Me senté de nuevo y seguí observando el aparcamiento del pequeño supermercado y presencié lo mismo una y otra vez. Los conductores aparcaban, salían del coche, miraban la furgoneta negra, de pronto se mostraban sorprendidos e inseguros, desviaban la mirada y se apresuraban a entrar en la tienda. Minutos después, cuando salían, se largaban como alma que lleva el diablo.
Pasaron diez minutos y Casey Nice no había vuelto.
La noche, detrás de la luz de la farola, estaba oscura como boca de lobo y empezaba a formarse una neblina y una fina capa de rocío sobre la furgoneta negra, que se bamboleaba cada cierto tiempo. El que respiraba debía de estar desesperado. Quizás incluso necesitase ir al baño.
Pasaron quince minutos y Casey Nice no había vuelto.
Al rato, por fin, un conductor aparcó, bajó del coche, miró la furgoneta negra y no salió corriendo. Era más joven, de unos veinte años, con el pelo cortado como con un tazón y aceitoso. Dio un paso cauteloso hacia el vehículo, agachó la cabeza y escuchó. Se acercó un paso más y miró por la ventanilla del conductor, desde el lateral, después estiró el cuello y miró por el parabrisas, por delante.
Sacó un móvil. Mano de obra ansiosa por demostrar su valía, seguro. Volvió a escuchar y empezó a marcar un número, que, lo más probable, le dictaba a gritos el de dentro.
Oí cómo alguien metía una llave en la cerradura y Casey Nice entró en la habitación. Llevaba en una mano dos cajas de pizza, una encima de la otra, como una bandeja, con los dedos bien extendidos, y en la otra una fina bolsa de plástico con latas de refresco cubiertas de condensación.
—¿Todo bien? —le pregunté.
—Hasta el momento… —dijo.
Atraje su atención hacia la ventana con un movimiento de cabeza.
—Un chico está haciendo una llamada.
Puso la cena sobre el tocador y echó una ojeada. El muchacho estaba hablando por teléfono. Se agachó para leer la matrícula. Luego se apartó el teléfono de la oreja y preguntó algo a gritos entre la puerta del conductor y el montante del coche. Tras eso pegó la oreja a la abertura y aguardó la respuesta. El nombre del que respiraba, lo más probable, y que el muchacho repitió por teléfono.
—¿Por qué no rompe la ventana o fuerza la puerta? —preguntó Casey Nice.
—¿Acaso cree que sabe cómo hacerlo?
—Seguro que sí. Es decir, mire qué pinta. Aunque sé que no debería fundamentar mis opiniones en estereotipos, claro.
—Yo diría que el que está al otro lado del teléfono le ha indicado que no lo haga. Vivimos en un mundo chungo. Esos dos no son héroes conquistadores. La han cagado. No merece la pena dañar un vehículo por ellos. Ya traerá alguien una llave.
—¿Cuánto cree que van a tardar?
—Cinco minutos. Puede que diez. En cualquier caso, se darán prisa. Los de dentro les dan igual, pero quieren saber qué ha pasado.
Me levanté de la silla y abrí una de las cajas de pizza. Solo queso, masa blanca con alguna que otra burbuja y ennegrecida por el horno aquí y allí, y más pequeña que las gigantes que se vendían en Estados Unidos.
—Gracias por la cena.
Era lo que mi madre me había enseñado que debía decir.
—De nada.
Cogió la suya y ambos comimos un pedazo. El refresco era una Coca-Cola fría como el hielo. En el aparcamiento, el muchacho había acabado de hablar por teléfono e iba de un lado para el otro, esperando. A que lo felicitaran, lo más seguro. Ya no me cabía duda de que se trataba de mano de obra acumulando puntos positivos.
El móvil de Casey Nice sonó una sola vez, como una campanilla.
—Un mensaje. —Lo comprobó—. Del general O’Day. Quiere saber por qué estamos parados.
—Dígale que estamos descansando.
—Sabe que no estamos en el hotel. Por el GPS.
—Dígale que estamos en el cine. O en el teatro. O en un museo. Dígale que estamos culturizándonos. O haciéndonos la manicura. Que estamos en un balneario.
