37

El Hilton colmaba con creces nuestras necesidades. No era de la famosa cadena, pero había adoptado todas las sofisticaciones necesarias en honor a Park Lane, junto al que se alzaba. Precios en consonancia. Y esnobismo. Empezaron mostrándose un poco extrañados por nuestra falta de equipaje. Pero es que solo llevábamos la bolsa con las cajas de balas. Después, tampoco les pareció normal que quisiéramos pagar en metálico, aunque cuando vieron lo gordos que eran los rollos de billetes que sacamos nos ascendieron por la vía rápida de turistas de bajo presupuesto a oligarcas excéntricos. Rusos no, probablemente por el acento. Quizá texanos. En cualquier caso, se volvieron de lo más educados. La falta de equipaje abatió en especial a los botones. Habían olido propinas de cincuenta libras.

Nos dieron habitaciones en pisos diferentes, pero fuimos juntos a la de ella para comprobar que todo estaba en orden y porque creí oportuno que se quedase una caja de munición. Era muy improbable que tuviéramos que morir con las botas puestas en la habitación de un hotel, pero las cosas muy improbables también suceden, en cuyo caso, ciento dieciséis era un número de balas mucho más bonito que dieciséis, que eran las que llevaba en la pistola.

La habitación estaba vacía y no había nada en ella que resultara amenazador. Tenía la misma estructura que las miles de habitaciones de motel en las que me había alojado, pero estaba decorada según un estándar mucho más elegante y elevado, en concreto esto último, pues se encontraba a veinte pisos de altura del parque, del que tenía una buena vista. Metí una de las cajas de munición en el cajón de la mesilla, miré a mi alrededor una vez más y me encaminé a la puerta.

—Todavía me quedan dos —me dijo—. Ahora me siento bien.

—Cuénteme cómo ha subido Bennett al coche —le pedí.

—Sin más. Se ha subido. Lo he visto en la acera de enfrente, marcando un número en el móvil. Se ha quedado escuchando, como hace la gente, por lo que he pasado a considerarlo uno más, pero en ese momento me ha sonado el teléfono, he respondido y era él. Ha cruzado la calle y se ha sentado detrás de mí. Me ha dicho que el general O’Day le había dado mi número y que el general Shoemaker se lo había confirmado, y que debía arrancar y dar la vuelta a la manzana porque estaba aparcada en una zona donde el estacionamiento estaba prohibido y se acercaba un policía de tráfico.

—¿Y ha arrancado?

—Era evidente que era legal. Me ha parecido que el hecho de que conociera el nombre de ambos generales demostraba que era de los nuestros.

—¿Y qué opina ahora?

—Que no es del todo legal, pero que está de nuestra parte.

Asentí.

—Eso mismo pienso yo. ¿Se traga lo que nos ha contado?

—Creo que exageraba en ciertos momentos. A menos que estuviera siendo tan franco como para hablar tan abiertamente de un programa que debe de ser altísimo secreto. Al menos, entre los británicos. Que reaccionarían, no me cabe duda, si alguien fuese contando por ahí con tal ligereza asuntos clasificados tan importantes como ese.

—Hay personas cuya franqueza alcanza cotas suicidas. Acaban por odiar las gilipolleces. Nadie reacciona porque, en realidad, da lo mismo. Esa gente no es peligrosa para la seguridad. Tenerlo todo al alcance de la mano es lo mismo que no tener nada. Los británicos están pirateando nuestra señal. Los británicos no están pirateando nuestra señal. Ambas situaciones son posibles. Lo que no nos sirve para determinar cuál de ellas es cierta.

—Entonces, ¿la están pirateando?

—Piense en cuando no exageraba.

—Que ha sido…

—No le ha importado confesar que no estaban llegando a ningún lado ni con los movimientos del Pequeño Joey ni con dar con los pagadores.

—¿Y?

—Bajo rendimiento.

—Nadie es perfecto.

