Me llevé la mano al bolsillo, a la Glock, y la parte trasera de mi cerebro le recordó a la delantera: «Diecisiete en el cargador más una en la cámara, menos dos disparadas en el taller de los serbios dan un total de dieciséis balas». Y entonces me hizo pegarme al escaparate de una inmobiliaria para pasar de trescientos sesenta grados de vulnerabilidad a ciento ochenta mientras me gritaba como loca: «¡Dominique Kohl!».
Respiré hondo y miré a derecha e izquierda. No había ningún policía de tráfico a la vista. Que habría sido lo más lógico. Casey Nice habría arrancado de inmediato si hubiera visto alguno. La información digital de un sistema de cámaras podía borrarse con solo pulsar un botón, pero su rostro y la matrícula del Skoda en la cabeza de una misma persona, juntos en una misma ecuación, no era algo que se pudiera gestionar con tanta facilidad. Mayores conspiraciones se han desbaratado con menos. Pero allí no había ningún poli. No había ningún individuo uniformado caminando a paso tranquilo con una libreta en la mano.
Y no había público mirando con la boca abierta el sitio donde había estado aparcado el coche, como si hubiera habido un altercado. Y Casey Nice no habría sido una presa fácil, ni para los Chicos de Romford, ni para los serbios, ni para nadie. Podía cerrar las puertas con el seguro y llevaba una pistola en el bolsillo. Con dieciséis balas, igual que yo. No es que la calle estuviera vacía, pero tampoco había nada más aparte del zumbido que produce la actividad normal de una ciudad. No había ocurrido nada grave. Eso parecía claro.
Me desplacé a lo largo del escaparate de la inmobiliaria y me metí en un portal para quedar expuesto solo noventa grados, como si estuviera en la punta de un campo de béisbol. La calle era de un solo sentido, de mi derecha a mi izquierda. El tráfico era fluido. Coches pequeños, de tres puertas; taxis negros, de vez en cuando una berlina; furgonetas de reparto. Ningún conductor pasaba mirando a uno y otro lado. Ninguno de los pasajeros iba quedándose con las caras. Nadie me estaba buscando. Salí un paso del portal y miré hacia las esquinas. Tampoco nadie me estaba esperando.
«Sabe para qué se alistó. Y es más dura de lo que parece».
«La capturó, la mutiló y la mató. Debería haber ido yo».
«No voy a arrestar a nadie. Pienso quedarme atrás. No va a suceder otra vez».
Me alejé del portal y caminé en sentido contrario al del tráfico. Había peatones en las dos aceras, caminando con premura en ambos sentidos, con trajes baratos y gabardinas finas, con paraguas pequeños por si acaso, algo común entre los británicos, y maletines, bolsas de la compra y mochilas, todos a lo suyo. Ningún comportamiento sospechoso. Nada de furgonetas negras aparcadas junto a la acera, ni grandullones mirando a uno y otro lado, ni coches de la poli.
Cogí el móvil que me había dado Scarangello, busqué el número de Casey Nice en el directorio y la llamé. Una larga pausa, un silencio desapacible y nada más, a la espera, quizá, de acceder a la red, esperando, quizás, un protocolo de encriptado. Y entonces escuché un tono de llamada, un largo y suave puuup estadounidense en el corazón de Londres, y otro, y otro, hasta seis.
No respondía nadie.
Colgué.
Esperé lo mejor, me preparé para lo peor. Puede que estuviera conduciendo y no pudiera hablar. Quizás algo la había asustado y había decidido dar una vuelta a la manzana. Alguna razón inocente. A la izquierda, a la izquierda de nuevo y a la izquierda una vez más, tantas veces como fuera necesario hasta que yo hubiera acabado de comprar en la tienda, momento en que aceleraría y vendría a recogerme.
Me quedé mirando la esquina que tenía delante.
No venía.
O, lo peor, que alguien tuviera su móvil, un cabrón al que se le iluminara la mirada al consultar la pantalla y ver mi nombre en ella. Quizá se detuviesen a mi lado e intentasen pescarme. Allí mismo. Un dos por uno. Un plan improvisado. Una trampa. Con Casey Nice de cebo. Una emboscada.
Miré la pantalla del mío.
No me devolvía la llamada.
Prepárate para lo peor. Solo tenía un número más en el directorio, el de O’Day. «Tanto su teléfono móvil como el mío tienen GPS, por lo que sabrán dónde estamos en todo momento». Él podría llevarme hasta ella. Paso a paso, literalmente. Siempre y cuando no se deshicieran de su móvil, claro. Llamé y me recibió el mismo silencio desapacible. Pero colgué, porque el Skoda dobló la esquina y apareció ante mí.