—Sabe que no. Seguro que ya ha consultado Google Maps. La imagen a pie de calle, lo más probable. Sabe dónde estamos.
—Entonces, ¿para qué lo pregunta?
—Quiere saber por qué estamos inmóviles.
—Dígale que se tranquilice. No tiene sentido que pretenda tenerlo todo bajo control estando a cinco mil kilómetros.
—No puedo. Él nos pone al día a nosotros y se supone que yo he de ponerle al día a él. Es la única forma de que esto funcione.
Me concentré en la escena del aparcamiento. No había cambiado. La furgoneta inerte. El muchacho esperando.
—Vale, pues dígale que estamos actuando de acuerdo con la recomendación de Shoemaker. Dígale que estamos intentando ponernos en contacto con el cordón exterior.
—Me temo que tendré que explicarle cómo. No me va a permitir que se la dé con queso.
—Inténtelo. Le da igual.
—Ni mucho menos. Les preocupa usted.
—A Scarangello. Puede que a Shoemaker un poco. Pero a O’Day se la traigo floja.
—¿Está seguro?
—Pruebe a contarle lo que ha sucedido de verdad —le dije.
Así que ella martilleó la pantalla con pulgares bailarines y yo volví a concentrarme en lo que sucedía al otro lado de la ventana. Que no era gran cosa. La luz, la neblina, la furgoneta, el muchacho. Desvié la mirada y vi que Casey Nice enviaba el mensaje, dejaba el móvil en la cama y cogía un segundo trozo de pizza. Masqué queso, sorbí Coca-Cola y esperé. En el aparcamiento, el muchacho se asomaba a la calle y volvía a la furgoneta cada pocos minutos, apoyaba una mano en ella y gritaba algo a través de la puerta y el montante para consolar al que respiraba, seguramente. «¡Sí, he llamado! ¡Han dicho que venían para aquí! ¡Llegarán en un minuto!».
El móvil de Casey Nice campaneó una vez más. La respuesta de O’Day. La leyó dos veces y me dijo:
—Nos felicita sinceramente y dice que sigamos así.
Asentí.
—La vida humana no significa nada para él. Lo único que le importa es el resultado.
No dijo nada.
—Pregúntele qué información le ha proporcionado el MI5 sobre esta peña de Romford —le pedí—. Fotografías, historias, antecedentes penales, todo lo que tenga. Deberíamos saber con exactitud a quiénes nos enfrentamos.
Empezó a martillear de nuevo. En el aparcamiento, el muchacho volvía a decir algo entre la puerta y el montante. Su lenguaje corporal resultaba conciliatorio. Se retorcía y palmeaba el aire y miraba la calle con actitud esperanzada. «¡Ya llegan, te lo prometo!».
Y, en efecto, llegaron.
Dos coches, ambos negros, ambos con las lunas tintadas, el primero de ellos un Jaguar cuatro puertas, el otro un enorme cupé de dos, largo, bajo e imponente. Un Bentley, diría yo. Llegaron a gran velocidad y se detuvieron de golpe en medio del aparcamiento. Las cuatro puertas del Jaguar se abrieron y salieron cuatro hombres, todos ellos blancos, todos ellos con traje oscuro. Conformaron una especie de perímetro, mirando hacia fuera, con la cabeza alta y las manos a los costados. El muchacho del pelo grasiento se hizo a un lado. El conductor del Bentley bajó del coche. También llevaba traje. Miró a su alrededor: a derecha, a izquierda, delante y detrás, describió un amplio círculo para llegar a la puerta del copiloto y la abrió como haría un chófer.
Y del vehículo bajó un titán.