—Pero este juego se les da muy bien a los británicos. Se podría decir que lo inventaron ellos. No me trago lo de que haya una gran diferencia entre la NSA y ellos, pero puede que estén a la par. Tenemos que admitirlo. Quizás incluso sean un poco mejores. Es gente muy hábil en el fondo. En el mejor sentido de la palabra. Buenos jugadores de cartas, por lo general. Y son duros cuando es necesario. Además, cuando no queda otra, hacen lo que sea preciso. Pero no están llegando a ningún lado.

—Es un caso complicado.

—¿Tanto como para que ni la NSA ni la GCHQ puedan meter baza?

—Supongo.

—Entonces, ¿qué posibilidades tienen una analista novata y un policía militar retirado de marcar la diferencia? ¿Qué vamos a ver nosotros que no hayan visto ellos?

—Podría haber algo.

—No, no hay nada. La cuestión es que Bennett está pensando igual que O’Day. Solo que unos días más tarde. Bennett estaba en París. Sabe que Kott me apuntaba a mí. Y sabe que Kott está en Londres. Y piensa que conseguirá que cometa un error si me pone justo delante de él. Como objetivo. Es un pase a la desesperada. Kott es la pieza clave. A Bennett le da igual lo que nos pase. Está esperando a ver el fogonazo. Es lo único que quiere. Antes de que el pánico se adueñe de los políticos.

—Seguro que usted había planeado que le pusieran delante de Kott.

—Pero no como objetivo.

—¿Acaso importa el nombre que se le dé?

—No. Tenemos que hacerlo de todas maneras. No hay alternativa. Y lo mismo pasa con los teléfonos móviles. Tenemos que informar a O’Day. Vamos, que de una u otra forma, Bennett consigue lo que quiere.

—Pero solo porque nosotros también conseguimos lo que queremos. Y antes que él, de hecho. Así que no importa.

—Ahora son dos los gobiernos que nos ven como cebo. Un gobierno de más, para mi gusto. Dependemos de ellos en muchos aspectos. Qué nos proporcionen dependerá de lo que piensen de nosotros. O lo que piense su subconsciente, mejor dicho. Podría aflorar algún prejuicio. Debemos estar atentos.

—¿Y qué haríamos?

—Tenemos que pensar por nosotros mismos. Puede que tengamos que ignorar ciertas órdenes.

Desvió la mirada y no dijo nada, pero acabó asintiendo de un modo que podrías haber considerado tanto profundamente contemplativo como decidido pero con remordimientos, o en cualquier punto intermedio. Era difícil determinarlo.

—¿Todavía se siente bien? —le pregunté.

—Tenemos que hacerlo de todas formas —me dijo.

—No es lo que le he preguntado.

—¿Debería seguir sintiéndome bien?

—En cualquier caso, no tiene por qué estar preocupada. Al menos, por saber qué agencia la traicionará. Porque, antes o después, todas lo harán.

—Eso no me anima.

—No pretendo animarla. Intento que ambos estemos en la misma onda. Que es como tenemos que estar.

—Nadie va a traicionarnos.

—¿Pondría la mano en el fuego?

—Por algunos de los que conozco, sí.

—Pero no por todos.

—No.

—Pues con eso es suficiente.

—Que es lo que le preocupa.

—Más le preocupa a usted.

—¿Y no debería?

—¿Sabe cuál ha sido su mayor error?

—Seguro que usted me lo dice.

—Enrolarse en la CIA en vez de hacerlo en el Ejército.

—¿Por qué?

—Porque todos esos nervios que tiene se deben a que piensa que la seguridad nacional descansa en exclusiva sobre sus hombros. Y esa es una carga excesiva. Pero lo piensa porque no confía en sus colegas. No en todos. No cree en ellos. Lo que la aísla. Ha de encargarse usted de todo. Pero el Ejército es diferente. Por muchas cosas malas que pasen, siempre puede confiar en sus hermanos soldados. Y creer en ellos. Esa es la cuestión. Estaría mucho más contenta.

Se quedó callada un instante.

—Estudié en Yale.

—Podría cambiar en este mismo instante. Yo mismo puedo llevarla a la oficina de reclutamiento.

—Estamos en Londres. Esperando un mensaje del señor Bennett.

—Cuando volvamos. Piénselo.

—Puede que lo haga.