Casey Nice conducía, pero no iba sola. Sentada justo detrás de ella había otra figura, corpórea pero insustancial entre las sombras, inclinada hacia delante, como si estuviera observando por encima del hombro de la mujer. El vehículo se acercó y reconocí la silueta. Fornido, de entre cuarenta y cuarenta y cinco años, un poco quemado por el sol, con el pelo rubio y cortado al rape, la cara cuadrada, un jersey y una cazadora de tela. Con unos vaqueros azules y botas de ante marrón, no me cabía duda. Puede que fuera el atuendo informal del Ejército británico para el desierto.
Bennett, el galés del nombre de pila impronunciable. Al que había visto por última vez dándose el piro en París. El agente del MI6. O del MI5. O de una organización a caballo entre ambos. O de otra completamente diferente. «De momento, todo va fluido», había dicho con aquel acento cantarín.
El Skoda se acercó a la acera y frenó con brusquedad delante de mí. Tanto Casey Nice como Bennett me miraron con el cuello estirado por detrás del parabrisas y con los ojos algo más abiertos de lo normal, suplicantes en cierto modo, más los de ella que los de él, como si estuviera pensando: «Actúa como si no pasase nada».
Subí al coche. Abrí la puerta del copiloto, me dejé caer en el asiento, metí las piernas y cerré la puerta. Con la bolsa ecológica sobre el regazo. Casey Nice pisó el acelerador, giró el volante y volvió a incorporarse al tráfico.
—Este caballero es el señor Bennett —me dijo ella.
—Lo conozco —le comenté.
—Ya nos han presentado —le respondió él—. En París, donde una ráfaga de viento le salvó el pellejo.
—Ah, así que admite haber estado allí —solté.
—Nunca por escrito.
—¿Por qué ha secuestrado mi vehículo? Por un segundo me he preocupado.
—Hay un guardia de tráfico dos calles más allá. Ahora adjuntan una fotografía a la multa. Es mejor evitar una complicación así.
—¿Qué quiere?
—Aparque —dijo—. Donde quiera. Ya volveremos a arrancar si viene alguien.
Casey Nice redujo la velocidad y buscó un hueco, pero acabó con el culo en una parada de autobús. Lo que era ilegal, sin lugar a dudas, pero Bennett no parecía muy preocupado. Volví a preguntárselo:
—¿Qué quiere?
—Quiero acompañarlos uno o dos días —me respondió.
—¿Acompañarnos?
—Es evidente.
—¿Por qué?
—De momento, me han ordenado que vaya de aquí para allá, lo que he interpretado como que debería echar un ojo a los otros treinta y seis agentes secretos extranjeros que operan en Londres y acoplarme al que vaya por delante.
—No vamos por delante.
—Me temo que nadie va por delante, pero al menos ustedes se están divirtiendo.
—No tanto.
—Y algo han avanzado.
—¿Usted cree?
—No sea tan modesto.
—¿Lleva micro?
—¿Quiere cachearme?
—Lo haré yo —respondió Casey Nice, volviendo la cabeza—. Si es necesario. Hay reglas.
—Dijo el asesor no acreditado que operaba en territorio aliado con dos recientes homicidios en su haber.
—Ambos han sido cosa mía —dije.
—Inverosímil. ¿Cómo explica lo de Wormwood Scrubs? ¿Se ha encargado usted de uno y ella de tres? No lo creo. Deberían haber movido un poquitín los cuerpos. El patrón estaba demasiado claro. Yo diría que lo de la esquirla en el ojo ha sido cosa de la señorita Nice. Le concedo a usted el de la garganta destrozada, el de ayer. Así que, de momento, van uno a uno. Un empate.
—¿Qué quiere? —le pregunté por tercera vez.
—No se preocupe —me contestó—. No se llevan micros en estos casos.
—¿Y cuáles son esos? —preguntó Casey Nice.
—Sin civiles propiamente dichos involucrados. No estamos muy interesados. Pero ellos sí. Ese es el problema. La contrapartida. Ahora los persiguen dos bandas.
—¿Cuánto es «no muy interesados»?
—¿Por nuestra parte? Tomaremos notas pero no haremos nada con ellas.
—¿Informes en papel?
—Inevitable, me temo.
—En cuyo caso, no hemos estado allí.
—¿Allí? ¿Dónde? —preguntó.
—En ningún lado —le respondí.
—La tecnología no dice lo mismo. ¿Saben? Observamos por dónde andan. El GPS es algo maravilloso. ¿Cómo, si no, iba a encontrarlos, así, sin más, aparcados a kilómetros del escenario del crimen en un coche robado, por increíble que parezca, y todo ello en un pispás?
—Nuestro teléfono está encriptado —dije.
Sonrió y dijo:
—Oh, venga.
—Venga, ¿qué?