Salió con la cabeza gacha y el espinazo curvado, doblada la cintura, dobladas las rodillas, y se irguió por etapas, como un mecanismo complejo, como el juguete de un niño que empieza siendo un volquete achaparrado y se va abriendo con diferentes clics, parte por parte, hasta que se transforma en uno de esos robots alienígenas. Era un titán. Tenía los brazos más largos de lo que la mayoría de las personas tienen las piernas, y las manos más grandes que palas, el torso del tamaño de un barril de petróleo, embutido en una chaqueta de traje de tres botones que una persona normal bien podría haber usado de abrigo. Sus pies parecían gabarras, su cuello debía de tener unos treinta centímetros de diámetro, la anchura de sus hombros andaría por los noventa y tenía la cabeza más grande que un balón de baloncesto. Tenía grandes orejas de soplillo, las cejas prominentes, los pómulos pronunciados, los ojos pequeños y hundidos, y la barbilla hundida también, simiesca. Parecía un neandertal de cera salido de un museo de historia natural, solo que era blanco y rubio, no moreno, y que tenía un tamaño que doblaba el de cualquier humanoide prehistórico. Andaría por los dos metros quince y los ciento cuarenta kilos. Puede que incluso más. Aunque era descomunal y desgarbado, se movía con agilidad simiesca, dando zancadas de entre metro veinte y metro y medio, bamboleando sus formidables hombros y con sus inmensas manos oscilando a los lados.
—Dios… —soltó Casey Nice.
—No lo creo —dije—. No lleva ni barba ni sandalias.
Llegó a la parte de atrás de la furgoneta en dos pasos, cuando una persona normal habría necesitado cuatro, y llevó las manos hacia ella, gesto con el que pareció un cisne blanco monstruoso alzando el vuelo. El chófer buscó algo en el bolsillo y se acercó con una llave en la mano. El titán dio un paso a un lado, metro veinte, y el chófer metió la llave en la cerradura, la giró y abrió las puertas, primero la derecha y después la izquierda. Los del Jaguar cambiaron de posición: estrecharon el perímetro y se colocaron mirando al interior, describiendo un semicírculo, cerrando el espacio como transeúntes que se acercaran a presenciar una pelea callejera.
Todos se mantuvieron a la espera.
El que aún respiraba en el interior salió haciendo un esfuerzo, boca abajo, deslizándose con los pies por delante, despacio, agarrotado y dolorido. Se sujetó al borde de la furgoneta, se puso recto y se giró para afrontar las consecuencias. La máscara de sangre parecía de color negro bajo la farola de descarga de gas. Su piel, amarilla. El titán dio un paso hacia el vehículo y miró en su oscuro interior. No podía verle la cara, pero estaba casi seguro de que acababa de hacer una pregunta corta. Probablemente: «¿Qué coño ha pasado?».
El que respiraba no respondió. Se limitó a sacudir la cabeza, a jadear y encogerse de hombros, a levantar las manos con las palmas hacia arriba como si no supiera qué decir. El titán repitió la pregunta. Esa vez, el que respiraba respondió, entre susurros, sin apenas mover la boca ensangrentada, cinco o seis sílabas y nada más. Puede que «nos ha sorprendido», «nos han sorprendido», «se han escapado», «no los hemos cogido».
El titán procesó la información, bajó unos grados la enorme cabeza, la levantó de nuevo, como si ya hubiera digerido la mala noticia, literalmente. Permaneció callado un minuto. Entonces volvió a decir algo, con un lenguaje corporal demasiado amistoso esta vez, como si le estuviera tomando el pelo al que aún respiraba ahora que era consciente de que no sabía nada más. «Erais dos, ¿verdad? Y ellos también, ¿no? Uno, mujer. ¿Ha sido ella la que te ha pegado?». Y esto y lo otro, sarcástico y humillante. Desde donde me encontraba le veía la cara al que aún respiraba, que cada vez parecía más abatido. Y nervioso. Y aterrado. Como si supiera lo que iba a suceder.
Y que sucedió.
El titán se movió con una velocidad asombrosa para alguien de su tamaño. Su puño derecho era del tamaño de una bola de bolos, y su cintura y hombros se crisparon. Le sacudió tal derechazo en toda la cara que el fulano salió disparado contra la puerta izquierda de la furgoneta, rebotó y cayó al suelo, de bruces.
—Qué encantador —dije—. Desde luego, no son el tipo de habilidades de liderazgo que te enseñan en West Point.
El del suelo no se movía. El muchacho del pelo grasiento lo miraba boquiabierto. Casey Nice también miraba, también boquiabierta. ¡Tilín! De nuevo su teléfono. Otro mensaje. Apartó la vista de la ventana.
