Los grandes autobuses rojos pasaban en ambos sentidos y decidimos ir al sur, con la idea de hacer transbordo en el siguiente cruce importante y dirigirnos hacia el oeste y luego, al centro. Solo teníamos billetes grandes, cosa que supusimos que no sería bien recibida en un autobús, así que entramos en una tienda veinticuatro horas y compramos dos tarjetas de transporte que tenían el nombre de un molusco bivalvo. Después buscamos la parada de autobús más cercana y permanecimos en las sombras hasta que vimos llegar el que esperábamos, acercándose atropelladamente entre el tráfico. Eran más de las siete y estaba cansado. Casey Nice parecía agotada. Llevaba casi un día y medio sin dormir.
Las afueras de Londres eran vastas y el autobús avanzaba con lentitud, así que probamos suerte y nos bajamos en Barking porque sabíamos que había una estación de metro, transporte que supusimos más rápido. Consultamos el mapa que había en la estación y cogimos la línea District, que tenía una parada en un sitio llamado St. James’s Park, cuyo nombre nos llevó a pensar que estaría próxima a enclaves agradables. Y así fue. Cuando salimos a la calle, a la noche, vimos un cartel que indicaba que la abadía de Westminster se encontraba en una dirección y el Palacio de Buckingham, en la otra. Y había un hotel enorme justo al otro lado de la calle. Cinco estrellas. No era el Ritz ni el Savoy, pero aquella flamante cadena internacional nos pareció adecuada en todos los sentidos.
Entramos y el recepcionista se aprovechó de nuestro evidente cansancio al asegurarnos que solo les quedaban libres suites, que costaban lo mismo que alquilar durante un mes una casa con piscina al otro lado de Pope Field, pero como invitaban los Chicos de Romford, nos dio igual. Pagué la desorbitada suma con parte de uno de los rollos grasientos y, a cambio, nos dieron dos llaves electrónicas e información pormenorizada del servicio de habitaciones, los restaurantes, los servicios especiales y las áreas de negocios, y también una contraseña para el wifi. Casey Nice compró un cepillo de dientes en la tienda del vestíbulo y cogimos el ascensor. La acompañé hasta la puerta de su habitación y esperé a que entrara. Luego fui a la mía, que no justificaba su categoría por ser especialmente grande, sino por tener la cama casi oculta debajo de un mar de almohadones recargados. Los tiré al suelo barriéndolos con el brazo y dejé mi ropa encima, me metí en la cama y me quedé dormido de inmediato.
Casey Nice me despertó once horas más tarde por el teléfono de la habitación. Parecía alegre, animada. Si se debía a tantas horas de sueño o a que la química le había mejorado la vida, no lo sabía.
—¿Quiere desayunar? —me preguntó.
Mi reloj interno marcaba algo más de las ocho de la mañana, y la luz ya entraba brillante por la ventana.
—Por supuesto, llame a la puerta cuando esté lista.
Cosa que hizo unos diez minutos después de que me hubiera duchado y vestido. Como es evidente, llevaba la misma ropa del día anterior, pero no parecía que eso la incomodase especialmente. Bajamos al restaurante y nos dieron una mesa para dos en una esquina alejada. Estaba lleno de gente elegante y acicalada que hablaba de órdenes del día y cerraba negocios, algunos cara a cara, otros por teléfono. Pedí comida británica, con mucha grasa y azúcar, pero con café, no con té. Casey Nice pidió algo más ligero y dejó el móvil junto a la servilleta para consultarlo con facilidad.
—Según el general O’Day —dijo—, a estas horas de la mañana ni el MI5 ni la policía local saben nada de la baja sufrida por los Chicos de Romford. Parece que Charlie White quiere mantenerlo en secreto.
Asentí. Era de esperar. El procedimiento habitual. El muerto habría acabado en la trituradora de coches de algún desguace o en alguno de los comederos de cerdos de una granja de Essex más o menos a la misma hora a la que nos íbamos a la cama.
—Además —prosiguió—, dice que seis de los ocho países han intentado establecer contacto de manera encubierta con el cordón exterior y han fallado.
Asentí de nuevo. Evidente. Ahora, los Chicos de Romford actuarían con máxima cautela. Se arriesgarían a perder un buen trato con tal de proteger la misión.
—A lo largo del día —siguió— nos enviará un listado completo de los integrantes de la banda. Y de las ubicaciones. Aunque esto último será complicado. Existen muchas posibles, incluidas fincas rústicas distantes. Además de que lo más probable es que ya estén utilizando la infraestructura de Karel Libor, lo que les proporciona muchas más.
Asentí por tercera vez. Kott y Carson eran agujas en uno de entre, digamos, un centenar de pajares que ni siquiera sabíamos dónde estaban, y allí se iban a quedar de momento.
