35

Aparcamos en una zona en la que estaba prohibido hacerlo, en una calle secundaria cerca de la estación de tren de Paddington. El plan consistía en cerrar el coche y marcharnos. En aquella parte de la ciudad había mucho movimiento y multitud de opciones de transporte. Autobuses, taxis negros, dos estaciones de metro muy cerca y trenes de cercanías. A pie podíamos dirigirnos al sur, hacia Hyde Park, o al norte, cruzando Maida Vale hasta St. John’s Wood. Nos captarían las cámaras, seguro, muchas veces, pero tendrían que tirarse cientos de horas visionando con paciencia las cintas para saber quiénes éramos y de dónde habíamos venido, adónde habíamos ido y por qué.

Me adecenté para estar guapo cuando el público me observase. Mi chaqueta estaba hecha de un material fino y algo elástico, estupendo para tener libertad de movimientos en el campo de golf, sin duda, pero en el que se marcaba todo lo que llevara en los bolsillos. Cosa que me habría dado igual si se tratase de pelotas de golf, pero llevaba una pistola. La quería a la derecha, y no cabía bien. Más que nada, porque ya tenía otra cosa dentro del bolsillo. El móvil del jefe serbio.

Era uno de esos teléfonos prepago con los que no dejar rastro, como los que habíamos encontrado en la guantera de la furgoneta de los Chicos de Romford. Se lo pasé a Casey Nice.

—A ver si encuentra el registro de llamadas —le dije.

Hizo no sé qué con las flechas y el menú, fue hacia arriba y hacia abajo en la pantalla y me explicó:

—Hay una llamada de treinta segundos a lo que parece un teléfono móvil local y, tres minutos después, ese mismo número se la devuelve durante un minuto. Esos son los últimos movimientos.

Asentí.

—Seguro que el boletín de búsqueda y captura lo emitieron anoche mismo y que han puesto al día a todos los chicos malos de Londres a primera hora de la mañana, por lo que el serbio ha llamado a los de Romford y les ha dicho: «Oye, la pareja a la que estáis buscando la tengo encerrada en un cuartucho», pero puede que solo estuviera hablando con un capitán, que le ha dicho que enseguida lo llamaba y ha salido corriendo a contarle la noticia a Charlie White. Seguidamente, el gran jefe ha llamado en persona, tres minutos después, y lo ha organizado todo.

—Poca cosa se puede organizar en un minuto.

—Tan solo necesitaban una dirección. Seguro que el Bentley tiene GPS. Hasta nuestra camioneta de Arkansas tenía.

—Eso es verdad.

—Aunque no he oído la llamada.

Volvió a ponerse con el menú y las flechas.

—Lo tenía en silencio —me explicó.

Asentí de nuevo.

—Pues eso es lo que ha pasado.

—Debería darle al general O’Day el número de Romford. ¿No le parece? El MI5 podría rastrearlo.

—¿Hasta llegar a un pago en metálico en Boots the Chemist? ¿De qué nos iba a servir?

—¿Boots the Chemist?

—Una cadena de farmacias. Como CVS. La creó John Boot a mediados del siglo XIX. Seguro que se parecía al que levantó el muro alrededor de Wallace Court. Empezó con una herboristería en una ciudad llamada Nottingham, al norte de Londres.

—El MI5 podría rastrear el teléfono hasta una ubicación.

—Solo si está encendido. Y no lo estará mucho tiempo más. Lo destruirán en cuanto se enteren de lo que ha pasado en Wormwood Scrubs. Sabrán que hemos capturado el número.

—Es probable que ya se hayan enterado.

Le quité el móvil.

—Vamos a verlo —le dije.

Miré el teclado con detenimiento hasta que encontré un botón en el que ponía «rellamada». Lo pulsé con la uña del pulgar y el número apareció en la pantalla, apreté el botón verde y me llevé el teléfono a la oreja.

Un tono de llamada, el típico «pup-puup» británico, más apremiante que el lánguido sonido estadounidense. Esperé. Tres tonos, cuatro, cinco, seis.

Y lo cogieron. Alguien que había pasado los seis tonos comprobando su pantalla e identificando el número que lo llamaba, seguro, porque tenía la primera pregunta preparada. Una profunda voz londinense respondió:

—¿Qué cojones ha pasado? Acaban de pasar un centenar de monos.

Los monos eran la policía. Argot local.

—¿Dónde estáis? —pregunté.

—Aparcados a tres calles —respondió la voz.

—¿Eres el Pequeño Joey? —inquirió.

—¿Quién eres? —contestó.

—Soy el que se cargó a tu chico. Vi el berrinche que te llevabas. Anoche, en la parte de atrás de la furgoneta.

—¿Dónde estás?

—Detrás de ti.

Oí cómo se movía.

—Era broma —dije.

—¿Quién eres?

—Yo diría que el aspirante al título, pero me estaría subestimando.

