Era evidente que los binoculares disponían de alguna especie de última tecnología fantástica, porque la imagen era espectacular. Nada de verde y granulada, que era a lo que yo estaba acostumbrado, sino clara y plateada, precisa hasta decir basta. Tenía ante mí una casa que se encontraba a algo más de trescientos cincuenta metros y en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. Veía grandes tramos de la parte frontal y de uno de los laterales a través de la valla de hierro que se elevaba sobre el murete de ladrillo rojo de unos cuarenta centímetros de altura que la rodeaba, un murete con pilares, también de ladrillo, cada cierta distancia. Un elemento que le confería a la vivienda un aspecto lujoso pero cuyo gasto seguro que había sido más cabal, no tan descabellado como el del que rodeaba Wallace Court.
La casa era muy grande, de construcción consistente, de ladrillo, de corte georgiano o palladiano, o de uno de esos estilos simétricos que estuvieran en boga. Era de lo más convencional. Tenía un tejado, ventanas y puertas; todo ello en la cantidad y en los sitios adecuados. Era como si le hubieras dado un papel y unas ceras a un niño y le hubieras pedido que dibujara una casa. «Muy bien, ahora ponle más habitaciones». Tenía un camino de entrada y salida, con dos verjas eléctricas. El camino era como de ladrillos que parecían plateados, pero que bien podrían haber sido pintados. Había un pequeño coche deportivo de color negro frente a la puerta, aparcado en diagonal, como si hubiera llegado con prisas.
Me recosté.
—¿Es la casa del Pequeño Joey? —pregunté.
—En efecto —afirmó Bennett.
—Un campo visual magnífico.
—Tuvimos suerte.
—¿La diseñó él mismo?
—Es uno de sus muchos talentos.
—Parece una casa más.
—Obsérvela de nuevo —me dijo Bennett.
Me incliné hacia los binoculares. Volví a comprobarlo. Tejas, ladrillos, ventanas, puertas y canalones dispuestos en una estructura con aspecto de caja rectangular que ocupaba casi todo el solar.
—¿En qué debería fijarme? —le pregunté.
—Empiece por el Bentley —respondió.
—No lo veo.
—Está junto a la puerta.
—No, no es el Bentley. Es mucho más pequeño.
—No, la casa es mucho más grande.
—¿Que un coche?
—Que una casa normal. El Pequeño Joey mide dos metros diez centímetros. No le gustan los techos de dos metros y medio. En las puertas normales tiene que agacharse. Su casa es una casa normal, con la excepción de que las dimensiones de todo son un cincuenta por ciento mayores. Todo en perfecta proporción. Como si la hubieran hinchado, pero de manera uniforme. Lo contrario que una casa de muñecas. Una réplica, pero más grande en vez de más pequeña. Las puertas miden dos metros setenta y cinco. Los techos son mucho más altos.
Volví a mirar y me concentré en el coche, me esforcé por verlo del tamaño del que era en realidad, con lo que la casa hizo justo lo que había dicho Bennett: se hinchó. En las proporciones perfectas. Una réplica, pero más grande.
No era una casa de muñecas. Era la casa de un titán.
Me recosté.
—¿Cómo se ve la gente normal cuando entra y sale? —le pregunté.
—Como muñecas —dijo Bennett.
Casey Nice pasó apretándose por detrás de mí, se sentó en el taburete y lo comprobó por sí misma.
—Cuénteme lo que han visto hasta ahora —le pedí.
—Antes de nada, recuerde dónde estamos. Estamos al lado de la M25 y de la autopista que va a Anglia Oriental, por las que se puede o bien ir al este o al oeste, o bien perderse en el East End en cuestión de diez minutos. Es un estupendo centro de operaciones. Es por eso por lo que todos pasan por aquí. No solo porque el Pequeño Joey sea un loco del control. Escogió este sitio. Por eso construyó la casa aquí, estoy seguro. Es de los que piensan que un buen jefe es aquel que controla hasta el más mínimo detalle.
—¿A quiénes han visto pasar?
—A muchas personas. Pero sabemos en qué anda cada una.
—Empiece.