—Piensen en por qué nos soportan ustedes. Es decir, ¿por qué nos eligen a nosotros en vez de a Alemania? ¿Qué aportamos?
—El GCHQ, el Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno —dije.
Asintió.
—Nuestra versión de su Agencia de Seguridad Nacional, de la NSA. Nuestro puesto de espionaje. Que es mucho mejor que la NSA, aunque les joda admitirlo. Nos necesitan. Por eso nos soportan.
—Nos están escuchando.
—No, no, les facilitamos que se comuniquen. Nosotros tan solo cogemos la información y la distribuimos. Ahora bien, puede que de vez en cuando hagamos alguna que otra prueba de audio. Una mera comprobación técnica.
—Seguro que es imposible descifrar las transmisiones de la CIA.
—Desde luego eso es lo que la CIA piensa.
—¿Han descifrado su código?
—Yo diría que el código que utiliza la CIA se lo vendimos nosotros. No directamente, claro está. No me cabe duda de que fue una operación encubierta de lo más complicada.
—Pues a mí no me cabe duda de que se supone que ustedes no deberían hacer algo así.
—No me cabe duda de que sucedió hace mucho tiempo.
—Entonces, ¿les hemos prestado un servicio público? ¿Con lo de los serbios?
—Les han hecho daño. Pero no los han matado. Ha sido como cortarle un tentáculo a un pulpo. No es que no se lo agradezcamos, ya me entiende. Es más fácil pelear contra siete tentáculos que contra ocho. Aunque no sea una pelea en la que estemos muy metidos.
—Quieren más.
—Las dos bandas van por ustedes. Lo que quizá de pie a ciertas oportunidades. En mi opinión, ninguno de los integrantes de ciertos círculos se enfadaría porque hubiera unas cuantas bajas más.
—Y pretende acompañarnos.
—Como mero observador. Algunas de esas personas son ciudadanos británicos. Y como la señorita Nice ha señalado, hay reglas.
—¿Va a ayudarnos?
—¿Acaso lo necesitan?
—Hemos pedido un listado de ubicaciones.
Asintió.
—Sí, ya hemos visto esa transmisión.
—No hemos recibido respuesta.
—Lo de las ubicaciones es complicado. Y más ahora, si cabe, porque tenemos que poner en claro las casas y locales clandestinos de Karel Libor, y los de los serbios, como la de hace un rato, por ejemplo. Porque si es cierto que los serbios están cooperando con los Chicos de Romford, la lógica dicta que tengan a Kott en un sitio y a Carson en otro, lejos entre sí. Así es más seguro. Y la lógica también sugiere que estarán en escondites apartados. Y el terreno que rodea Londres es bastante llano. Ondulado, como mucho. Que no es el más adecuado para acercarse a granjas remotas y aisladas en las que se sospecha que se esconde alguno de los cuatro mejores francotiradores del mundo.
—Sigo queriendo el listado —le dije.
—De acuerdo, se lo enviaremos hoy mismo. Lo recibirá en cuanto se lo rebote O’Day.
—¿Están apostando ustedes por granjas remotas? ¿Separadas entre sí?
—No más que por otras ubicaciones. Barajamos diferentes posibilidades.
—¿Por ejemplo?
—Tienen pisos francos y muchas casas alquiladas y, por lo tanto, algún inquilino tendrán que esté deseoso de salir de la ciudad una o dos semanas. Y hay mucha gente que les debe dinero y que estaría encantada de que le alargaran el plazo para devolvérselo a cambio de dar de comer a un extraño tres veces al día y proporcionarle una cama en la que dormir por las noches; todo ello con la boquita cerrada, claro.
—Pero usted cree que lo mejor sería mantenerlos lejos de fisgones.
—Mucho mejor en un primer momento. Pero en los últimos tiempos se corren más riesgos, ¿no le parece? Supondrán que tenemos un plan para cerrar los accesos al centro de la ciudad. Diseñado después de lo del 11 de septiembre. Seguro que todas las ciudades grandes lo tienen. No van a arriesgarse a quedarse fuera. Y menos necesitando que un enorme fusil atraviese el cordón. Por esa razón, creo que no tardarán en venir a la ciudad. De hecho, puede que ya estén aquí.
—Hemos visto unos cuantos centenares de buenas posiciones de tiro alrededor de Wallace Court.
—Que estamos investigando con detenimiento. Pero ¿y si están en alguna buena posición de tiro que se nos haya pasado por alto?
—¿Tienen un plan para cerrar Londres?
—Por supuesto.
—Entonces, ¿por qué no lo han activado todavía?
—Porque seguimos siendo optimistas.
—Eso es lo que diría un político.
—El objetivo es dejar el tema visto para sentencia cuanto antes.
—Eso también parece dicho por un político.
