Y allá que fuimos. Y, en efecto, nos llevaron. Un tipo salía de detrás del mostrador justo cuando nosotros entrábamos en la oficina. Era una versión del prestamista, solo que algo más joven, algo menos encorvado y con algún que otro kilo más, pero con la piel igual de oscura y también sin afeitar. Un primo, lo más probable, o un vecino del mismo pueblo, allá en la madre patria. Nos llevó hasta una berlina Skoda aparcada junto a la acera. Un taxi. Nosotros montamos atrás y él delante. Al volante. Arrancó, pisó el acelerador, se incorporó a la circulación y oímos el clic de los seguros cuando se alcanza una velocidad preestablecida.
No tenía sentido preguntar adónde íbamos. No se lo íbamos a sacar. El conductor silencioso era uno de los personajes de la obra. Aunque, qué más daba. Aunque solo fuese a grandes rasgos, ya lo sabíamos. Sin duda, íbamos hacia el norte. No era necesario que supiéramos cuál era el siguiente barrio engullido por Londres al que se llegaba siguiendo aquella dirección, siempre y cuando pudiéramos imaginárnoslo. O parte de él. La importante. Un almacén, lo más probable, en una zona industrial anodina y desierta construido en una de las deprimentes afueras del deteriorado casco urbano de la ciudad, o una especie de granero a campo abierto, cerca de un entramado de calles, o quizás un granero de verdad, en el campo, a una hora o más del norte de la ciudad. Quizá fuera a ser un viaje largo. Por su sonido, el motor del Skoda era diésel. Es decir, económico. Me incliné hacia delante y consulté el dial del combustible. Hasta arriba.
El tráfico era lento y el paisaje siguió siendo el típico de las afueras durante mucho tiempo. Vi el arco de un enorme estadio de fútbol, lo que me indicó que habíamos llegado a Wembley. Seguíamos hacia el norte. Pero resultó que, por largo que fuera a ser el viaje, no íbamos a salir de la ciudad. Giramos al poco rato y dimos unas cuantas vueltas, casi desandando el camino, hasta que vi un cartel que decía «Wormwood Scrubs». Una famosa cárcel de Londres, si no me equivocaba. Con lo que me hice una idea del tipo de barrio al que íbamos.
Sin embargo, no fuimos directos a la cárcel. Las calles por las que pasábamos se volvían un poco más oscuras y tristonas cada vez, pero dejamos la avenida principal unas manzanas antes de llegar a lo peor. Giramos a la izquierda de repente, y a la izquierda de nuevo para cruzar un paso que había en un muro de ladrillo, luego entramos directos en un enorme edificio, también de ladrillo, que bien podría haber sido una cochera para tranvías cien años atrás, o una fábrica de cuando la gente hacía cosas en la ciudad, no solo ruido y dinero. Ahora, a juzgar por lo que se veía, era un taller de reparación especializado en arreglos rápidos y chapuceros de minitaxis. Había pilas de neumáticos medio rotos, grises y polvorientos, y todos los coches eran similares al Skoda en el que nos habían traído. Había un montón de ellos, uno en lo alto de un elevador de dos columnas, otros con partes de la carrocería abollada, todos, por lo visto, en proceso de adecuación al código de los minitaxis. «Podríamos perder la licencia», había dicho el de Barking. Estaba seguro de que había muchas maneras de perderla, además de haciendo una inadecuada contratación de sus servicios.
Nos detuvimos en un área de trabajo vacía, como si quisiéramos que nos cambiaran el aceite o que comprobaran la anchura del eje. El sonido de nuestro motor retumbaba al rebotar contra las paredes. Por detrás, un tipo salió de entre las sombras, cruzó el garaje y pulsó un botón grande y verde que había en la pared. Acto seguido, una traqueteante persiana de seguridad empezó a cerrar la puerta por la que acabábamos de entrar. La franja de luz diurna fue haciéndose cada vez más estrecha, hasta que desapareció por completo y quedamos iluminados únicamente por el brillo débil de los plafones eléctricos que colgaban de las vigas.
El que nos había llevado apagó el motor, bajó y le abrió la puerta a Casey Nice, no sé si debido a la anticuada caballerosidad de los Balcanes o porque estaba impaciente. Casey Nice bajó del coche y yo lo hice por mi lado y me abrí paso entre herramientas y tubos hasta el espacio vacío que quedaba detrás del minitaxi. El que había cerrado la persiana se acercó, igual que otros dos que salieron de un cuartucho y, de pronto, nos encontrábamos ante un grupito que nos superaba en número por dos a uno. Estaban cortados todos por el mismo patrón, ni jóvenes ni viejos, con la piel muy oscura y sin afeitar, de un tamaño muy adecuado, silenciosos y cautos. Ninguno de ellos era mecánico. Ninguno llevaba un mono manchado de aceite y una llave inglesa en la mano. Les habrían dicho que fueran a dar un paseíto hasta que acabaran con el negociete secreto.