—Sabíamos que iba a suceder algo porque, de pronto, el Pequeño Joey dobló su guardia personal. En ese momento desconocíamos la razón, pero ahora suponemos que fue entonces cuando Kott y Carson contactaron por primera vez con ellos, antes del trabajito de París. Y ahora están aquí, como prometieron, y necesitan sus propios guardias, comida, entretenimiento; todo lo cual pasa por ahí.
—¿Aunque estén escondidos en granjas remotas?
—Para Joey Green, al otro lado de la M25 ya es remoto. No hace falta irse a las Highlands escocesas. El paraje más lejano del que ha oído hablar está, como mucho, a media hora de aquí.
—Pero no han sacado ustedes nada en claro.
Bennett negó con la cabeza.
—Esperábamos descubrir un patrón coherente, algo extraordinario además de su actividad habitual, pero somos incapaces de desentrañarlo. De vez en cuando llegan vehículos desconocidos y los seguimos hasta donde podemos. Hemos llegado incluso a hacer simulaciones por ordenador basadas en las direcciones que toman. Nunca van a ningún sitio relevante.
A mi lado, Casey Nice dijo:
—Quizá Kott y Carson volvieran a Francia, para esperar. Allí son mucho menos vulnerables, ¿no les parece? Porque los estamos buscando aquí. Quizá se trate de una actuación puntual. Quizás estén planeando volver en el último momento. Eso explicaría lo que están viendo ustedes. O no viendo. No es necesario dar de comer a alguien que no está aquí.
—¿Por qué iban a arriesgarse a que cerremos la ciudad? —le preguntó Bennett—. No sería profesional.
—Cosa que Carson es, ¿no? —intervine.
—¿Y Kott?
—Kott tendría en cuenta la posibilidad de que se cierre la ciudad igual que tiene en cuenta todo lo demás. Distancia, viento, elevación. Todos los datos. No se arriesgaría, porque es imposible predecir un cierre. Porque obedece a lo emotivo, no a lo racional. Yo diría que Kott lleva días en Londres.
—Nosotros también. Pero no se observa ningún patrón. Tan solo las idas y venidas habituales.
—¿Está el Pequeño Joey en casa en estos instantes? —le pregunté.
—Por supuesto. El coche está fuera.
Volví a inclinarme hacia delante y observé. La puerta, tan grande que empequeñecía el coche. Las ventanas, como mesas de billar.
—Puede que Kott y Carson estén en un escondite al que no sea necesario que los chicos del Pequeño Joey les lleven comida. Quizá la pidan a domicilio. Pizza, pollo o hamburguesas con queso. O kebabs. Da la sensación de que en esta zona de la ciudad hay dónde elegir. O quizás estén ambos a dieta. Y puede que no les interesen las putas.
—Kott ha estado quince años en prisión. Tiene que ponerse al día.
—Quizá la meditación le haya servido para enderezarse y purificarse.
—En cualquier caso, necesitarían guardias. En parte por el mero hecho de que tienen que descansar y dormir, pero también porque al Pequeño Joey le encanta aparentar. De cuatro en cuatro como mínimo, lo que significa doce tipos al día. Aquí es donde harían las rotaciones. No hay otra manera. Para dar el parte y para que se lo dieran a ellos. El Pequeño Joey es un fanático de los informes. Cuanto más sabe, más tranquilo está. La información es poder. Querrá conocer sus secretos. Podrían serle útiles en el futuro. Lo de Karel Libor se va a poner de moda. Todos van a querer tener su propio francotirador, como una mascota.
—¿Qué come? —le pregunté.
—Recibe las entregas habituales.
—¿Come mucho?
—El doble que yo. Es el doble de grande. Una furgoneta entra hasta la parte de atrás, donde está la cocina. En ocasiones, dos veces al día. ¡Los gánsteres no van al supermercado!
—¿Prueba sus putas?
—Sabemos que alguna vez ha catado la carne fresca. Pero no a menudo. Le gusta montárselo a lo bruto. Y no es bueno para el negocio que las nuevas estén marcadas las primeras semanas que pasan en el mercado. Así que, en general, se va al lado contrario del espectro. Remata a las que están bien usadas.
—¿Algún incremento reciente en la frecuencia?
—Siempre hay valles y colinas.