—Estás muerto.

—Todavía no. Creo que me estás confundiendo con alguno de tus chicos. O con los serbios. Han sufrido alguna baja. Tenlo por seguro.

—Me han dicho que te tenían encerrado.

—Nada es para siempre.

—¿Qué quieres?

—A John Kott —respondí—. Y a William Carson. Y los voy a atrapar. Lo mejor que puedes hacer es apartarte de mi camino. O te pasaré por encima.

—No tienes ni idea.

—¿De qué?

—Del problema en el que te has metido.

—¿De verdad? Pues lo cierto es que me siento la mar de bien. No soy yo el que está perdiendo efectivos a diestro y siniestro. Tú sí, Joey. Así que es el momento de hacer caso al sentido común y pensar con la cabeza, ¿no te parece? Deja de proteger a Kott y a Carson, y te dejaré en paz. Ya se encargaron de Libor para ti y seguro que ya te han pagado. ¿Qué más esperas?

—Nadie se mete conmigo.

—Si nos paramos a analizar tu frase, es evidente que no es del todo correcta, ¿no te parece? Porque ya me he metido contigo. Y pienso seguir haciéndolo hasta que dejes de proteger a Kott y a Carson. Tú eliges, colega.

—Estás muerto.

—Eso ya lo has dicho. Con desearlo no basta.

No dijo nada más. Colgó. El teléfono se quedó en silencio. Imaginé la escena que estaría teniendo lugar al otro lado de la línea. Un secuaz menos. La batería a una papelera, la carcasa a otra y la tarjeta SIM rota en cuatro pedazos con la uña del pulgar y arrojada a una tercera. Un prepago que no iba a dejar rastro.

Limpié el móvil con la camisa y lo tiré a los asientos de atrás.

—¿Le hará caso? ¿Dejará de protegerlos? —me preguntó Casey Nice.

—Lo dudo —le dije—. Está claro que tiene por costumbre salirse con la suya. Si se echase atrás le explotaría la cabeza.

Empujé la Glock al fondo del bolsillo. Entraba a las mil maravillas ahora que no tenía competencia. Casey Nice me observaba e hizo lo mismo. Su bolsillo era más pequeño, pero su arma también. Oí cómo el cañón, grueso y corto, chocaba contra el botecito de pastillas.

—Guarde el botecito en el otro bolsillo. Puede ser una molestia para desenfundar —le aconsejé.

Se quedó parada un instante. No quería sacarlo. No quería que lo viera.

—¿Cuántas le quedan? —le pregunté.

—Dos —respondió.

—¿Se ha tomado una esta mañana?

Asintió.

—Y ahora, ¿quiere tomar otra?

Asintió.

—Pues no lo haga.

—¿Por qué?

—Porque no son las pastillas adecuadas. No tiene razones para estar nerviosa. Lo está haciendo muy bien. Lo lleva en la sangre. Ha estado magnífica toda la mañana. Desde la tienda de empeños hasta lo de la esquirla de cristal.

Cosa que, quizá, no debiera haber mencionado. Vi cómo movía la mano, sin pensar, como si la tuviese protegida por el jersey apestoso y viejo, y estuviera agarrando la esquirla más puntiaguda. Estaba reviviendo la experiencia. Y no le estaba gustando. Cerró los ojos y su pecho empezó a encabritarse, hasta que rompió a llorar. Tensión, conmoción, horror, todo eso se le vino encima. Temblequeó y aulló. Abrió los ojos sin dejar de llorar y miró hacia todos los lados. Me volví hacia ella y se dejó caer en mis brazos. La cogí con fuerza, en una especie de abrazo casto y extraño, aún sentados cada uno en su asiento, inclinados el uno hacia el otro. Enterró la cabeza en mi hombro y sus lágrimas me mojaron la chaqueta justo donde me había caído el cerebro de Eugeni Khenkin.

Al rato empezó a respirar más despacio y dijo un «lo siento» que quedó amortiguado por la chaqueta.

—No tiene nada que sentir —la tranquilicé.

—He matado a una persona.

—No es exacto —le dije—. Se ha salvado a sí misma. Y a mí. Piénselo así.

—Sigue siendo un ser humano.

—No es exacto —le repetí—. Mi abuelo me contó una historia. Vivía en París, donde se ganaba la vida tallando piernas de madera. Resulta que una vez, de vacaciones en el sur de Francia, sentado en una ladera desde la que se divisaba un viñedo, comiendo en el campo, sacó la navaja del bolsillo para abrir una nuez y vio que una serpiente se le acercaba, muy rápido, por lo que le pegó un navajazo justo en el centro de la cabeza y la clavó a la tierra, a unos quince centímetros de su tobillo. Eso es lo que ha hecho usted. Ese fulano era una serpiente. O algo peor. Porque las serpientes no son conscientes de su naturaleza. No pueden evitar ser así. Pero ese tipo sabía lo que había elegido. Como el de ayer, que no se dedicaba a ayudar a viejecitas a cruzar la calle, ni era voluntario en la biblioteca, ni organizaba colectas para África.

