Cogí uno de los sillones con fuerza por el fino tapizado y me lo puse ante la cara, sujetándolo boca abajo, en un ángulo de cuarenta y cinco grados, con las patas, gruesas y tirando a cortas, por delante. Di dos pasos largos y lo lancé contra la ventana. Las patas rompieron el cristal con un gran estrépito y el mueble rebotó y cayó primero sobre el escritorio y de ahí, al suelo, donde quedó de lado. Ruido, ruido, ruido.
Casey Nice se acercó a la ventana y yo cogí la silla del escritorio y me acerqué a la puerta a esperar. «No tiene sentido que saltemos por la ventana —le había dicho—. El callejón no lleva a ningún lado. Tenemos que conseguir que los cuatro entren en el despacho».
Y así fue. La naturaleza humana. Un estrépito repentino. Sin lugar a dudas, la ventana al romperse. ¿Qué otra cosa iban a hacer? Entrarían como una exhalación, mirarían a su alrededor, correrían hacia la ventana rota y asomarían la cabeza por el agujero a derecha e izquierda.
La cerradura hizo «clic», la puerta se abrió a toda velocidad y asomó el primero de ellos. Era el jefe, el fulano con el que habíamos hablado. Lo agarré por la nuca con la mano derecha y le ayudé a entrar con un empujón violentísimo que hizo que llegara enseguida a donde estaba Casey Nice, junto a la ventana. «Puedo encargarme de los que entren en segundo, tercer y cuarto lugar, pero el primero es suyo —le había dicho—. Envuélvase la mano en el jersey, coja la esquirla más puntiaguda que encuentre y clávesela en el ojo».
Cosa que esperaba con toda mi alma que estuviera haciendo, pero que no me detuve a comprobar, porque en aquel momento le estaba hundiendo la silla del escritorio en la cara al segundo fulano. Hundiéndosela, no golpeándole con ella. No como en las riñas de salón de las viejas películas del Oeste. Como un domador de leones en el circo. Porque usar una silla como extensión de un puñetazo hace que concentres toda la fuerza de tu cuerpo en los tres centímetros de diámetro de la pata. Masa y velocidad, como en el béisbol, como en todo. Esperaba, como poco, partirle el cráneo y, como mucho, provocarle la muerte cerebral instantánea. Albergaba la esperanza de que una astilla de hueso de dos centímetros y medio por dos centímetros y medio se le clavase en el tejido blando. Cosa que quizás hubiera conseguido. No lo podía saber a las primeras de cambio. Sería algo que determinarían en la autopsia. En cualquier caso, muerto o grogui, cayó al suelo como un saco. Era el que nos había traído en el Skoda. Tiré la silla y pasé por encima de él a toda prisa para encargarme de los otros dos.
«Enfrentarme a dos no me supone ningún problema —le había dicho—. No se preocupe por mí. Usted encárguese del primero. Si la esquirla no es suficiente para matarlo, remate la faena con el cajón del escritorio, golpéelo con la punta en el puente de la nariz. Fuerte. Y siga haciéndolo hasta que no se mueva».
El tercero había frenado en seco al presenciar lo que les había pasado a los dos primeros, y el cuarto había chocado de bruces con él, una escena cómica, sin duda, pero que terminaba ahí. El factor sorpresa ya no nos proporcionaba ninguna ventaja y, además, no eran idiotas. Dieron media vuelta a todo correr y se retiraron para reagruparse, que era lo más inteligente. Ninguno llevaba pistola, con lo que descendía el riesgo. Londres era diferente. Las pistolas eran para las ocasiones especiales, no para trabajos rutinarios. Me preocupaban más los cuchillos, porque no me gustan mucho, mientras que a los londinenses, por lo visto, les encantan. Pero tampoco empuñaban ninguno. Al menos de momento. Porque era imposible saber qué llevaban en los bolsillos.
El taller, desordenado a rabiar, era más grande que una cancha de baloncesto y estaba lleno de herramientas y tubos, bloqueado aquí y allí por coches y elevadores, iluminado solo con electricidad. La persiana seguía cerrada. Los dos que tenía delante se separaron unos seis metros entre sí, se detuvieron, se giraron y rebuscaron. El tercero se inclinó a la izquierda y cogió una llave de ruedas, mientras que el cuarto se agachó a la derecha y cogió una llave inglesa de un banco de herramientas. El tercero era el que había salido del despacho acompañando al jefe. El cuarto, el que había salido de entre las sombras y cerrado la persiana. Avanzaron un paso hacia mí, al unísono, balanceándose, preparados, con los brazos por delante, sin quitarme ojo, inexpresivos, decididos. No era la peor situación en la que me había encontrado. Vidas duras y conflictos marcados en su ADN, y puede que algún que otro año de servicio militar, y puede que algún que otro año de guerra de guerrillas y, desde luego, los huevos para trabajar de rompehuesos a las órdenes de tipos como Charlie White y Karel Libor y llevar una vida turbia en una capital extranjera. No iban a cagarse en los pantalones porque les gritara: «¡Bu!».