A mi lado, Casey Nice dijo:
—¿Por qué no lo han arrestado?
—La última vez que alguien se atrevió a testificar contra los Chicos de Romford, usted no había nacido —le contestó.
Seguí mirando por los binoculares. No sucedía nada. La escena era estática.
—¿Qué teorías barajan? —le pregunté.
—Algunos de los nuestros piensan que esta colaboración con los serbios podría haber empezado hace un mes. Que quizás el acercamiento inicial de Kott y Carson fuera conjunto. En cuyo caso tendría sentido dejar que los serbios los cobijaran. Así es más seguro. Estamos todos volcados en la parte oriental de Londres, por razones obvias, mientras que ellos están ocultos en la occidental. La clásica distracción.
—Pero el Pequeño Joey no recibiría el parte.
—Es el punto débil de la teoría. Pensamos que sería capaz de vivir sin conocer los secretos de Kott y Carson, porque no puedes echar de menos lo que no has tenido, pero que sería incapaz de vivir siendo consciente de que los serbios sí que se los están sonsacando. ¿Qué emoción prevalece? Es lo que está debatiendo ahora mismo el subcomité de Comportamiento Psicológico.
—¿El qué?
—El subcomité de Comportamiento Psicológico.
—¿Algo más?
—La lógica nos dice que hay un piso franco en algún lado y que el problema se resolverá en cuanto lo encontremos. Londres está lleno de cámaras y programas informáticos de reconocimiento, y recibimos un enorme tráfico de datos en tiempo real. Tenemos a los programadores trabajando duro, y a los analistas más todavía.
—Todos ellos son muy inteligentes, ¿no?
—Muchísimo.
—Razón por la que son ustedes mejores que la NSA, ¿no?
—Y más baratos.
Me recosté.
—Me pregunto por qué nos ha traído aquí —le dije—. Todo esto podría habérnoslo contado en cualquier parte. Le habría bastado con algo como: «El Pequeño Joey tiene una casa en la que no sucede nada de nada».
—Estamos compartiendo la información.
—No, la están embarullando. O corriendo una cortina de humo.
—¿Por qué íbamos a hacer eso?
—Para que les diga que voy a tener que creer en lo que me dicen.
—¿Y por qué no iba a hacerlo?
—Es una sencilla cadena lógica, pero he de confiar en cada uno de los eslabones.
—¿Y por qué no iba a hacerlo? —insistió.
—Por todo lo que nos ha contado antes. Tienen ustedes un protocolo sin civiles propiamente dichos involucrados, pero con varios procedimientos. Están pirateando nuestro teléfono, y eso que en teoría somos particulares. Están pirateando las comunicaciones de la CIA en general. Podrían escuchar lo que se dice por la línea directa del Despacho Oval si quisieran, pero no lo hacen, simple y llanamente, por educación. Si todo eso es cierto, debería tratarse como información clasificada. Y el que hable de ello, derecho a la Torre de Londres. Y, ¡hala!, decapitado. O cualquiera que sea su equivalente moderno. Cadena perpetua por traición.
—No voy a ir a la cárcel.
—¿Por qué?
—No les he contado nada que haya sacado del archivo.
—¿Qué archivo?
—El que sea.
—Entonces, ¿qué nos ha contado?
—Ya saben cómo va esto. Hay historias y rumores a barullo. La inmensa mayoría son tonterías. Pero siempre hay tres o cuatro que podrían ser ciertos. La cuestión es que se contradicen entre sí. Así que pones a trabajar esa habilidad y ese buen juicio como agente sobre el terreno que tanto te ha costado alcanzar y decides en cuál de ellos vas a creer.
—¿Por qué hay que creer en alguno?
—Porque es muy probable que uno de ellos sea cierto.
—Piratear nuestro teléfono no es ni una historia ni un rumor. Es un hecho.
—Un hecho insignificante. Y los hechos insignificantes que conocemos pueden ser el indicador de hechos significativos que desconocemos. Todo ello es parte del proceso de razonamiento. Si atacamos a los asesores estadounidenses de menor rango, ¿por qué no íbamos a atacar a los de mayor? Es la misma electricidad corriendo por los mismos cables. Y si atacamos a asesores de mayor rango, ¿por qué no íbamos a escuchar las conversaciones del Despacho Oval?