Uno de los dos que habían salido del cuartucho nos miró de arriba abajo y nos preguntó:
—¿Quiénes son ustedes?
Parecía que fuese a ser el que llevara la voz cantante.
—Somos estadounidenses con dinero que quieren comprarles una cosa —respondió Casey Nice.
—¿Cuánto dinero?
—Suficiente, estoy segura.
—Qué confiados… Al venir aquí, ¿no? Podríamos quitarles el dinero sin más.
—Podrían intentarlo.
—¿Llevan micros?
—No.
—¿Pueden demostrarlo?
—No pretenderá que me quite la blusa, ¿verdad?, porque no pienso hacerlo.
El jefecillo no dijo nada, pero su boca se humedeció y empezó a temblar ligeramente, como si estuviera pensando que obligarla a hacerlo sería una idea excelente.
—Puede usted echarle una ojeada a nuestro pasaporte —empecé a decir— y preguntarse qué probabilidades hay de que las autoridades británicas contraten a ciudadanos extranjeros para tenderles una mierda de trampa. Después puede echarle un vistazo al dinero, y nosotros se lo echaremos a la mercancía. Así es como lo vamos a hacer.
—No me diga.
—Claro que se lo digo.
Se quedó mirándome con dureza, pero le mantuve la mirada. Lo más probable era que fuese su primera lucha de miradas del día, pero estaba destinado a perderla. Quedarse mirando no es difícil. Puedo tirarme todo el día haciéndolo. Sin parpadear, si quiero, que, aunque doloroso, siempre es útil. El truco consiste en no mirarlos de verdad, sino en enfocar la vista unos nueve metros más allá, en nada en concreto, lo que les confiere una expresión vidriosa a tus ojos y hace que el otro se preocupe, sobre todo, por lo que se te estará pasando por esa mirada vacía.
—Vale, enséñenme los pasaportes —dijo el tipo.
Fui el primero. Le tendí la rígida libreta azul, novísima pero indiscutiblemente legal. Pasó las hojas adelante y atrás, tocó el papel y comprobó la fotografía. Y, por lo visto, también los datos impresos, porque me miró y me dijo:
—No nació usted en Estados Unidos.
—Solo en la práctica. Los hijos de militares que sirven en el extranjero se consideran nacidos en Estados Unidos a todos los efectos legales y constitucionales.
—¿Ha sido militar?
—Seguro que nos recuerdan. Les pateamos el culo en Kosovo.
Se quedó callado un instante.
—¿Y ahora es guardaespaldas? —preguntó.
Asentí.
—Y será mejor que se lo crea —le aconsejé.
Me devolvió el pasaporte. No miró el de Casey Nice. Con uno le bastaba.
—Acompáñenme al despacho y hablamos —dijo.
El despacho era cuadrado, de cuatro metros y medio de lado, y se había quedado un tanto pequeño. Se trataba de un hueco que se le había ganado al taller hacía décadas, siguiendo, seguramente, la disposición de los cables de la luz. Parecía que las paredes, enlucidas y pintadas con una especie de color institucional, un verde soso, como puré de guisantes, no tuvieran más de un ladrillo de grosor. Tenía una ventana con marco de aluminio, debajo de la cual había un escritorio y tres sillones. No había armeros. No había armarios. Tan solo era un sitio en el que hacer negocios, como el despacho de un comercial junto a un aparcamiento lleno de coches de diez años.
—Por favor, tomen asiento —dijo.
Pero como no lo hicimos, decidió sentarse él primero, puede que para dar ejemplo o para que confiásemos en él.
Nos sentamos.
—¿Qué están buscando? —preguntó.
—¿Qué tienen? —respondí.
—Pistolas.
—Pues dos. Ambos llevamos. La gente no se lo espera.
—¿Qué les gusta?
—Cualquier cosa que funcione. Y para lo que tenga munición.
—Lo que más tenemos son 9 mm. En Europa es fácil conseguirlas.
—A mí me parece bien.
—¿Les gustan las Glock?
—¿Es lo que tienen?
—Es de la que más tenemos. Glock 17 nuevecitas. Si es que quieren que sean iguales.
—Y cien balas para cada una.
Hizo una pausa corta y asintió.
—Voy a ver cuánto cuesta eso.
Se levantó, salió del despacho y cerró la puerta tras de sí. Con llave.