El primero estaba tirado en el suelo, prácticamente de espaldas, con una esquirla alargada, de unos treinta centímetros, en el ojo. Muerto, seguro. Era evidente por la postura informe y flácida del cuerpo. Inconfundible. La vida lo había abandonado hacía nada. No había mucha sangre. Un hilillo, ya detenido, que le corría por la mejilla como un gusano gordo y rojo. Además de un líquido espeso y transparente que bien podría tratarse del interior del globo ocular.
El de los quejidos era el segundo, al que yo le había dado con la silla. Estaba en el suelo, en el vano de la puerta. Tenía el pelo lleno de sangre, apelmazado, y había un buen charco debajo de su cabeza. Tenía los ojos cerrados. No creía que fuera a levantarse y darnos problemas. Al menos en un futuro próximo.
Casey Nice estaba apoyada en el escritorio, entre temblorosa y resuelta. Yo le había preguntado a Shoemaker: «¿Ha tomado parte la señorita Nice en alguna operación fuera del país? ¿Ha tomado parte en alguna operación?».
Ahora sí.
—¿Se encuentra bien? —le pregunté.
—Eso creo —me contestó.
—Buen trabajo.
No dijo nada.
—Tenemos que registrar el taller —le dije.
—Tenemos que llamar a una ambulancia —me respondió.
—Lo haremos. Después de registrar el taller. Necesitamos las pistolas. Para eso hemos venido.
—No las tendrán aquí. Era una trampa.
—¿Cuántos escondites seguros van a tener? Creo que están aquí. Cuando se lo he preguntado al cuarto se ha puesto nervioso.
—No tenemos tiempo.
Pensé en el Pequeño Joey en el Bentley. Cambiando de carril entre el tráfico. Semáforos en rojo y atascos. O puede que no.
—No tardaremos nada —le aseguré.
—Más nos vale —me dijo.
Empezamos buscando en los bolsillos del jefe. Pensé que si tenía una llave seríamos capaces de saber qué tipo de cerradura estábamos buscando y, por lo tanto, dónde estaba. La de una caja fuerte no se parecería a la de una puerta, que, a su vez, no se parecería a la de una taquilla. Etcétera. Pero la única que tenía era la de un coche. Mugrienta, con un llavero de cuero cuarteado en el que ponía «Minitaxis Ealing» impreso en letras doradas. Lo más probable era que alguno de los coches del taller fuera suyo. También llevaba dinero en metálico, botín de guerra que añadí a nuestro tesoro. Y un teléfono móvil, que me guardé en el bolsillo. Pero no tenía nada más de interés.
Ya habíamos registrado el despacho, así que seguimos por el taller. En una de las esquinas del fondo había un cuarto de baño, que no contenía nada excepto las instalaciones básicas, pero infestadas de bacterias. Era como una placa de Petri gigante que no escondía más que enfermedades contagiosas. No había en las paredes paneles secretos ni compartimentos ocultos, ni ninguna trampilla en el suelo.
El resto del espacio era una gran zona abierta, llena de coches y trastos, como habíamos visto nada más llegar. Un caos, sí, pero en el que quedaba patente la ausencia de escondites obvios. No había puertas en ninguna de las paredes, ni armarios, ni grandes cajas cuadradas, ni compartimentos cerrados. No había nada disimulado en el hueco que conformaban las pilas de neumáticos.
—Aquí no hay armas —dijo Casey Nice—. Esto no es más que un taller. Lo que se ve es lo que hay.
No dije nada.
—Tenemos que irnos —comentó.
Pensé en el Pequeño Joey en el Bentley. Probablemente, a aquellas alturas por el centro de la ciudad. O por otro camino, a toda velocidad por una calle ancha que se dirigiera al oeste.
—Tenemos que irnos —insistió.
«En el Bentley».
—Espere —le dije.
—¿A qué?
«No hay grandes cajas cuadradas, ni compartimentos cerrados. ¡Venga ya!».
—¿Cómo va a conducir el jefe un coche tan destartalado? ¿Por qué? Karel Libor tenía un Range Rover. Los Chicos de Romford conducen marcas de primera. ¿Por qué no iban a hacerlo los serbios? No creo que quisieran parecer los primos pobres.
—¿Y?
—¿Por qué iba a llevar la llave de una chatarra?
—Porque es lo que arreglan aquí. Es a lo que se dedican. O es su tapadera.
—No es trabajo del jefe encargarse de las llaves.
Volví al despacho, le metí la mano en el bolsillo y cogí la llave. Tenía el cuello y el cuerpo de metal, y la cabeza de plástico, pero no era una de esas bulbosas como las de los coches modernos. No tenía batería, ni chip, ni sistema de seguridad. Una llave, sin más.
Miré a mi alrededor. Empecé por la berlina polvorienta aparcada en la esquina, la de las ruedas desinfladas, a la que le faltaba uno de los laterales delanteros. ¿Por qué razón iba a permanecer un taxi en un taller tanto tiempo como para que se le deshinchasen las ruedas? No era una buena estrategia comercial, desde luego. Los taxis tienen que estar en la carretera, ganándose el pan. Y si no se pueden reparar, lo suyo es que la grúa se los lleve al desguace. Porque los talleres también tienen que ganarse el pan. Todo metro cuadrado tiene que dar algún beneficio.
Me fijé en el maletero. Era una gran caja cuadrada y también un compartimento cerrado. Allí mismo. Escondido a la vista.
Probé la llave.
No entraba.
—Reacher, tenemos que irnos —repitió Nice.