—Y la mejor manera de acercarse a los serbios es una tienda de empeños de Ealing —continuó—, un barrio que se encuentra en las afueras, en la zona oeste, casi a medio camino del aeropuerto. Ya lo he buscado en el mapa.
—Sí que ha estado ocupada. Espero que haya dormido algo.
—Así es. Me siento genial —me aseguró.
No le pregunté por las pastillas.
—Sabía que la empresa de minitaxis no era trigo limpio, ¿verdad? —dijo—. Desde el primer momento.
—Una suposición fundamentada —le respondí.
—Lo hizo para llamar su atención. Como lo de que nos recogieran en el hotel y nos llevasen a Wallace Court. Ese era el plan que trazó en el avión. Decidió que lo mejor era hacer que fuera el cordón el que estableciera contacto con nosotros.
Me estaba reconociendo más méritos de los que me correspondían. En especial, por considerarlo un «plan».
—No tenía claro cómo se comportarían. Nunca lo tienes. Lo importante es cómo reaccionas.
Se quedó callada unos segundos.
—¿Quiere decir que no tiene ningún plan?
—Digamos que tengo un objetivo estratégico general.
—Que es…
—Salir echando leches antes de que empiecen a repasar las cintas.
—Venga, vamos a Ealing —dijo.
Volvimos a la estación de metro de St. James’s Park y su mapa nos enseñó que la misma línea District en la que habíamos llegado continuaba en dirección oeste, hasta una estación llamada Ealing Broadway, que, según el móvil de Casey Nice, era a donde queríamos ir, lo que nos venía de perlas. Así que esperamos en la estación, que, literalmente, era tubular, como el nombre que recibía el metro en la ciudad, «Tube»; nos subimos al siguiente tren que llegó y nos preparamos para un viaje largo.
—Cuénteme algo —le pedí.
—¿Qué quiere que le cuente? —me respondió.
—Dónde nació. Dónde creció. El nombre de su poni.
—No tuve poni.
—¿Y perro, tuvo?
—Casi siempre teníamos alguno. A veces, más de uno.
—¿Cómo se llamaban?
—¿Para qué quiere saberlo?
—Quiero oír cómo me lo cuenta.
—Nací en Illinois, al sur del estado. Crecí en Illinois, al sur del estado. En una granja. Por lo normal, a los perros les poníamos el nombre de los presidentes del Partido Demócrata.
—¿Dónde nací? —le pregunté.
—En Berlín Oeste. Se lo dijo al de Arkansas.
—¿Dónde crecí?
—Según su ficha, por todo el mundo.
—¿Es algo que mi acento le revelaría?
—No tiene usted acento. Es como si no procediera de ningún lado.
—Por lo tanto, será usted la que hable en la tienda de empeños. Su acento es mejor que el mío. Lo más probable es que a los serbios les preocupe que les tiendan trampas, así que los acentos británicos harán que les salten las alarmas. Podría tratarse de un policía de incógnito. Es mejor ser extranjero. Y usted suena de lo más estadounidense. Suponiendo que los serbios sean capaces de reconocer la diferencia.
—Vale —dijo, animada.
Con pastillas o sin ellas, de momento lo llevaba bien.
Seguíamos adelante, traqueteando, moviéndonos hacia los lados por la velocidad, hasta que el tren salió de debajo de la tierra y siguió por la superficie, a plena luz del día, despacio y señorial, como todos y cada uno de los servicios públicos de la ciudad. Nos bajamos en Ealing Broadway, que se parecía a cualquier otra estación de la superficie, y salimos a la calle. Ealing era como los barrios que habíamos visto en la zona este: antiguos asentamientos rurales que la ciudad se había tragado y que, por lo tanto, parecía que estuvieran fuera de lugar. Había un centro comercial alargado, unos cuantos edificios públicos de grandes dimensiones y unos cuantos negocios familiares, uno de ellos con el escaparate blanco y un cartel en el que ponía «Minitaxis Ealing», justo al lado del cual había un negocio en el que parecía que —ya fuera papá, mamá o cualquier otro miembro de la familia— se dedicaran a prestar dinero a cambio de bienes pequeños y valiosos, porque los escaparates tenían barrotes y el letrero decía «Préstamos en metálico Ealing». Me esperaba tres esferas doradas colgando de una horca negra, que yo diría que era el símbolo tradicional de las tiendas de empeño británicas, pero me tuve que conformar con una pequeña réplica de neón en lo alto de uno de los escaparates, que, por lo demás, estaban llenos de bienes abandonados: algunos pequeños, algunos valiosos, algunos pequeños y valiosos, y algunos, ni lo uno ni lo otro.
