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En un primer segundo, el clic de la cerradura me pareció normal, congruente en cierto modo con todo aquel folletín de intriga y misterio que nos habían hecho vivir desde el principio, empezando por el estereotipo con patas que había detrás del mostrador de la casa de empeños. La exageración de cerrar con llave la habitación al final de la operación podría resultarles realista a algunos compradores, y quizás incluso emocionante, por evocar situaciones similares, en almacenes llenos de cajas, todas ellas llenas de armas recién salidas de fábrica.

Pero en el segundo segundo deseché la teoría porque estaba fuera de lugar. En aquel punto todavía éramos dos partes en una negociación, ambas comportándonos con educación, cautelosas y escépticas, cómo no, como cuando compras un coche de segunda mano, pero con una buena conducta. Nadie encierra a los clientes. Al menos cuando el partido acaba de empezar.

Por lo tanto, el tercer segundo lo pasé dándome cuenta de que algo iba muy pero que muy mal y sintiendo en la cara, en el cuello y en el pecho unos pinchazos fríos que no me resultaban extraños. Miré a Casey Nice, que me devolvía la mirada, confirmando que aquello se acababa de poner feo, y empecé a repasar mentalmente, con el piloto automático encendido, los elementos a los que tendríamos que enfrentarnos: «Paredes, una puerta, una ventana, cuatro tipos fuera», y, entonces, en el cuarto segundo pensé en «quién» y «por qué», lo que empeoraba la situación.

Porque, en lo que a los serbios respectaba, éramos clientes, nada más. Quizá, vete tú a saber, se les hubiera pasado por la cabeza la peregrina idea de que éramos parte de un extraño programa de intercambio de estudiantes en el que agentes noveles del FBI viajaban becados a Londres, y que quizás incluso hubiera polis londinenses haciendo lo mismo en Nueva York, Los Ángeles o Chicago. Pero lo más probable era que no. Así que éramos clientes, no nos diferenciábamos en nada de un yonqui hablando con uno de sus camellos o de un pavo negociando con una puta. Y a los clientes se les da lo que piden, no se los encierra. O la empresa quiebra la hostia de rápido.

Entonces, ¿a qué se debía aquello? Solo cabían dos posibilidades, la primera de las cuales estudié en profundidad en el quinto segundo. Puede que los Chicos de Romford estuvieran tan paranoicos que hubieran conseguido que todo el mundo anduviera alerta, por ejemplo, poniendo precio a nuestra cabeza y haciendo llegar nuestra descripción a toda la red criminal. Puede que Charlie White tuviera un teléfono rojo sobre el escritorio, como el del Despacho Oval, para esas llamadas en las que los jefes tenían que tragarse el orgullo. Puede que en esa ocasión estuviera deseoso de aceptar ayuda de todo el que quisiera vendérsela.

O, durante el sexto segundo, la segunda posibilidad, que estaba ahí mismo, en las palabras de O’Day durante la reunión que había tenido lugar tras la barbacoa abortada en aquel asador: «Un grupo serbio del oeste de Londres y una banda londinense de corte clásico, chapados a la antigua, del este. Según el MI5, Karel Libor era un grano en el culo para ambos». Para ambos. Lo que podía convertir la película en una coproducción. Una empresa conjunta. Una alianza que durase hasta que finalizase el asunto que se traían entre manos. Una tregua aislada. Compartirían esfuerzos, compartirían beneficios, compartirían quehaceres, compartirían información. Era imposible que Kott y Carson estuvieran más a salvo, porque todo Londres quedaría cubierto, de este a oeste, como la línea District. ¿Cuánto costaría eso? Un pulso firme, vista de águila y un proyectil del calibre 50, como es evidente, pero, probablemente, también dinero. «Están derrochando el dinero. No están reparando en gastos. Quieren soluciones fáciles y tienen el presupuesto necesario para obtenerlas».

Fuera como fuese, bien contratados para que les echaran una mano, bien socios a partes iguales, acababan de dejarnos encerrados por alguna razón. Que permaneciéramos allí hasta que tuviera lugar un acontecimiento predeterminado e inminente. Que, casi seguro, consistiría en la llegada de unos terceros. La escolta de los prisioneros y el principal interesado. El Pequeño Joey, seguro, rodeado de sus secuaces: toda una cohorte por detrás. Aparecería en el Bentley y vendría seguido de otros vehículos, más Jaguars, seguramente, y, por lo menos, una furgoneta negra.

Por nosotros.

Aquello no pintaba bien.

—Nos hemos metido solitos en la boca del lobo, ¿verdad? —preguntó Nice.

—Tenemos algo de tiempo —le dije.

—¿Cuánto?