El mensaje de Bennett llegó dos horas después. Estaba solo en mi habitación, que era igual que la de Casey Nice pero más arriba y orientada justo hacia el otro lado. Desde la mía se veían los prósperos tejados de Mayfair, todos ellos de pizarra gris o teja roja y con ornamentadas chimeneas. La embajada de Estados Unidos estaba cerca, más o menos en dirección norte, aunque no la veía desde allí, tumbado en la cama, con el móvil cargándose sobre la mesita de noche. Sonó una sola vez y la pantalla se iluminó: «En el vestíbulo dentro de diez minutos». Llamé a Casey Nice por el teléfono de la habitación y me confirmó que había recibido el mismo mensaje, así que me quedé tumbado cinco minutos más, metí en el bolsillo la Glock recargada y me encaminé al ascensor.

Me la encontré en el vestíbulo. Bennett nos esperaba aparcado en la puerta. Llevaba uno de esos coches de fabricación nacional, uno de la General Motors, un Vauxhall, nuevo y recién lavado, de color azul marino, tan anónimo que solo podía ser un vehículo del parque móvil de los cuerpos de seguridad. Supuse que el Skoda se lo habrían quitado de encima después de dejarlo más limpio que una patena o que le habían pegado fuego. Era la última hora de la tarde y el sol lucía muy bajo sobre el parque.

Me senté atrás y Casey Nice se puso al lado de Bennett, que pisó el acelerador y se incorporó al tráfico.

—¿Adónde vamos? —le pregunté.

Tardó un buen rato en responder porque tuvo que bajar Park Lane y volver a subirla tras dar una vuelta de trescientos sesenta grados alrededor de Hyde Park Corner, que era un punto viario tan caótico como la place de la Bastille.

—A Chigwell —me contestó.

—¿Y eso dónde está?

—Linda al noroeste con Romford. Es adonde te mudas cuando empiezas a hacer dinero. Tiene una zona residencial. Casas grandes y mucho espacio entre ellas. Muros, verjas y pijadas por el estilo. Algunos árboles y zonas verdes.

—¿Y el Pequeño Joey vive allí?

—En una casa que ha diseñado él mismo.

Pasamos por delante de muchas casas y diseños antes de divisar la del titán. El viaje fue lento. El tráfico era terrible, más que nada porque íbamos en el mismo sentido que los que salían de la ciudad: un millón de personas que intentaban volver a casa. Había embotellamientos en cada semáforo, en cada esquina. No obstante, no parecía que a Bennett le preocupara el tiempo. Lo más probable era que se alegrara de llegar después de que el sol se hubiera puesto.

Dejamos atrás varios barrios históricos y nos internamos en los remotos confines de la ciudad, siempre en dirección norte, pero un poco torcidos al este. Hicimos una pequeña parte del camino por autopista, entramos por un acceso y salimos por el siguiente, y ya estábamos en Chigwell. No tardamos en ver calles que le habrían derretido el corazón hasta al tipo más frío, con el sol, dorado, poniéndose entre ellas; con casas formidables construidas con brillante ladrillo rojo, algunas con vallas de hierro, otras con muros y verjas, como Wallace Courts en miniatura, la mayoría con árboles y arbustos, todas con caros automóviles de lujo en la entrada, cuyos detalles cromados destellaban cada vez que el sol se escapaba entre las sombras.

—¿Vamos a aparcar en la puerta? —pregunté.

—No, no va a ser tan fácil —dijo Bennett.

Y tenía razón, al menos, geográficamente hablando. Dejamos el coche en un aparcamiento de gravilla, detrás de un pub, pero no entramos en él. Solo pasamos por delante. Puede que tuvieran un acuerdo con el dueño. No se decía nada, no se le pedía nada, no se le ofrecía nada pero, de todos modos, el entendimiento entre ambas partes era total. «No llame a la grúa y no haga preguntas». Luego giramos a derecha e izquierda por una serie de calles arboladas que sin duda los vecinos vigilaban con atención tras cortinas de encaje, porque los británicos son cautelosos. Ahora bien, era evidente que nosotros teníamos el «beneficio de la duda». No éramos más que tres personas anónimas que daban un paseo. El sol fue cayendo hasta que, por fin, el cielo se quedó a oscuras y pasamos junto a una larga valla de tablas de madera al final de la cual, antes de que empezara la siguiente, había un hueco de casi un metro de ancho, que era la entrada de lo que parecía un sendero público largo, recto y estrecho, con malas hierbas pisoteadas, gravilla negra diseminada, una alta valla de tablas de madera a cada lado, a unos noventa centímetros la una de la otra, en paralelo durante todo el recorrido. Bennett el primero, Casey Nice después y yo a continuación avanzamos en fila india durante unos ciento cincuenta pasos, hasta que llegamos a un claro de gravilla con una caseta que no hacía mucho que habían pintado y que tenía tres palabras en blanco encima de la puerta: «Club de bolos». Detrás había un inmenso cuadrado de césped muy bien recortado.