Imaginaba el Bentley del Pequeño Joey abriéndose paso entre el tráfico, pero supuse que aún me quedaba mucho tiempo. No tenía por qué apresurarme. Siempre es mejor que sean ellos los que vienen hacia ti. Que sean ellos los que atacan. Porque así te enseñan cómo se mueven, lo que te muestra cuáles son sus debilidades.
Permanecimos de pie casi un minuto, que sin embargo me pareció mucho más tiempo, mirándonos, conformando un inmóvil triángulo silencioso; los tres tensos, los tres balanceándonos un poco, pero calmados, ágiles, mirándome ellos a mí, mirándolos yo a ellos, primero a uno, luego al otro, confiando en la visión periférica, mientras memorizaba el territorio, estudiaba los ángulos y planeaba las rutas. A mi izquierda tenía el Skoda en el que habíamos llegado y más allá había, en un elevador, un coche que estaba negro y sucio por debajo, y luego había un espacio vacío, y luego, una berlina polvorienta aparcada en una esquina, con las ruedas desinfladas y sin uno de los laterales delanteros; y al otro lado, estantes con piezas guardadas en cajas de cartón sucias, y ruedas, algunas nuevas, con la etiqueta adhesiva todavía, pero la mayoría viejas, y una máquina para equilibrar neumáticos, y embudos para el aceite, y barriles llenos de trapos viejos, y una triste pila de silenciadores oxidados a la espera de que alguien se deshiciera de ellos. Detrás de mí había más de lo mismo, además del despacho, del que salió un repentino quejido suave. Si de hombre o de mujer, no habría podido asegurarlo, pero no me giré para comprobarlo.
El cuarto se movió. La llave inglesa que empuñaba era una preciosidad enorme, de acero mate, yo diría que de unos cuarenta y cinco centímetros de largo, con mordazas de cinco centímetros de anchura en cada extremo. Para alguna pieza grande y reforzada, supuse. Para los casquillos de la suspensión, quizá. Fuese eso lo que fuese. No sabía nada de mecánica. Conocía algunos términos, pero no lo que significaban. Sujetaba la llave inglesa como un martillo, la levantó y dio un paso adelante. El otro debería haber venido a por mí mientras estaba distraído, pero no lo hizo. Quizá no le gustara trabajar en equipo. Cada cual por su lado. Lo que me venía muy bien. Enfrentarme a dos no me supone ningún problema, pero a nadie le gusta tener que esforzarse más de lo necesario.
Dio otro paso. Seguía con la llave inglesa levantada como un martillo. Yo también di un paso adelante porque quería que mi subconsciente tuviera claro qué había detrás de mí, que, por fuerza, tenía que ser el espacio vacío del que acababa de salir. Y porque moverse hacia delante siempre es mejor que hacerlo hacia atrás. Pone nervioso al rival, aunque solo sea un poco: «Tengo una llave inglesa, la sujeto como un martillo y he dado un paso adelante… ¿Por qué no sale corriendo?».
«Ven y descúbrelo, chaval».
Siguió adelante con un ligero gesto de incertidumbre en el rostro y, detrás de él, su colega también empezó a avanzar, un paso. Hora de que empezara el espectáculo. Observé al de la llave inglesa, observé sus caderas y su cintura, a la espera de la más mínima seña de acción inminente, y la vi. Preparó las piernas y elevó el codo unos pocos centímetros, con lo que su intención resultaba más clara que el agua. Se iba a lanzar a por mí con la llave inglesa bien alta y pretendía dejarla caer como si fuera un tomahawk, de lleno sobre mi cabeza a poder ser, aunque le daba igual que no fuese así porque tenía casi noventa centímetros de objetivo: mi hombro izquierdo, la cabeza, el hombro derecho. Con romperme la clavícula tenía de sobra.