—¿Preparada? —le pregunté.
—Preparada —respondió.
Abrí la puerta y la dejé pasar. La seguí al interior de una casa de empeños que en nada se parecía a las de las películas. Era rectangular, anodina, pintada casi por completo con un blanco sucio, con parqué en el suelo y fluorescentes en el techo. El mostrador, que nos llegaba por la cintura, tenía forma de herradura, era de cristal y en su interior había más empeños dispuestos de forma desangelada.
Detrás del mostrador había un tipo, a las once en punto, de tamaño mediano y entre cuarenta y cincuenta años, de piel muy oscura, sin afeitar y con un jersey marrón óxido que debían de haber tejido con unas agujas gordísimas. Inclinado sobre el mostrador, limpiaba con un paño que sujetaba entre los pulgares algo pequeño, un brazalete, quizá. Movió la cabeza hacia un lado, como un nadador para respirar, y nos miró, ni hostil ni interesado. Después de un larguísimo minuto nos dimos cuenta de que aquella mirada era el único saludo que nos iba a hacer, así que me quedé un paso atrás mientras Casey Nice se acercaba a él y le decía:
—¿Le importa que eche un vistazo?
La pregunta centró la atención del tipo en ella, pues había usado la primera persona del singular. «Eche», no «echemos». Quedaba claro que yo no iba a comprar nada. Yo no era nadie. El chófer, quizás. Aunque no dijo nada, asintió con la cabeza, un solo movimiento hacia arriba que, dada su postura, era en realidad de lado, lo que parecía adecuado para un espacio de techos bajos como aquel, y un tanto alentador, como si su respuesta fuera: «¿A qué espera?», pero desalentador también, como si al mismo tiempo dijera: «Pero lo que ve es lo que hay».
Seguí donde estaba y Casey Nice empezó a ir de un lado para el otro, acercándose para mirar, tocando el vidrio del mostrador de vez en cuando como si pretendiera aislar algún objeto en particular para apreciarlo mejor, después seguía adelante como si todavía no hubiera visto nada que la convenciese. Recorrió la herradura de izquierda a derecha, y vuelta para atrás, de derecha a izquierda, antes de erguirse y soltar:
—No veo lo que estoy buscando.
El del jersey no dijo nada.
—Una amiga que tengo en Chicago me dijo que había venido aquí.
—¿Para qué? —dijo el del jersey.
No era inglés. Eso, seguro. Tampoco francés, ni holandés, ni alemán. Ni ruso, ni ucraniano, ni polaco. Lo más probable es que fuera serbio.
—A mi amiga le preocupaba su seguridad. Ya sabe, en una ciudad extranjera por primera vez… Sin poder tomar las precauciones que tan legales son en casa.
—¿Es usted estadounidense? —preguntó el del jersey.
—Sí, de Chicago.
—Esto no es un gimnasio, señorita. Aquí no enseñamos autodefensa.
—Mi amiga me comentó que tienen ustedes a la venta una serie de objetos.
—¿Quiere un reloj de oro? Llévese dos o tres y úselos para negociar por su vida.
—No es lo que compró ella.
—¿Y qué compró?
Casey Nice estiró la mano, por lo bajo, hacia atrás. Chasqueó los dedos. Mi turno, supuse. El chófer. O la ayuda. O el de la pasta. Di un paso adelante, saqué el rollo de billetes grasiento del muerto, que sostuve entre el índice y el pulgar sin presionarlo apenas, y di unos golpecitos con él sobre el mostrador como si se tratara de un vaso de whisky lleno de amargo y denso papel moneda. El del jersey lo miró con atención, luego me miró a mí y, a continuación, miró a Casey Nice.
—¿Quién es este? —le preguntó.
—Mi guardaespaldas. Pero no consiguió pasar la pistola por el detector de metales.
—Es que aquí tenemos leyes.
—Leyes hay en todos los lados. Pero, hecha la ley, hecha la trampa.
Volvió a mirar el dinero.
—Vayan a la oficina de minitaxis. La de la puerta de al lado. Alguien los llevará —dijo.
—¿Adónde?
—Eso que quiere no lo tenemos aquí. Demasiada policía. Hacen registros día sí y día también. Aquí tenemos leyes.
—¿Y dónde lo tienen?
No respondió. Cogió el teléfono e hizo una llamada. Pronunció a todo correr una frase corta por lo bajo en un idioma extranjero. Ni en francés, ni en holandés, ni en alemán. Ni en ruso, ni en ucraniano, ni en polaco. Lo más probable es que fuera en serbio. Colgó, nos hizo gestos para que nos largáramos e insistió:
—Vayan. Ellos los llevarán.