—No estoy seguro. Pero Londres es grande y el tráfico es lento, y estamos en la otra punta de la ciudad. Tienen que organizar un pequeño convoy. Para eso tardarán diez minutos, por mucho que estén todos sobre aviso. Después tendrán que describir un círculo amplio hacia el norte o cruzar el centro de la ciudad. East End, Westminster, Paddington. Puede que tengamos una hora. O más. Yo diría que cerca de noventa minutos.

—¿Para qué?

—Para lo que sea preciso.

—¿Puede abrir la puerta de una patada?

La puerta era de madera robusta, endurecida con el paso del tiempo y encajaba a la perfección en el marco.

—Podría desde fuera —le dije—. Probablemente. Pero no desde dentro.

—Podríamos romper la ventana.

La ventana no era la original victoriana. Era un modelo de los años treinta, diría yo, con el que habían reemplazado la antigua en favor de los beneficios que aportaba la moderna. Poco mantenimiento, porque estaba hecha de aluminio o de algún tipo de metal galvanizado, y evidente solidez para soportar grandes hojas de vidrio que dejasen entrar más luz. Hojas tan altas como un hombre de estatura mediana. El cristal parecía normal y corriente.

—Creo que vamos a tener que romperlo, sí —le dije.

—¿Adónde da?

Se respondió a sí misma mirando por ella, a derecha e izquierda, bien cerca, con la nariz pegada al vidrio. Delante no había más que una pared de ladrillo.

—Es un callejón —me explicó—. Bastante largo y estrecho. Yo diría que está ciego por ambos extremos. Si saliésemos, quedaríamos atrapados. A menos que pudiéramos entrar por la ventana trasera de otro edificio. Y salir después por su puerta principal.

—No se preocupe por todo eso ahora mismo —le dije.

—¿Y cuándo debería empezar a hacerlo?

—Primero esperamos. Cinco minutos. Podríamos estar equivocados. Puede que solo haya sido un exceso de entusiasmo. Puede que vuelva con un precio.

Esperamos. Cinco minutos. El tipo no volvió, ni con precio ni sin él. El taller estaba en silencio. Desde luego, no se estaba llevando a cabo el mantenimiento de ningún vehículo de motor. Situación que, por lo visto, había malinterpretado por completo. Pensaba que a los mecánicos los habían mandado a dar una vuelta para que la venta de las armas se hiciera en privado. Pero era nuestra captura la que se supone que debía hacerse en privado.

Pistas malinterpretadas, conexiones malinterpretadas, aumento del riesgo.

Culpa mía.

«Dominique Kohl».

—Tenemos que hacer un inventario completo de la habitación —dije.

—¿Qué buscamos? —preguntó Casey Nice.

—Lo que sea. Cuando sepamos lo que tenemos, decidiremos cómo utilizarlo.

Pero no teníamos gran cosa. En cuanto a objetos grandes, fácilmente visibles, había tres sillones, un escritorio y una silla para el mismo. Los sillones eran de esos que se veían hace treinta años en la sala de espera de las empresas. Daneses, lo más probable. O suecos. Patas de madera gruesas y tirando a cortas bajo un sencillo tapizado, con el relleno aplanado y la tela ajada por el paso del tiempo. El escritorio era aún más viejo. De roble, de formas y estilo tradicional, con un cajón en el centro, sobre las rodillas, y tres más a cada lado, los de más abajo tan altos como para almacenar archivos. La silla que lo acompañaba parecía de comedor. O de cocina. Sin ruedecitas, sin brazos, sin mecanismo reclinable. Sin soporte lumbar, nada ergonómica. Cuatro patas robustas; un asiento duro con la vaga forma de unas posaderas y un respaldo recto.

Ni teléfono, ni lamparita de escritorio, nada en las paredes, ni cuchillos o tenedores olvidados tras comer a toda prisa en el trabajo. Ni cables eléctricos, ni cargadores de móvil, ni abrecartas, ni pisapapeles. En el cajón del escritorio que quedaba encima de las rodillas había tres clips olvidados hacía muchísimo tiempo dado su aspecto, una solitaria viruta de lápiz de alguna vez que se le hubiera sacado punta a alguno y polvo y arenilla en los rincones, nada más. Cinco de los otros seis cajones estaban igual de vacíos, pero en el alto de la izquierda había un jersey apestoso y viejo que quizás alguien hubiera dejado allí un día de mucho calor y que allí se había quedado. Era de lana de color crudo, con coderas y hombreras de tela vaquera. Una talla M fabricada por alguien de quien jamás había oído hablar.

Nos quedamos parados.

—¿Qué esperaba encontrar? —preguntó Casey Nice.

—Una división acorazada habría estado bien —le respondí—. Pero me habría conformado con un par de MP5 Heckler & Koch y una decena de cargadores. Incluso con una caja de cerillas.

—Pues no tenemos nada.

—Tenemos lo que tenemos.

—¿Y qué vamos a hacer?

Así que le conté lo que íbamos a hacer y lo repasamos a conciencia una y otra vez antes de ponernos manos a la obra.