezamos de nuevo a las siete de la mañana —le dije—. Tómese el resto de la noche libre.
Entramos juntos en el ascensor. Pero salí solo, en mi planta, que estaba un par por encima de la suya. Una doncella había hecho la habitación. Abrí las cortinas y miré los tejados. Supuse que la mayor parte de lo que veía se encontraba a unos noventa metros. La cómoda distancia media en una ciudad abarrotada. Un ángulo cómodo y un punto de mira lógico. Levanté la mirada un poco e intenté enfocar algo más allá, el doble, ciento ochenta metros, y un poco más, trescientos sesenta, y un poco más, setecientos veinte, y una última vez, mil cuatrocientos cuarenta. Estaba mirando muy muy a lo lejos.
Si Romford fuera Mayfair, tendríamos que buscar diez mil buenas posiciones de tiro.
Kohl me había preguntado: «¿Tiene inconveniente en que sea yo quien haga el arresto?».
«Quiero que lo haga», le había respondido.
Como recompensa, a decir verdad. O como reconocimiento. O a modo de elogio. Como una condecoración por entrar en combate. Un privilegio que se había ganado. Era ella la que había hecho todo el trabajo. Y tenido todas las ideas y obtenido todos los logros. De ahí la recompensa. Que, en el lenguaje de los militares, era «sustancial», pues teníamos un gran enemigo. No en el plano físico. Al menos, no que yo recuerde. Le clavé un escoplo en el cerebro varios años después y no me pareció un hombre grande. Sí que lo era en lo que a poder se refiere. Y prestigio. E influencia. Un disparo a larguísima distancia. En especial, para una mujer. Que fue, en parte, por lo que le di permiso. Había sucedido hacía muchos años. El reconocimiento era importante. Y se lo merecía. Hizo el trabajo, tuvo las ideas, obtuvo los logros. Era meticulosa y muy inteligente.
Nada de lo cual había servido para que se salvase.
Me desnudé y me metí en la cama. Dejé descorridas las cortinas. Pensé que quizás el resplandor de la ciudad me reconfortaría y que el amanecer me ayudaría a despertar.
A las siete menos un minuto de la mañana siguiente salíamos para Wallace Court en el coche de Bennett, que no era el anónimo Vauxhall azul marino del día anterior, sino un anónimo Vauxhall plateado. Idénticos por lo demás. Como coches de alquiler. Seguimos casi la misma ruta, solo que más rápido, porque el tráfico de las mañanas avanzaba en sentido contrario. Llegaba a la ciudad, no salía. Hora punta, pero no para nosotros. Parecía que Bennett estuviera cansado. Casey Nice tenía buen aspecto. No hablamos. No había nada que decir. Era evidente que el galés pensaba que estaba haciéndole perder el tiempo. Lo que era posible. Incluso probable. Pero el azar desempeña cierto papel en todo. Aunque solo sea para no tener que llegar a decir: «Si hubiera sabido entonces lo que sé ahora…». Frase que se usa a menudo. Mi madre la decía a todas horas. En su caso, y aunque lo creía a pies juntillas, le servía también de ejercicio de pronunciación, como esas personas que están aprendiendo un idioma extranjero, cosa que, en efecto, estaba haciendo, con toda su atención puesta en los sonidos vocálicos de final de palabra y ninguna en los consonánticos: «Si hubiega sabido entonces lo que sé ahoga…».
«Lo que sé ahora». Eso sonaba en ese momento como redobles solemnes y un poco siniestros, como los golpes de timbal al principio de una sinfonía melancólica. Shostakovich, quizá.
«Lo que sé ahora».
Pero lo supe cuando llevábamos veinte minutos de visita.