—Son los políticos los que nos pagan.
—Bueno, ¿qué tipo de ayuda nos va a proporcionar?
—Les enseñaremos dónde vive el Pequeño Joey. Es quien se encarga de todos los fregados. Ustedes podrían estudiar sus idas y venidas y ver si sacan algo en claro.
—¿Quiere decir que ustedes no lo han sacado?
—Los movimientos que hemos observado hasta la fecha no han mostrado ningún patrón coherente.
—Entonces, puede que no sea en el Pequeño Joey en quien haya que fijarse.
—Charlie White es demasiado mayor y tiene demasiada categoría para estar yendo y viniendo, y Tommy Miller y Billy Thompson solo tienen diez años menos y, además, hoy por hoy, son poco más que funcionarios. Que es de lo que van las bandas en la actualidad. Estrategias de impuestos, inversiones legales y cosas por el estilo. El Pequeño Joey es el único que se mueve. Confíe en mí. Si hay que organizar una rotación de las guardias o enviar comida y mujeres, todo pasa por el camino de entrada de su casa.
—Solo que ustedes no han observado nada hasta la fecha.
—Hasta la fecha no.
—¿Cuánto tiempo tenemos antes de que el pánico se adueñe de los políticos?
—No mucho.
—¿Tienen un plan B?
—Me resultaría de gran ayuda que no tuviéramos que llegar tan lejos.
—¿Así que le estamos ayudando?
—Lo estamos haciendo mutuamente. Se supone que es así como funcionan las cosas, ¿no?
—¿También escuchan la línea directa entre Downing Street y el Despacho Oval?
—¿Por qué quiere saberlo?
—Interés personal.
—Por tradición, en eso no nos metemos.
—Es bueno saberlo.
—Venga, vamos a buscarles un nuevo hotel. Deberían descansar un poco. Les enviaré un mensaje cuando estemos listos para ir a casa del Pequeño Joey.
—¿Tiene nuestro número de teléfono?
No respondió.
—Qué pregunta tan tonta —solté.
Bennett le cambió el sitio a Casey Nice y nos llevó al sur, hasta Bayswater Street, que era el límite septentrional de Hyde Park, al este después por Marble Arch y al sur de nuevo en Park Lane, hasta Mayfair, que era un barrio rico y, por lo tanto, territorio neutral. Allí no había bandas, al menos del tipo de las que yo conocía. Dejamos atrás el hotel Grosvenor House y el Dorchester y aparcamos frente al Hilton.
—Aquí no los buscarán. Con todo el dinero que les han birlado, supondrán que han ido a uno con más clase. A alguno con más nombre, como el Brown’s, el Claridge’s, el Ritz o el Savoy.
—¿Cómo sabe lo del dinero? —le pregunté.
—Lo contaba la señorita Nice en su informe a O’Day.
—Que, ¡menuda casualidad!, coincidió con una de sus pruebas de audio.
—Las pruebas se determinan de acuerdo con un procedimiento aleatorio. Es una lotería. Pura ingeniería. Tiene algo que ver con no sé qué del tiempo que pasa entre los fallos de la línea.
—Deberíamos tirar los móviles.
—No podemos —comentó Casey Nice.
—Estoy de acuerdo —convino Bennett—. No pueden. Tienen que ponerse en contacto con O’Day de cuando en cuando. Es el trato que el general hizo con Scarangello. Si pasan a silencio de radio, adiós al trato, y los repudiarán a todos los efectos, en cuyo caso lo mejor sería que saliesen del país en cuestión de una hora o se les daría caza como a fugitivos comunes.
—¿También conoce a Scarangello?
—Ya le he dicho que todo lo que acaba en el estado de Maryland pasa primero por el condado de Gloucestershire. Y al revés.
—Deben de estar escuchando a todo el mundo.
—Más o menos.
—Entonces, ¿quién está costeando los gastos de Kott y de Carson? ¿Lo han descubierto ya?
—Todavía no.
—¿No se supone que son ustedes el Equipo A? ¿Los cerebritos? ¿Que son mucho mejores que los paletos de Fort Meade?
—Por lo general lo hacemos bastante bien.
—Pero, por lo visto, esta vez no ha sido el caso. Así que quieren cargarnos el muerto. Quieren que sigamos comunicándonos con O’Day para que ustedes puedan escucharlo todo mientras somos nosotros los que corremos los riesgos.
—No gobernábamos el mundo porque fuéramos amables.
—¿Quiénes gobernaban el mundo, los galeses?
—No, los británicos. Y los galeses son británicos. Tanto como los escoceses. Incluso tanto como los ingleses.
No dije nada. Casey Nice me pasó las cajas de munición y las metí en la bolsa ecológica, salimos del coche y entramos en el hotel.