—El general O’Day me está enviando por correo electrónico los datos que le ha proporcionado el MI5 —me informó—. Debería llegarnos en cuestión de un minuto.
Deslizó el dedo por la pantalla para pasar a otra aplicación y esperó.
El titán se quedó parado un segundo y luego hizo un gesto hacia el Bentley con su enorme cabeza. El chófer se apresuró hasta la puerta del copiloto y se la mantuvo abierta. El titán se acercó, adoptó la posición de entrar y empezó a doblarse de nuevo para caber. El robot alienígena volvió a transformarse en un volquete. Dobló las rodillas, dobló la cintura, encajó los hombros, agachó la cabeza y entró de culo. El chófer cerró la puerta y volvió a describir un amplio círculo, esta vez para llegar a la suya. Dio marcha atrás, media vuelta y desaparecieron.
Dos de los del perímetro subieron al Jaguar y siguieron al Bentley, y los otros dos le dieron la vuelta al que respiraba, lo levantaron por las axilas y las rodillas y lo tiraron al interior de la furgoneta. Cerraron las puertas y guardaron la llave. Uno de ellos sacó un billete rosa de gran tamaño, cincuenta libras esterlinas, diría yo, y se lo entregó al muchacho. Luego subieron a la furgoneta, dieron marcha atrás, media vuelta y desaparecieron tras el Jaguar. El muchacho se quedó solo bajo la luz de la farola, con el dinero en la mano, con cara de esperarse otra cosa, quizás un asentimiento de cabeza, una palmadita en la espalda o la promesa de una futura iniciación. Parecía decepcionado, como en un anticlímax, como si estuviera pensando: «Si hubiera querido cincuenta libras de mierda, habría atracado a una vieja y punto».
El teléfono móvil de Casey Nice hizo un sonido diferente, una especie de clan apagado.
—El correo electrónico del general O’Day —dijo.
Ese mensaje estaba en blanco excepto por el archivo adjunto que contenía. Lo tocó y un documento extenso se abrió deslizándose desde un lado de la pantalla. Nos sentamos en la cama, muslo con muslo, y ella sujetó el teléfono entre los dos para que ambos lo leyéramos. El título era una frase seca y académica de varias líneas sobre las actividades del crimen organizado en Romford y alrededores, Essex, escrito de una forma que, a todas luces, pretendía reflejar el estilo de los servicios clandestinos británicos. Algo típico de la Universidad de Cambridge. Como en el caso de Yale, pero diferente. Desde luego, no se parecía a West Point. Ni al mundo real.
El párrafo inicial era, primero, un descargo de responsabilidad, y después, una confirmación. No había ni pruebas ni condenas criminales, pero consideraban verídica toda la información contenida en el archivo. Decía que la ausencia de pruebas y de condenas se debía a que la banda había intimidado a los testigos y a otras razones que no se especificaban, y que di por hecho que hacían referencia al soborno de agentes locales de la ley.
El segundo párrafo empezaba con una frase escueta que decía que el crimen organizado de Romford, Essex, estaba dominado por una asociación compuesta por residentes de la zona a los que hace mucho que se conocía como Chicos de Romford. El tono resultaba pesaroso, como si a los de Cambridge les diera vergüenza hablar de algo que pertenecía tan claramente a la calle en vez de hacerlo de algo que se aprende en un aula. Seguía con un resumen de las actividades de los de Romford que, tal como nos había dicho O’Day, incluían la importación y la venta de narcóticos ilegales y armas de fuego ilegales; el control de la prostitución, incluida la trata de blancas; el cobro del impuesto de protección, que se creía que pagaban la mayoría de las tiendas y las empresas de la zona; y la usura a intereses desorbitados. Los ingresos anuales aproximados de estas actividades estaban estimados en decenas de millones de libras esterlinas.
Las biografías empezaban en el tercer párrafo.
El jefe era un tal Charles Albert White, al que todos llamaban Charlie. Tenía setenta y siete años, había nacido en el barrio y asistido a un colegio público hasta los quince. Según los informes laborales, jamás había trabajado por cuenta ajena, poseía una casa libre de cargas, como hipotecas o cualquier otro tipo de préstamos, estaba casado y tenía cuatro hijos adultos, todos ellos afincados en otros barrios de Londres y, por lo que se creía, sin conexión alguna con las actividades de su padre.