Probé en el coche de al lado, y en el siguiente. La llave no entraba. Probé en el Skoda en el que habíamos llegado, aunque sabía que no tenía sentido. Y, en efecto, no lo tuvo. Fui de coche en coche. La llave no entraba en ninguno de los maleteros.
—Se nos acaba el tiempo —me avisó.
Miré a mi alrededor y desistí.
—Vale —le dije.
Volví al vano de la puerta del despacho y me arrodillé junto al hombre que había allí tendido. Ya no emitía quejidos, aunque estaba vivo. Debía de tener el cráneo de cemento. Encontré la llave del Skoda en su bolsillo. Se la lancé a Nice y le dije:
—Vaya arrancando el coche. Voy a subir la persiana.
La persiana tenía un interruptor del tamaño de la palma de una mano metido en una caja, conectado mediante un largo conducto metálico al mecanismo que la subía y la bajaba. Pulsé el botón con fuerza, el motor cobró vida y empezó a tirar de la cadena que, a su vez, hizo que la puerta traqueteara y empezara a levantarse. La luz del día volvió a entrar, centímetro a centímetro. Se extendió por el suelo y subió por las paredes. Vi a Casey Nice al volante del Skoda. Vi cómo estudiaba los mandos. Vi salir una nube de humo negro cuando arrancó.
Y vi otro botón del tamaño de la palma de una mano metido en otra caja. Y otro. Y otro. En los elevadores. Mecanismos hidráulicos, para subir y bajar. Todos los elevadores estaban vacíos, menos uno. Uno que tenía izado un coche que estaba negro y sucio por debajo, con el maletero bien arriba, donde nadie alcanzaba. Donde no se veía y no pensabas en él. Menudo policía estaba yo hecho.
Fui corriendo al elevador mientras le hacía una señal a Casey Nice para que esperara. Pulsé el botón. El mecanismo empezó a descender con un chirrido, despacio, despacio, hasta la altura de los ojos, y más abajo. El coche era una antigualla de formas cuadradas. Cubierto de polvo. Con las ruedas desinfladas. El elevador fue frenando hasta que se detuvo y el vehículo se balanceó una vez antes de quedarse quieto y de que el chirrido cesara. Al mismo tiempo, la persiana de la entrada llegó al final de su viaje y el ruido que hacía también cesó. Lo único que se oía era el motor diésel del Skoda al ralentí.
Me acerqué al maletero, que, aunque polvoriento, tenía menos polvo que el resto del coche. Había muchas huellas de dedos alrededor de la cerradura y de palmas alrededor del borde. Lo habían abierto y cerrado mil veces desde que estaba allí subido.
La llave entraba.
La tapa se abrió por resorte, haciendo mucho ruido.
El coche era una berlina de buen tamaño y su maletero era bastante profundo, alto y largo. Lo suficiente para que cupieran varias maletas, dos o tres bolsas de golf o lo que se te ocurriera transportar. Y estaba lleno.
Pero no de maletas o de bolsas de golf.
Estaba lleno de pistolas y cajas de munición.
A primera vista, todas eran Glock, todas nuevas, todas envueltas en plástico, todas apiladas con esmero, la Glock 17 en su mayoría, la clásica original, alguna 17L, con el cañón más largo, y alguna 19, con el cañón más corto. Todas ellas 9 mm, a las que les venía de perlas la munición Parabellum que había apilada a su lado en cajas de cien unidades.
Casey Nice bajó del Skoda. Echó una ojeada y dijo:
—Sherlock Homeless.
—La 19 le encajará mejor en la mano. ¿Le parece bien una de cañón corto? —le pregunté.
Tardó un instante en responder.
—Claro.
Así que desenvolví una 19 para ella y una 17 normal para mí, y abrí una de las cajas de munición para cargarlas, luego cogí dos cajas enteras. Dejamos el elevador bajado y la tapa del maletero levantada y subimos al Skoda; Casey Nice al volante. Dio marcha atrás, giró y se dirigió a la salida.
—Espere un momento —le dije.
Frenó y el capó quedó bañado por la luz que entraba por la puerta.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—En Wormwood Scrubs —contestó.
—¿Con qué podríamos compararlo?
—Con el sur del Bronx, lo más probable.
—Pero versión británica. Donde no oyen disparos a diario.
—Seguramente no.
—De hecho, cuando los oyen, aún son de los que llaman a la policía. Que aparece con los SWAT y con vehículos blindados y cien detectives.
—Es probable.
—Y nunca confío en un arma si no tengo claro que funciona.
—¿Qué?
—Tenemos que probar las Glock.
—¿Dónde?
—Bueno, si lo hiciéramos aquí mismo, vendría la policía, acompañada de ambulancias por si alguien las necesita, y además conseguirían suficientes pruebas para meterse a saco con este tinglado que tienen los serbios montado. Lo que, en definitiva, podría considerarse un servicio público.
—¿Está loco?
—Apunte a los coches. Siempre he querido hacer algo así. Dos tiros cada uno. Y después nos las piramos.
Y eso es lo que hicimos. Bajamos las ventanillas, sacamos el hombro por ellas, nos giramos para apuntar, disparamos cuatro veces, espaciadas entre sí, atronadoras, a cuatro parabrisas diferentes y, antes de que el eco del último tiro nos alcanzase, salimos de allí despacio y sosegados, con normalidad, como un minitaxi adecuadamente reservado por teléfono.
Encontramos la calle principal tras encaminarnos hacia el este y nos dirigirnos al centro de la ciudad. A menos de kilómetro y medio nos cruzamos con un pequeño convoy que avanzaba a toda velocidad, encabezado por un enorme Bentley cupé de color negro al que seguían cuatro Jaguar negros, seguidos a su vez por una pequeña furgoneta, también negra.