—Vamos, que lo que nos ha contado no son sino las teorías en las que usted cree.
—No puedo demostrarlas.
—¿Pero?
—Sé que son ciertas.
—¿Cómo lo sabe?
—La naturaleza humana —dijo—. Ya sabe a qué me refiero. Sean cuales sean sus intenciones, si tiene usted la posibilidad de hacer algo, lo hará, antes o después. La tentación siempre está ahí. Y no puede uno resistirse toda la vida. No me diga que no piensa lo mismo.
—¿Qué hay de lo demás que nos ha contado?
—¿Como qué?
—Que piensa que Kott y Carson están en Londres.
—Estoy cien por cien seguro.
—¿Basándose en su habilidad y buen juicio de agente experimentado?
—Toda la información de que dispongo indica que están aquí.
—Y los Chicos de Romford los están custodiando, alimentando y entreteniendo.
—Así es como se hacen las cosas. La cortesía es muy importante.
—¿Cien por cien seguro?
—Cien por cien —repitió.
—Y los guardias, la comida y el entretenimiento son todo responsabilidad del propio Joey.
—No me cabe duda. Cien por cien seguro.
—Pero no hay nadie que vaya de esa casa adondequiera que están los otros.
—Y eso no es algo que yo crea. Es un hecho.
—La señorita Nice y yo hemos tenido una conversación. El gobierno británico no está llegando a ningún lado. ¿Qué posibilidades tienen una analista novata y un policía militar retirado de marcar la diferencia?
No respondió.
—Supongo que es eso lo que quieren que parezca. Quieren que sea uno de nosotros el que dé un paso al frente y lo diga. Así podrán hacerse los sorprendidos. Para tranquilizar un poco su conciencia.
No dijo nada.
—Es una sencilla cadena lógica —repetí—. Kott y Carson están en Londres. Los Chicos de Romford los están ocultando. Ahora bien, no hay novedades en el ir y venir que se produce ante la casa del Pequeño Joey.
—Todo eso es cierto —dijo Bennett.
—En ese caso, Kott y Carson están en casa del Pequeño Joey.
Se quedó callado.
—Ha doblado su guardia por alguna razón. Claro, estaba esperando invitados. Es decir, ¿dónde iban a estar más seguros? La policía no puede acercarse a la casa y los civiles no se atreven a hacerlo. Y si el Pequeño Joey quiere tener cerca a esa gente, quizá de cara al futuro, en casa como en ningún sitio. Dejará que se escondan allí hasta que quieran. Se marcharán cuando sea el momento adecuado. Si fuera necesario, desde aquí podrían incluso ir andando a Wallace Court. Llegarían en uno de esos vehículos que ustedes nunca antes han visto. Quizás entraran por la parte de atrás. De nada servía seguir al vehículo cuando se marchaba porque no iba a ningún sitio en particular. Su cometido era meter algo en la casa, no sacarlo. Aparte de eso, están viendo ustedes justo lo que esperan ver. Dos turnos de guardia rotando en la casa y un montón de comida. Suficiente para tres personas.
No dijo nada.
—Es el momento de decir: «¡Vaya, podría tener usted razón! No teníamos ni idea y sentimos mucho haberlos traído a poco más de trescientos cincuenta metros de la ventana por la que están mirando dos de los mejores francotiradores del mundo».
—Lo siento —dijo.
—Pero traernos aquí podría tener un lado positivo, ¿eh? Todo lo tiene. Si vieran ustedes cómo se dispara un arma desde esa casa, podrían ordenar que entraran todos los SWAT y vehículos blindados del mundo. Y, ¡hala!, caso resuelto. Si vieran cómo disparan un arma. Cosa que no es probable que hagan. Pero que lo sería un poco más si tuvieran algo a lo que disparar.
—No ha sido idea mía —confesó.
—¿De quién, entonces?
—Como ya les he dicho, no gobernaban el mundo porque fueran amables.
—¿Gobernaban?
—Gobernábamos. Pero yo no. No en persona.
—No se disculpe. Es justo aquí donde quería estar —le dije.