—Qué manera tan distinta de jugar a los bolos —comentó Casey Nice.

—Es un deporte muy popular —dijo Bennett.

—De ahí que la sede del club sea gigantesca —solté—. Claro, como tienen que acomodar a tantísimos socios… Eso lo explica todo. Para cuando juegan las revanchas.

—Hay infinidad de clubes —empezó a explicar Bennett—. Todos ellos mucho mayores que este.

Luego, se agachó a recoger una llave de debajo de una piedra. Parecía una copia hecha recientemente. La metió en la cerradura. Tuvo que moverla adelante y atrás, a un lado y a otro. Pero lo consiguió. La puerta se abría hacia dentro. Vi que el interior estaba en penumbra y capté cierto olor a humedad, madera, lana, algodón y cuero almacenados demasiado tiempo en malas condiciones. Sujetó la puerta con la mano y usó la otra para indicarnos que pasáramos.

—¿Qué hay aquí? —pregunté.

—Compruébelo —dijo él.

Lo que allí había era un montón de equipamiento para jugar a bolos, pero estaba todo apilado a un lado para que quedara una franja de espacio libre ante las ventanas, que daban a un claro de hierba inmaculada. Delante de cada una de las tres ventanas había un taburete de cocina, cada uno de ellos detrás de unos enormes binoculares de visión nocturna que descansaban sobre un recio trípode.

—El invierno pasado hubo vendavales. Nada serio, pero a un vecino le arrancaron un tablón de la valla y a otro le tumbaron una conífera de seis metros de altura, accidentes que, por casualidad, revelaron una línea de visión con la casa del Pequeño Joey. Y ya es buena suerte, porque no podemos acercarnos más. Por lo visto, los vecinos de al lado trabajan para él, le son leales o le tienen miedo.

—Así que ¿esta caseta es el cuartel general desde el que lo vigilan?

—A caballo regalado…

—¿Se quedan aquí sentados durante horas y de espaldas a la puerta?

—Eso háblelo con el carpintero, aunque debió de morir hace cincuenta años.

—¿Y con la llave debajo de una piedra?

—Es cuestión de presupuesto. Es el tipo de recorte que sugieren. ¿Por qué no compartir la llave en vez de hacer diez copias? Así tienen para comprar un ordenador nuevo.

—¿Y no lo graban?

—En esas cosas sí que les gusta gastar dinero. Los prismáticos tienen incorporado un sistema que envía los datos directamente, sin cables. Las veinticuatro horas del día. Alta definición, pero en blanco y negro.

—¿Saben los del club que están ustedes aquí?

—Digamos que no.

—Genial.

Supuse que pedirle al presidente metomentodo de un pequeño club que mantuviera la boca cerrada era como poner un anuncio en un periódico.

—¿Y si vienen a jugar unas partidas? —preguntó Casey Nice.

—Hemos cambiado la cerradura —dijo Bennett—. Esta la pusimos nosotros. Pensarán que pasa algo con la llave. Organizarán una reunión. Votarán si gastar fondos del club en pagar un cerrajero. Unos pronunciarán discursos a favor y otros en contra. Para ese momento, o dará lo mismo, o habremos puesto la cerradura antigua y nos habremos ido a casa con viento fresco.

—¿Qué tal se ve desde aquí? —le pregunté.

—Compruébelo.

Así que me acerqué despacio, me senté en el taburete del centro y lo comprobé.