Una fotografía que se le había hecho durante una vigilancia secreta mostraba a un anciano corpulento, de hombros redondos, con el pelo gris y ralo, y una cara normal y corriente en la que solo destacaba su nariz bulbosa.
Debajo de Charlie, en orden jerárquico, había una especie de consejo ejecutivo compuesto por tres hombres. El primero, Thomas Miller, conocido como Tommy, de sesenta y cinco años; William Thompson después, conocido como Billy, de sesenta y cuatro; y, en tercer lugar, uno mucho más joven, de treinta y ocho años, Joseph Green, conocido como el Pequeño Joey.
El Pequeño Joey era el titán. No cabía duda. Su fotografía era dos centímetros y medio más grande que la de los otros. Según la ficha, medía dos metros once centímetros y pesaba trescientas ocho libras que, por mis conocimientos de pesos y medidas extranjeros, venían a ser ciento cuarenta kilos. Era la fuerza bruta. De nuevo, el MI5 era muy escrupuloso y mencionaba que no había pruebas ni condenas, si bien su rápida ascensión a la altura de hombres que podrían ser su padre solo podía deberse a que se tratara de alguien eficaz en grado sumo. Estaba en los registros del MI5 por once homicidios y tantísimas palizas que era imposible llevar la cuenta. «Lesiones físicas graves» era el término legal que utilizaban, y que parecía apropiado.
—¿Por qué lo llamarán «pequeño»? —preguntó Casey Nice.
—Porque son británicos —respondí—. Muy dados a la ironía. Si lo llamasen «Gran Joey», se trataría de un enano.
Deslizó el archivo hacia abajo, pero el documento acababa ahí. Lo del Pequeño Joey era lo último.
—Necesitamos más información. Necesitamos a los figurantes, las ubicaciones y las direcciones. Coménteselo a O’Day.
—¿Ahora?
—Cuanto antes, mejor. Cuantos más datos, mejor. Y que nos envíe todo lo que tenga sobre los serbios de la parte oeste.
—¿Por qué?
—Necesitamos armas. Para cazar elefantes, a poder ser, ahora que hemos visto cómo se las gasta el Pequeño Joey. Dudo mucho de que los Chicos de Romford vayan a querer vendérnoslas, así que será mejor que consigamos otro contacto.
—No tenemos tiempo para eso. Pondría la mano en el fuego a que este hotel les paga el impuesto de protección. Y tenga por seguro que los Chicos de Romford van a empezar a llamar en busca de información.
Asentí.
—Vale. Acábese la pizza y nos vamos.
—Ya no tengo hambre. Deberíamos marcharnos cuanto antes.
Cerró el documento y volvió a la pantalla de inicio, como si así pretendiera dar énfasis a sus palabras.
—¿Adónde quiere ir? —le pregunté.
—No podemos volver al hotel —dijo—. Ya habrán estado allí. Es el primer sitio donde van a buscar.
—Pues sus cosas están allí.
No dijo nada.
—Podríamos arriesgarnos a hacer una incursión de cinco minutos —comenté—. Entrar y salir. A toda velocidad. Para recogerlas.
—No —dijo.
—¿Podrá pasar sin ellas?
—Usted no lleva nada.
—Estoy acostumbrado.
—Pues voy a tener que acostumbrarme yo también. Lo haremos a lo Sherlock Homeless. A ver, no puede ser tan malo. Pararemos en un supermercado y me compraré un cepillo de dientes.
—Uno nunca se pone ropa limpia por la mañana. Eso es lo peor.
—Ahora mismo, la alternativa es mucho peor.
—Y no hay pijama.
—Sobreviviré.
—De acuerdo. Vamos a ir al centro de la ciudad. Al Ritz, quizás. O al Savoy. Gracias a ellos tenemos muchísimo dinero. Y no dispondrán de ojos en sitios así.
—¿Cómo vamos a llegar? No podemos llamar a un taxi.
—Cogeremos el autobús. No creo que el sistema de transporte de Londres pague impuesto de protección.
Así que dejamos la cena en la habitación, la llave en recepción y salimos a la calle, a la noche.