Se frotó la cabeza contra mi brazo. Puede que estuviera asintiendo. O no, quién sabe. Quizá solo se estuviera secando los ojos.

—Pues no me siento mejor —me dijo.

—Shoemaker me dijo que usted sabía para qué se había alistado.

—En teoría. Pero la práctica es diferente.

—Para todo hay una primera vez.

—¿Va a decirme que acaba uno acostumbrándose?

No respondí a eso.

—Reserve las pastillas. No las necesita. Y aunque las necesite, resérvelas. Esto solo es el principio. La cosa se irá complicando.

—Eso no me consuela.

—No tiene de qué preocuparse. Lo está haciendo bien. Ambos lo estamos haciendo bien. Vamos a ganar.

Esta vez fue ella la que no dijo nada. Se quedó pegada a mí un rato más, después se apartó, nos retiramos ambos a nuestro propio espacio y nos sentamos rectos. Resopló, sorbió por la nariz y se secó la cara con la manga de cuero.

—¿Podríamos volver al hotel? —me dijo—. Me gustaría darme una ducha.

—Iremos a otro —le respondí.

—¿Por qué?

—Regla número uno: cambia de ubicación cada día.

—Pero me he dejado allí el cepillo de dientes.

—Regla número dos: lleva siempre el cepillo de dientes en el bolsillo.

—Tendré que comprar otro.

—Puede que yo también lo haga.

—Y quiero comprar ropa.

—No hay problema.

—Ya no tengo bolso.

—No es para tanto. Yo nunca he tenido. Es parte de mi estilo de vida. Uno se cambia en la tienda.

—No, la cuestión es que no tenemos dónde llevar la munición.

—En los bolsillos.

—No cabrá.

Tenía razón. Lo intenté. La caja quedaba medio fuera. Y mi bolsillo era mayor que el suyo.

—Bueno, pero estamos en Londres —le dije—. ¿Quién va a saber lo que es?

—Puede que solo una de cada mil personas —comentó—. Pero ¿y si resulta que es poli, como el de Wallace Court, y lleva un chaleco antibalas y un subfusil? No podemos ir por ahí con cajas de balas.

Asentí.

—De acuerdo, usaremos un bolso para llevarlas. —Miré los establecimientos que había en la calle, delante, detrás, a ambos lados—. Aunque no veo ninguna tienda de bolsos.

Señaló hacia la izquierda.

—En esa esquina hay un veinticuatro horas. De esos que son como supermercados en miniatura. Creo que es una cadena. Vaya y compre algo. Chicles o caramelos.

—Sus bolsas son de plástico fino. Las conozco. Anoche trajo usted las Coca-Colas en una parecida. Son, como quien dice, transparentes. Será como llevarlas en los bolsillos.

—Tienen otras bolsas más grandes y gruesas.

—No me van a dar una bolsa grande y gruesa por comprar chicles o caramelos.

—Darle no le van a dar ninguna. En ese sitio tiene que comprarlas. Lo que significa que puede elegir la que usted quiera.

—¿Así que además de los productos tienes que comprar la bolsa en la que llevarlos?

—Lo he leído en una revista.

—Pero ¿qué tipo de país es este?

—Ecológico. Por lo visto, lo suyo es comprar una bolsa reutilizable y utilizarla una y otra vez.

Me bajé del coche sin decir nada y caminé hasta la esquina. La tienda era una versión muy limitada de un supermercado. Necesidades diarias, platos precocinados, latas de cerveza y de refrescos. Y bolsas, como Casey Nice había previsto. Había un montón de ellas junto a la caja. Cogí una. Marrón. Parecía tan ecológica como la que más. Como si hubiera sido tejida con fibras recicladas de cáñamo por vírgenes tuertas de Guatemala. Tenía el nombre del supermercado, aunque era casi imperceptible; seguro que porque estaba impreso con tinta vegetal. De zanahoria, lo más probable. Parecía que las letras fueran a desaparecer con un chaparrón. En cualquier caso, como bolsa estaba muy bien. Tenía asas, y cuando se abría adquiría forma de caja.

Como lo cierto es que no quería ni chicles ni caramelos, le pregunté a la cajera si podía comprar solo la bolsa. No respondió de inmediato. Me miró como si fuera idiota y pasó el código de barras por el escáner de la máquina registradora, que emitió un pip electrónico, tras lo cual la mujer dijo:

—Dos libras.

Y no me pareció mal. En una boutique de la Costa Oeste me habría costado cincuenta pavos. Además, invitaban los Chicos de Romford. Guardé el cambio en el bolsillo de atrás y volví al Skoda.

Que no estaba allí.