Así que fui a por él, en dos zancadas, como un boxeador con el objetivo de noquear a un oponente indefenso, y en un suspiro toda su seguridad desapareció y pasó de una actitud ofensiva a una defensiva, de pánico, con lo que arqueó un poco la espalda e incluso levantó un poco más el codo, como si considerase que ahora tenía que darme un golpe mucho más terrible. Y esa fue su debilidad. Para golpear con instrumentos romos tienes que llevarlos hacia atrás primero, lo que es un malgasto de movimiento. En el momento decisivo, su arma se movía justo en la dirección contraria.
Puse la palma izquierda en la parte de abajo de su codo y empujé con fuerza, aprovechando su propio impulso, llevando su brazo mucho más atrás de lo que él había previsto, llevando su antebrazo más allá de la vertical, llevando el peso de la llave inglesa hasta su espalda, casi a punto de que le golpeara en el culo, momento en el que pasé la mano derecha por detrás de él, cogí la herramienta, la retorcí para que la soltara y la alejé de su alcance. Lo que no era ningún malgasto de movimiento. Al alejar la llave inglesa de su alcance, ya la estaba llevando hacia atrás. La dejé caer acto seguido con todas mis fuerzas, plana, y le di en un lateral de la cara, justo debajo del pómulo, lo que debió de machacarle los molares superiores, si es que le quedaba alguno, y la articulación de la mandíbula, y moverle el cerebro dentro del cráneo como una medusa en una campana de cristal.
Se cayó hacia atrás de lado, como un árbol, sobre el hombro derecho, y oí cómo se le escapaba un «ufff» y su sien impactaba contra el suelo. Momento en el que yo ya avanzaba a paso ligero hacia su colega, casi convencido de que no iba a hacer lo único que podría haberle salvado. Y no lo hizo.
No me tiró la llave de ruedas. Siguió con ella en la mano, en repentina actitud defensiva, como su colega, retrocediendo, arqueándose hacia atrás.
Fin de la partida. Automático. Uno contra uno. Yo contra él. Dejé resbalar la llave inglesa por la mano hasta que noté uno de los bordes en la palma, la sujeté con fuerza y le clavé la herramienta como si fuera una espada; mi brazo medía metro y medio gracias a ella. Podrías haber peinado cualquier bosque tropical del mundo en busca del babuino o el orangután con los brazos más largos, que no habrías encontrado uno solo capaz de alcanzar tan lejos como yo. Mi rival podía sacudir su llave de ruedas como un hacha tanto como le viniera en gana, que jamás conseguiría acercarse a mí siquiera.
—¿Dónde están Kott y Carson? —le pregunté.
No respondió.
—Los dos que están escondiendo los Chicos de Romford. ¿Dónde están? —le pregunté otra vez.
Siguió sin responder.
Volví a clavarle la llave inglesa, en el pecho, visto y no visto. Las mordazas abiertas de la llave eran afiladas. Pegó un grito y se retiró casi un metro. Yo lo avancé.
—¿Dónde están? —insistí.
No sabía de qué le estaba hablando. Era evidente. Su mirada estaba vacía. No era una evasiva. Puede que las bandas estuvieran cooperando solo hasta cierto punto y que la información importante aún estuviera compartimentada.
—¿Dónde tenéis las pistolas? —le pregunté esta vez.
No respondió. Sin embargo, esta vez sí que noté una evasiva en su mirada. Y determinación. Lo sabía, pero no me lo iba a decir.
Volvió a salir un quejido suave del despacho y Casey Nice me gritó:
—¡Reacher, dese prisa!
Y es lo que hice. Pinché de nuevo al tipo con la llave inglesa y él, con la intención de protegerse, la golpeó con la de ruedas, lo que produjo un chirriante sonido metálico. Y volví a pincharle y él volvió a desviar la herramienta, esta vez concentrándose en nuestras respectivas actividades, del tronco, la cabeza y las extremidades superiores, que era justo lo que yo pretendía que hiciera, porque así podía dar un paso adelante y pegarle una patada en las pelotas sin impedimento alguno.
Y menuda patada le di. Masa y velocidad, como en el béisbol, como en todo. Se le cayó la llave de ruedas y se dobló, se las agarró, esforzándose por respirar, con arcadas, con la cabeza colgando, arrodillado justo delante de mí. Lo que me proporcionaba el tiempo y el espacio para elegir el punto. Le pegué un golpe fuerte en la sien con la llave inglesa, en serio pero no letal, como un jugador de tenis calentando. Se desplomó de lado y se quedó tendido.
Entonces corrí al despacho para ver cómo se las estaba arreglando Casey Nice.